Carta a la Fraternidad
Milán, 7 de octubre de 1997
Querido amigo/a:
Al comenzar este nuevo curso, mientras rezaba las Completas del viernes, me ha impre¬sionado el siguiente párrafo del profeta Jeremías: «Tú estás entre nosotros, Señor, y por tu Nombre se nos llama: no nos abandones, Señor Dios nuestro» (Ur 14, 9).
Después de su Resurrección, Jesucristo, el misterio de Dios encarnado en el hombre Jesús, va hacia su plenitud, se realiza en el tiempo y en el espacio -es decir en la historia humana-unien¬do, vinculando a sí mismo y entre ellos, a todos los que le reconocen. Esta unidad se llama cuer¬po misterioso de Cristo. En la historia, este misterioso método de relación entre el hombre y Dios se manifiesta como un pueblo, diferente de todos los demás pueblos, e, igual que en el Antiguo Testamento se llamaba Israel, se llama también Iglesia de Cristo.
Dios está en medio de nosotros, de tal manera que todo el mundo nos llama cristianos y esto indi¬ca la responsabilidad más grande y verdadera que tenemos en la vida. Por eso, inspirándose en la Biblia, se dice también que allí donde una compañía de hombres cristianos se reconoce y vive conscientemente, está la morada de Dios entre los hombres. La gran compañía del pueblo de Cristo, que es la Iglesia, subsiste existencialmente en cada lugar donde vive una compañía de hombres cristianos, aunque sea una compañía pequeña (cfr. Mt 18,20), como forma inicial de la comunidad universal en comunión con los Obispos y el Papa.
Cada una de nuestras fraternidades está compuesta por personas que se ayudan libremente a enten¬der y a vivir la mayor responsabilidad de nuestra vida, que es dar testimonio de Cristo en la fe: dar testimonio ante nosotros mismos y ante el mundo. Toda morada vivida como compañía vocacional -la familia compuesta por padres e hijos, los monasterios y conventos, las "casas" como compañía de personas consagradas- consti¬tuye el lugar último, el terminal donde se nos educa en esta Fraternidad.
Cada grupo de fraternidad, al igual que cualquier otra forma que adquiere nuestra compañía, debe tender a realizar dicha fraternidad; cada grupo de fraternidad representa un aspecto capilar de la morada de la presencia real de Dios entre los hombres, que es la Iglesia en todos sus niveles.
La presencia de Cristo, es decir, del Misterio encarnado en Jesús ele Nazaret, se testimonia así de manera concreta en medio de la sociedad, a través de la compañía de personas que buscan ese cambio en su vida y en su participación en la vida de la sociedad, que permite experimentar el acontecimiento de Cristo y de su Iglesia, aquí y ahora. Está, porque actúa.
Al empezar el curso, le pido a Jesús que la Fraternidad entera de CL multiplique y haga más inten¬sos los muchos grupos de fraternidad locales, de tal manera que el mundo se vea iluminado de una forma capilar por la morada de Dios entre los hombres.
Recordémonos que el ofrecimiento cotidiano de uno mismo transforma a la persona en cualquier situación o circunstancia en la que ésta se encuentre; y que este cambio provoca en los demás una pregunta y un reconocimiento. La Santa Misa es un gesto fundamental para esta educación y, por lo tanto, para la vida de la comunidad.
«No nos abandones, Señor Dios nuestro». Él no abandona jamás a nadie que le reconozca. Nosotros le podemos abandonar, simplemente olvidándole o dejando pasar los reclamos con los que sale al encuentro de nuestra vida.
Deseándoos toda la leticia de la que es capaz el cristiano, con una esperanza apasionada en cada uno de vosotros más que en mí mismo,
con gran afecto
don Luigi Giussani
Carta a la Fraternidad
EditorialMiláno, 3 de junio de 1998
¡Os doy las gracias, amigos!
Lo que sucedió el sábado 30 de mayo ha sucedido porque estáis vosotros, también vosotros, juntos. Es solamente la unidad lo que obra. Dios, en efecto, está allí donde está la unidad.
El encuentro con Juan Pablo II, el sábado, ha sido para mí el día más gran¬de de nuestra historia, que se ha dado gracias al reconocimiento del Papa. Ha sido el "grito" que Dios nos ha dado como testimonio de la unidad, de la uni¬dad de toda la Iglesia. Por lo menos, yo lo he percibido así: somos una sola cosa. Se lo he dicho también a Chiara y a Kiko a quienes tenía a mi lado en la plaza de San Pedro: en estas ocasiones, ¿cómo es posible no gritar nuestra unidad?
Y luego he percibido, por primera vez de manera tan intensa, el hecho de que nosotros somos para la Iglesia, somos un factor que construye la Iglesia. Me sentí tomado entre las manos y los dedos de Dios, de Cristo, que plasman la his¬toria.
En este tiempo he empezado a entender verdaderamente -y el sábado todavía más -la responsabilidad a la que Dios me .había llamado. No había entendido, pero el sábado resultó claro. Y esta responsabilidad es tal justamente en cuanto que se comunica a otros como responsabilidad. Es verdadera cuando es para toda la Iglesia y, por tanto, para todo el movimiento; cuando es una obe-diencia al hecho de que -como dice san Pablo -«ninguno de vosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así que, ya vivamos ya muramos somos del Señor» (Rm 14, 7-8).
Es Dios el que obra en todo lo que hacemos: «Dios es todo en todo». Nuestra responsabilidad es para la unidad, hasta una valoración incluso del 111enor atisbo de bondad que existe en el otro.
Con todo mi afecto
don Luigi Giussani