Cada paso, una certeza
SaludoSine tuo numine nihil est in homine nihil est innoxium. Sin tu socorro, no hay nada bueno en el hombre, nada que no le haga daño. Las palabras de don Giussani al final de los Ejercicios Espirituales de Novicios de los Memores Domini.
La Thuile, 8 de agosto de 1999
Hace tiempo que deseaba participar en estos Ejercicios, pero el Señor no me lo ha permitido (también yo debo obedecer, obedecer incluso cuando parece que obedeces a gente que puede equivocarse en su juicio como cada uno de nosotros).
Quería deciros que me ha gustado participar en estos Ejercicios porque es demasiado bello hablar, incluso para mí, de la idea que ha subrayado Carrón, mi amigo Carrón, sobre la identificación de Cristo con lo humano; Cristo es el hombre que nos hace hombres, que explica lo humano - siendo la humanidad de Cristo la razón que nos impulsa en la vida, que nos atrae y nos impulsa -. Pero espero que haya otras ocasiones en las que ayudarnos en esto.
Estoy contento - en el fondo - de poderos hablar dos minutos, porque os tengo que hacer una recomendación: seguidles, estad junto a aquellos que, más grandes, o surgiendo de improviso en vuestro camino, os han impactado u os han hecho tener un encuentro, como se ha dicho. Os han hecho tener un encuentro. Podéis encontraros con muchas personas, podéis pasar muchos momentos hermosos, pero ese encuentro tiene un significado para nosotros que es más pertinente al alma del hombre. Ese encuentro es algo que hemos visto, oído, gustado; de cualquier forma, en cierto sentido, uno ha participado en algo que era distinto.
Era algo distinto, impensable antes, inimaginable. No es que lo hayamos imaginado o pensado inmediatamente después del encuentro, pero ya no se puede quitar del alma, de la memoria. Ya no se puede quitar porque tenía características que invisten toda la persona, que invisten la mirada, que tocan en la raíz todos los interrogantes que tenemos, todos. No es que comprendamos qué dice, qué supone o qué nos descubre con respecto a todos los interrogantes que tenemos: esto se producirá con el tiempo, si camináis junto a esa persona, junto a esas personas con las que habéis tenido este encuentro, que os han tocado con un acento o con una visión nueva de las cosas a la que, a lo mejor, no habéis podido adheriros enseguida. No os habéis podido adherir enseguida, era algo que no podíais comprender, no podíais imaginar, pero si habéis continuado - tal vez con el ánimo escéptico, irónico o insatisfecho - en un determinado momento, cuando los intereses de la vida pujan con su capacidad total de influjo sobre la vida - la vida demuestra su unidad en ese momento terrible que se llama muerte, cuando todo se destruye -, cuando llegaseis a este punto último, os acordaríais de aquella sorpresa, la sorpresa de ese encuentro, de cómo ese encuentro os impactó por su verdad, de cómo cumplía el deseo del corazón.
Para ser fieles no hace falta mucho: basta con estar verdaderamente comprometidos con la propia vida, basta con tener cierta sensibilidad, aquella sensibilidad que la inteligencia realiza cuando se acerca a las cosas y acontecimientos con atención, con un afecto último del alma (¡un afecto último del alma!) que tiene que ver con vuestro destino. Tiene que ver con vuestro destino porque (lo recordé en Roma el 30 de mayo del año pasado), acercándose a algo que tiene que ver con Jesús, que de alguna forma ha nacido de Él, Jesús dice - es lo que más me impresionaba ya de niño, pero entonces hacía nacer en mí la angustia del temor, el temor que cierto moralismo sostiene y alimenta -: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si luego se pierde a sí mísmo? O, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de sí mísmo?».
«¿Qué es el hombre?», reza el Salmo 8. ¿Qué es el hombre? Sabemos la respuesta, porque la respuesta la da Jesús cuando, hablando al yo, a la persona, le dice: «¿De qué te sirve ganar el mundo entero, conseguir todo lo que quieres, si después te pierdes a ti mismo?».
Adiós, ¡hasta la vista!