«Cómo nace un movimiento»
Apuntes de una conversación de don Giussani con los responsables de Comunión y Liberación durante un encuentro internacional en agosto de 1989. Luigi Giussani, L’avvenimento cristiano. Uomo e chiesa nel mondo, Giussani, Bur, 2003, pp. 29-50¿Cómo nace la experiencia del movimiento de Comunión y Liberación? ¿Cuáles son los factores que la han hecho surgir? ¿Cuál es, todavía hoy, el punto de origen? Nos interesa conocer también cómo ha sido para usted el inicio.
Me resulta arduo responder una vez más a esta pregunta, puesto que ya se encuentra publicado un testimonio acerca de todo lo que concurrió en el origen y posterior desarrollo de nuestra experiencia. Pero también es verdad que de aquello que se ama siempre se puede hablar: aún repitiéndose, se dicen cosas nuevas, porque el corazón verdadero es siempre nuevo.
¿Cómo nace un movimiento? ¿Cómo nace una experiencia cristiana? Por medio de un testimonio, por un don del Espíritu Santo. Insistiré sobre esto más tarde.
Un diario de gran difusión nacional ha vuelto a desenterrar recientemente la figura de Andrea Emo como la de un gran pensador ignorado, publicando una antología de pensamientos suyos entre los que figuraba éste: «La Iglesia fue durante muchos siglos la protagonista de la historia. Después asumió la parte no menos gloriosa de antagonista de la historia. Hoy es tan sólo la cortesana de la historia». Nosotros no queremos vivir la Iglesia como cortesana de la historia. Si Dios ha venido al mundo no es para ser cortesano, sino redentor, salvador, punto afectivo total, verdad del hombre. Ésta es la pasión que nos “atormenta” y que determina todas nuestras acciones. Al tomar una decisión contingente, evidentemente, podemos equivocarnos, pero obramos con una única finalidad: que la Iglesia no sea cortesana, sino protagonista de la historia. Esta inmanencia de la Iglesia a la historia comienza en mí, en ti, allí donde estoy, allí donde estás.
En un reciente discurso del Papa a los jóvenes en Escandinavia, hay una frase que resume – para nosotros mismos y, por lo tanto, para los demás – el contenido íntegro del mensaje que queremos gritar a todo el mundo. «Como todos los jóvenes del mundo» dice el Papa «vosotros vais en busca de lo que es importante y central en la vida. Aunque algunos de vosotros estéis distantes desde el punto de vista geográfico, y algunos puedan estar incluso lejos de la fe y de la confianza en Dios, habéis venido aquí porque buscáis sinceramente algo importante sobre lo que basar vuestra vida. Queréis establecer raíces sólidas y percibís que la fe religiosa es parte importante para la vida plena que deseáis. Permitidme deciros que comprendo vuestros problemas y vuestras esperanzas. Por esto deseo hoy, jóvenes amigos, hablaros de la paz y de la alegría que se pueden encontrar no en el poseer, sino en el ser. Y el ser se afirma conociendo a una Persona y viviendo según Su enseñanza. Esta Persona se llama Jesucristo, nuestro Señor y Amigo. Él es el centro, el punto focal, Aquél que reúne todo en el amor».
Si es lícito, querríamos repetir: «Nosotros no conocemos nada fuera de esto».
«Y el Verbo se hizo carne»
¿Cómo apareció en mi horizonte esta verdad de tal forma que, de improviso, abrazó mi vida? Yo era un jovencísimo seminarista en Milán, un chico honrado, obediente, ejemplar. Pero – si mal no recuerdo lo que dice Concetto Marchesi en un texto suyo sobre literatura latina – «El arte tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres reverentes». El arte, es decir, la vida – si quiere ser creativa, o, mejor, si tiene que ser “vida” –, tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres reverentes. Y yo había sido un seminarista muy reverente, salvo un paréntesis en el que el poeta Leopardi, durante un mes, me tuvo más “enganchado” que nuestro Señor.
Como escribió Camus en sus Cuadernos: «No es a través de los escrúpulos como el hombre llegará a ser grande. La grandeza viene por gracia de Dios, como un bello día». Para mí todo sucedió como la sorpresa de un «bello día», cuando un profesor del bachillerato – yo tenía 15 años – leyó y explicó la primera página del evangelio de san Juan. Entonces era obligatorio leer esta página al final de cada Misa; por lo tanto, la había oído miles de veces. Pero aconteció el «bello día»: todo es gracia.
Como dice Adrienne von Speyr, «La gracia nos inunda. Esto constituye su esencia [la gracia es el Misterio que se comunica; la esencia de la comunicación del Misterio es que nos inunda, nos penetra]. Ésta no aclara punto por punto, sino que irradia su luz como el sol. El hombre sobre el que Dios se prodiga a sí mismo debería verse preso de un vértigo tal que le hiciera ver sólo la luz de Dios y no ya sus límites, la propia debilidad [por esto es innoble la actitud de quien se escandaliza del entusiasmo de un joven al que le ha sucedido el “bello día”]. Debería renunciar a todo equilibrio (buscado por sí mismo), debería renunciar a un diálogo entre sí y Dios como entre dos partners, y ser un sencillo receptor con los brazos abiertos que no logra aferrar, pues la luz se esparce sobre todo y permanece inaferrable, y representa mucho más de lo que pueda acoger nuestro gesto».
Después de 40 años, leyendo este fragmento de von Speyr, he percibido lo que me sucedió cuando aquel profesor explicó la primera página del Evangelio de san Juan: «El Verbo de Dios, o bien aquello en lo que todo consiste, se hizo carne;» decía «por esto, la belleza se hizo carne, la bondad se hizo carne, la justicia se hizo carne, el amor, la vida, la verdad se han hecho carne: el ser no está en un más allá platónico, sino que se ha hecho carne, es uno entre nosotros». Me acordé en aquel momento de una poesía de Leopardi, estudiada en aquel mes de “fuga” cuando empezaba el bachillerato, titulada A su dama. Era un himno dedicado no a una de sus “amantes”, sino al descubrimiento que había hecho de improviso – en ese cénit de su vida del que después decayó – de que lo que buscaba en la mujer amada era “algo” más allá de sí misma, que se hacía evidente, se comunicaba en ella, pero era algo más que ella . Este himno bellísimo a la mujer termina con una apasionada invocación: «Si de las eternas ideas / tú eres una a la que de sensibles / formas no viste el saber eterno, / ni entre caducos restos / probar las ansias de fúnebre vida, / o si otra tierra, en los excelsos giros, /entre mundos innúmeros te acoge, / y más bella que el sol te ilumina / próxima estrella, y aire más benigno / respiras, de aquí, donde la vida / es breve y desdichada, ven, recibe / de este ignoto amante la canción». En aquel instante pensé que esta poesía de Leopardi era, 1800 años después, mendigar aquel acontecimiento que había acaecido ya, y que anunciaba san Juan: «El Verbo se hizo carne». El ser (belleza, bondad y verdad) no sólo no ha “desdeñado” revestir de carne Su perfección ni llevar los afanes de la vida humana, sino que ha venido a morir por el hombre: «Vino entre los suyos y los suyos no le recibieron», llamó a la puerta de su casa y no le reconocieron.
Y esto es todo. Porque mi vida desde muy joven ha estado literalmente impregnada de este hecho: ya sea como memoria que de forma persistente golpeaba mi pensamiento, ya sea como estímulo para una valoración nueva de la banalidad cotidiana. El instante, desde entonces, no fue ya una banalidad para mí. Todo lo que era – por tanto todo lo que era bello, verdadero, atrayente, fascinante, aunque fuera como posibilidad – encontraba en aquel mensaje su razón de ser, como certeza de presencia y esperanza movilizadora que me hacía abrazar todo.
Por aquel entonces tenía sobre la mesa de estudio una figura de Cristo de Carracci, bajo la cual había escrito la frase de Möhler (el famoso portaestandarte del ecumenismo, del cual había leído en el colegio la Simbólica y otros escritos): «Pienso que ya no podría vivir si no Le oyera hablar de nuevo». Ahora, cuando hago examen de conciencia, me veo impelido a pedir a la misericordia de Cristo, a través de la piedad de María, que me haga volver a la sencillez y al coraje de entonces. Porque cuando un «bello día» sucede e inesperadamente se ve algo hermoso, uno no puede dejar de contarlo al amigo cercano, no puede dejar de gritar: «¡Mirad allí!». De esta forma sucedió.
Studium Christi
Sucedió ya en el seminario, con los compañeros de pupitre, en una clase en la que éramos muchísimos. Un grupo de nosotros se unió – porque en la obra siempre se da la misma ley: algunos se vuelven más próximos, se sienten afines a tu visión, a tu corazón, a tu vida – y nació el verdadero primer grupo del movimiento, al que llamamos Studium Christi. Una vez al mes – después, cada quince días – hacíamos una especie de hojas tituladas Christus, en las que cada uno daba testimonio de alguna observación particular sobre la relación entre la presencia de Cristo y cualquier cosa que le interesara: el estudio, los acontecimientos, etc. Otro grupo de compañeros ironizaba sobre nuestra tentativa; este grupo cuajó y se autodenominó Studium Diaboli. Dentro de la libertad todo es posible. Pero después de un año y medio, el rector del seminario (que más tarde sería cardenal en Milán) me llamó y me dijo: «Lo que hacéis es algo bellísimo, pero divide a la clase y no debéis hacerlo más». Cuando era obispo en Milán contaba, exagerando poéticamente el asunto conforme a su temperamento, que una tarde de invierno, mientras los seminaristas íbamos en masa al comedor, estando él detrás de nosotros sin que nos diésemos cuenta, yo dije a los que estaban junto a mí: «El rector nos ha matado al “Cristo”» (yo, a decir verdad, no recuerdo haberlo dicho).
Sin embargo, se trata de acontecimientos que no se pueden detener. Aquella semilla que he descrito animó nuestra amistad durante la estancia en el seminario, nos impuso la elección de los autores que íbamos a leer, se convirtió en el motivo de que prefiriéramos a ciertos autores (por ejemplo, durante el Liceo leímos a Möhler, Soloviev, Newman, entendiendo lo que podíamos), y animó nuestro estudio de la Teología, que no se quedó ciertamente como una doctrina cristalizada.
«Vino entre los suyos, y los suyos no le recibieron»
Después de algunos años, siendo profesor en el mismo seminario teológico, me encontré un día en el tren con un grupo de estudiantes y comencé a discutir con ellos sobre cristianismo. Era tan grande su extrañeza respecto a las cosas más elementales del cristianismo que surgió en mí como un ímpetu irrefrenable el deseo de darles a conocer lo que yo había conocido, para que también para ellos surgiera el «bello día». Por esto abandoné, a instancias del rector, la enseñanza en el seminario (de hecho, me dedicaba más a los jóvenes que a la preparación de las clases) y opté por dar clase de religión en los institutos públicos.
Recuerdo perfectamente aquel día tan importante para mi vida. Mientras subía por primera vez los cuatro escalones que hay desde la calle a la puerta del Liceo Berchet de Milán, me decía a mí mismo: «Vengo aquí para dar a estos jóvenes lo que se me ha dado a mí». Me lo repito siempre, porque ésta es la única razón por la que hemos hecho todo lo que hemos hecho (y seguiremos haciéndolo mientras Dios quiera). La única razón de todo nuestro obrar es que Le conozcan, que los hombres conozcan a Cristo. Dios se hizo hombre, y vino entre los suyos: que los suyos no Le conozcan es el pecado más grave, es, sin comparación, la mayor injusticia.
Cristo, centro del cosmos y de la historia
«Cristo, centro del cosmos y de la historia». Cuando escuché a Juan Pablo II repetir en su primer discurso esta frase (la misma frase, literalmente, lo pueden atestiguar mis amigos de entonces, había sido desde el comienzo texto habitual en nuestra meditación), la emoción que sentí despertó en mí el recuerdo de toda la dialéctica que se había desarrollado entre los jóvenes y yo y entre los mismos jóvenes en la escuela, y el recuerdo de la tensión profunda con que nos reuníamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Repetía siempre a los chicos: «Venid y veréis», o «Veréis cosas mayores que ésta», como dice Jesús en el Evangelio; o también, como dice una oración de la misa: «Que tu Iglesia se revele al mundo»; o también: «Dios, gloria de Su pueblo». Y observaba: «¿Qué significa, por ejemplo, “Dios, gloria de Su pueblo”, sino el cambio que produce Cristo, a través del misterio de su permanencia en la Iglesia, en el individuo y en la sociedad? Este cambio es el milagro que le da gloria».
Esto es lo que le pedimos a Dios desde hace muchos años, sólo esto: que Cristo nos ayude a vivir la Iglesia, para que también a través de nuestra vida, nuestra acción, nuestra compañía, nuestros proyectos, Él se manifieste cada vez más en el mundo a los hombres escogidos por el Misterio del Padre, para que se manifieste cada vez más la gloria de Dios a través de una adhesión a Cristo que cambie nuestra vida y la vida del mundo transfigurándolas. Ésta es la única finalidad por la que nos hemos encontrado y nos encontramos, mientras Dios quiera.
Durante mis primeros días como profesor de religión, preguntaba a los chicos, en las escaleras o en el descansillo: «Según tu opinión, ¿crees que el cristianismo está presente aquí, en la escuela?». Casi todos me miraban con estupor y se reían. Pero quien respondía decía: «¡No!». Y yo replicaba: «Pero entonces, o la fe en Cristo no es verdadera, o hace falta una modalidad nueva». Fue el comienzo de la dialéctica abierta desde la afirmación de que Cristo es el centro del cosmos y de la historia, la clave de arco para conocer al hombre y al mundo, el origen de una paz posible para el corazón del yo y para la sociedad, la razón de un ímpetu afectivo desconocido y sin parangón (algo parecido observaba Sócrates, entre cuyos alumnos se encontraban Platón y Jenofonte, cuando detenía de improviso su discurso y decía: «¿No es verdad, amigos míos, que cuando hablamos de la verdad nos olvidamos incluso de las mujeres?»).
El desarrollo dialéctico del contenido del mensaje polarizó lentamente la curiosidad, la ira y el afecto de los chicos, convirtiéndose en el punto más discutido de la escuela durante doce años (el tiempo que fui profesor de religión): Cristo y la Iglesia eran el tema cotidiano, objeto de encarnizadas discusiones.
«¿Qué alternativa tenemos?», preguntaba entonces y repito ahora, «¿la alternativa política?». Viene a propósito de esta cuestión una frase que se encuentra en los Cuadernos de Camus, escrita en 1953: «Lo que la izquierda aprueba [la izquierda constituía entonces el símbolo de la honestidad redentora de la energía política] sucede en silencio o es juzgado como inevitable: 1) la deportación de millares de niños griegos; 2) la destrucción física de la clase campesina rusa; 3) los millones de personas en campos de concentración; 4) los secuestros políticos; 5) las ejecuciones políticas cotidianas; 6) el antisemitismo; 7) la estupidez; 8) la crueldad. La lista continúa abierta». Pero ya es bastante. No es pesimismo, pero es difícil no meter en estas categorías a la política en su actualidad.
«¿Cuál es», preguntaban entonces, «el otro campo de esperanza alternativa, más serio que la política, más lleno de acierto? ¿Es acaso la ciencia?». Hace treinta años, “ciencia” era una palabra cien veces más “divina” de lo que es ahora. Muchos años después hemos oído afirmar a Juan Pablo II: «La ciencia de la totalidad (porque no es ciencia si no tiene la pretensión de aferrar el horizonte total) conduce espontáneamente a la pregunta por la totalidad misma; pregunta que no encuentra su respuesta dentro de esta totalidad». La pasión por el horizonte total lleva inexorablemente a la pregunta por el sentido de este horizonte, pero dentro de éste no es posible encontrar respuesta.
El desarrollo de nuestro interés por la vida en todos sus aspectos tuvo y tiene como referencia Su presencia: «Nosotros creemos en Cristo muerto y resucitado, en Cristo presente aquí y ahora». Esto ha hecho que nos interesemos por la política según la totalidad de sus acepciones, perfectamente concientes de que no es de la política de donde puede venir la salvación. Y también ha hecho que nos volvamos a apasionar por el estudio y la ciencia, no por idolatría o por promocionarnos, sino por una seriedad que ahondase un cauce cada vez más preciso al conocimiento que, en última instancia, tiene su consistencia en Cristo. De la experiencia de Su presencia han nacido, por tanto, una pasión por la vida social y política y una pasión por el conocimiento (el Meeting de Rimini, como intento siempre tenaz y apasionado, nace de este doble interés, o mejor de la raíz que ha creado este doble interés).
En su Contra Iulianum, san Agustín observa: «Ésta es la horrenda raíz de vuestro error: vosotros pretendéis hacer consistir el don de Cristo en su ejemplo, mientras que el don es Su misma persona». Todos hablan con reverencia del ejemplo de Cristo, de los valores morales, incluso los que escriben en La Voce Repubblicana. Éstos, más aún, enseñan y predican a los cristianos que deben vivir los valores morales para sostener al Estado. Pero el don de Cristo es Su presencia: ésta es la novedad en el mundo y nunca habrá nada más nuevo que esto.
Escribe Milosz en una poesía: «Soy sólo un hombre, tengo necesidad de signos sensibles; construir escaleras de abstracción me cansa pronto. Suscita, por tanto, oh Dios, un hombre en un lugar cualquiera de la tierra y permite que mirándole yo pueda admirarte a Ti». Cristo es la respuesta a esta suprema invocación humana. La Encarnación de Cristo corresponde a la exigencia propia de la naturaleza del hombre, corresponde de forma inconcebible a una necesidad sensible, a una necesidad vivida y apasionada del hombre.
«Somos una sola cosa»
La afirmación que ha realizado en su discurso inaugural el nuevo arzobispo de Colonia, cardenal Meisner, plantea el tema que queremos abordar ahora: «La palabra eterna del Padre se hizo carne. Y ahora permanece en la Iglesia de forma audible y palpable para todos los hombres». Pero, ¿de qué está hecha la Iglesia? De ti, de mí. Éste fue, en aquel mes de octubre en que comencé a enseñar religión, el descubrimiento inmediato y espontáneo que siguió al mensaje que había lanzado.
Si Dios se ha hecho hombre y está aquí y se comunica a nosotros, tú y yo somos una sola cosa. Entre tú y yo, extraños, se borra la extrañeza o, como la llamaba san Pablo, la enemistad: somos amigos. Por contraste con esta afirmación, solía decirles a los chicos mayores: «Habéis estado cinco años juntos en la misma clase, en el mismo banco, sois conniventes, pero no amigos; vais juntos de vacaciones, estudiáis juntos, os divertís juntos, pero no sois amigos: sois compañeros provisionales. Entre vosotros no hay nada que dure, ninguno está en relación “con” ni se siente interesado por el destino del otro».
Lo decía porque Cristo está presente precisamente a través de, dentro de nuestra unidad, esa unidad en la que nos introduce el gesto con el que Él nos aferra, el sacramento del Bautismo. Aferrándonos en el Bautismo, Cristo nos ha unido como miembros del mismo cuerpo (cfr. los capítulos 1 al 4 de la Carta a los Efesios). Él está presente aquí y ahora, en mí, a través de mí, y la primera expresión del cambio con que se documenta Su presencia es que yo me reconozco unido a ti y que nosotros somos una sola cosa.
Como escribe san Pablo en el capítulo 3 de la Carta a los Gálatas (otro fragmento que siempre citaba): «Todos vosotros que habéis sido bautizados, os habéis ensimismado con Cristo. Ya no hay griegos, ni esclavos, ni libres, ni hombre ni mujer, sino que todos vosotros sois uno, una sola persona en Cristo Jesús». Ninguna utopía creada por el hombre ha llegado jamás a imaginarse esta unidad que el hecho de Cristo ha realizado en nosotros. Si lo reconocemos, actúa y nuestra vida se hace más humana.
Cristo hace nuestra vida más humana. Por esto la otra frase del Evangelio que constituía el reto con el que entraba en la escuela y que repetía en todas las horas de clase era: «Quien me sigue tendrá la vida eterna, y el ciento por uno aquí». «Quien me sigue tendrá la vida eterna», y esto puede que no os interese, observaba, «pero tendrá “el ciento por uno aquí” – es decir, vivirá cien veces mejor el afecto al marido o a la mujer, al padre y a la madre, tendrá cien veces más pasión por el estudio, amor por el trabajo, gusto por la naturaleza –, esto no puede no interesaros».
La exigencia expresada por Milosz en la poesía que hemos citado es precisamente la de encontrar a alguien – visible, palpable – siguiendo al cual se pueda tener experiencia del ciento por uno. «Suscita, por tanto, un hombre en un lugar cualquiera de la tierra y permite que mirándole yo pueda admirarte a Ti»: esto es Cristo para el hombre.
Pero Cristo está en ti y en mí, y esto es tremendo (tremendum mysterium): es la fuente de nuestra responsabilidad y de nuestra humildad, imposible de evitar, porque somos el signo físico de Su presencia.
Éramos tan sólo quince cuando decía que nuestra comunidad es el signo real, aunque contingente, provisional, irrisorio, pero grande, por el que Cristo se convierte en objeto de una experiencia presente. De quince que éramos al principio, llegamos a ser alrededor de trescientos en el último año de enseñanza en el liceo, en la misma reunión. Pero no importa el número. Después de doce años podríamos haber sido tres, dos (este es el significado del matrimonio como sacramento; el matrimonio es, debería ser, el signo para la comunidad, porque en él se encuentra aquella unidad que no nace de la carne ni de la sangre, sino de Cristo).
La comunidad, que se dilata sin límite, es el Misterio de esta identidad por medio de la cual y dentro de la cual puedo verdaderamente decir con temor, temblor y amor «Tú» a Cristo. Este descubrimiento fue un paso preciso que se dio en un cierto encuentro que tuvimos frente al mar, sobre una torre, en Varigotti.
La comunidad es el lugar de la memoria
La memoria es la conciencia de una presencia que ha comenzado en el pasado y que permanece: la memoria es conciencia de la presencia de Cristo.
Como decía Pavese: «La memoria es una pasión repetida». Nosotros vivimos una pasión por Cristo, una pasión repetida, porque desgraciadamente no puede darse en nosotros una continuidad impertérrita.
También escribe Pavese: «La riqueza de una obra [es decir, de una generación, o de nuestra vida como generación] viene siempre dada por la cantidad de pasado que ésta contiene». Pero debe tratarse de un pasado que pueda subsistir en el presente con más potencia que un recuerdo, porque el recuerdo aplasta, es como un vestido raído. La memoria de Cristo es memoria de un pasado que se vuelve tan presente que es capaz de determinar el presente más que cualquier otro presente. ‘Memoria’ se ha convertido en la palabra capital de nuestra comunidad: la comunidad es el lugar donde se vive la memoria.
Quisiera ahora detallar algunos aspectos de esta realidad comunional, expresión que indica una compañía que no nace de la carne ni de la sangre sino de Cristo y cuya vida es la memoria. «La memoria se ha llenado de sangre», afirmaba santa Catalina de Siena. La memoria se «llena» de la sangre de la cruz y de la gloria de la resurrección, porque no se puede concebir la cruz de Cristo sin la resurrección. Por esto, decía justamente Claudel, la paz, que es la herencia que Cristo ha dejado como signo de Su presencia activa y operante, «está hecha a partes iguales de dolor y de alegría».
La dramaticidad de una lucha
La vida de comunidad nunca ha suprimido la dramaticidad ni ha pretendido jamás de nadie un paso forzado. Ha sido siempre una propuesta apasionada, pero bien consciente de la fatiga que se pide a quienes la recibían. Es cierto que la verdad lleva en la comunicación de sí la propia evidencia, y el anuncio de Cristo es tan correspondiente a lo que el hombre desea y espera, que su propuesta lleva consigo una evidencia clamorosa que no puede no suscitar un impulso positivo. Pero inmediatamente después surge una resistencia. Yo hacía observar a los chicos: «Mientras yo hablo vosotros estáis atentos y vuestra cara dice inequívocamente: “Sí”, pero, inmediatamente después, la maldad, el pecado original, os llena de “pero, si, quizá, sin embargo”, es decir, de escepticismo, para haceros huir de la evidencia que os ha deslumbrado». Surge una resistencia y se abre la dramaticidad de una lucha.
La dramaticidad es inherente a cualquier relación (no existe ninguna relación verdaderamente humana que no sea dramática). En la relación con Cristo ésta alcanza su mayor profundidad. Y la dramaticidad no consiste en una exasperación histérica, sino en decir «Tú» con la conciencia de la diferencia y del camino por recorrer.
«Primero mi voluntad [donde en primer lugar se sitúa la resistencia] y después mi inteligencia» escribía un disidente lituano «se han resistido durante largo tiempo, pero al final me he rendido y he vencido [el vencedor es aquél que se afirma a sí mismo]. No ha sido una capitulación frente al adversario. Ha sido la reconciliación con el Padre [con el origen constitutivo de sí]: Su posesión de mí es mi liberación» (en El sentido religioso, que contiene los apuntes dictados por mí en aquellos primeros años de escuela, se desarrolla esta identificación entre ser poseídos y ser libres).
Un año después del comienzo del movimiento, hicimos con los alumnos de la opción de letras una antología de textos de Dionisio el Areopagita, con el texto griego al lado, que contenía una de las frases más bellas que jamás he leído: «¿Quién podrá hablar del amor singular de Cristo al hombre, rebosante de paz?». Es el corazón de la frase que acabo de citar: «Su posesión de mí es mi liberación».
La petición, gesto supremo del hombre
Asistiendo a la dramaticidad que vivían aquellos primeros jóvenes que participaban en nuestra experiencia – por aquel entonces, cuando éramos sólo algunos centenares, estábamos juntos, desde la mañana hasta la noche, incluso fuera de la escuela, hablando de estas cosas – comprendí por primera vez, después de todos los años del seminario, qué quería decir pedir.
La petición es la expresión suprema del hombre, y es la más elemental: el hombre puede realizarla en cualquier situación, incluso si es ateo. Es más, cuanto más cansancio siente un hombre, más correspondiente le resulta ésta. En Los Novios de Manzoni, en un cierto punto el ateo – el Innombrable – exclama: «Dios, si existes, revélate a mí». No hay nada más racional que esto: «Si existes» es la categoría de la posibilidad, dimensión irrenunciable de una razón auténtica; «revélate a mí» es la petición.
Todos seremos juzgados por la petición porque, incluso en la fosa de los leones o sepultados por el fango, podemos gritar, pedir. En la Semana Santa, la liturgia ambrosiana (es impresionante hasta qué punto de ternura llega la Iglesia) nos sugiere una forma conmovedora de petición: «Aunque haya llegado tarde no me cierres Tu puerta. He venido a llamar. A quien te busca con lágrimas ábrele, Señor piadoso; acógeme en Tu convite, dame el pan del Reino».
Nunca dije a los primeros chicos que se reunían: «Rezad». Los que venían, aunque no participaran en el contenido, participaban en el gesto de la oración. Después de algún tiempo todos comulgaban cotidianamente. Les repetía que el sacramento es la oración más grande, la esencia de la oración, porque es petición de todo el yo: un hombre participa aunque no sepa pensar, aunque no sepa decir, aunque no sepa nada, pero pide con su presencia: «Estoy aquí». ¿Cómo podemos, entonces, jerarquizar valores y contenidos? ¿Qué debemos obtener para poder desarrollar la vida? La petición, ¿qué debe pedir? ¡El afecto a Cristo!
Escribe santo Tomás: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción» (que, en el sentido latino del término significa cumplimiento, plenitud). Lo más bello en la historia del movimiento es que centenares y después miles de jóvenes han aprendido y viven el afecto a Cristo, el único afecto que permite un verdadero afecto al amigo, a la mujer, a sí mismo.
Pero ¿cómo obtener esta capacidad de afecto a Cristo? En primer lugar, sobre todo, más allá de todo, pidiéndola. La historia religiosa de la humanidad, es decir la Biblia, termina con esta frase: «Ven, Señor Jesús». Es una petición “afectiva”, una expresión vibrante de “adhesión”. Hasta hace algunos años ésta era la fórmula que siempre sugeríamos. Ahora se ha añadido otra: Veni Sancte Spiritus, Veni per Mariam. Es la misma, más desarrollada y consciente.
Un afecto totalizante
Un afecto que sostenga la vida, en el que el hombre encuentre su plenitud, debe tener como contenido, como objeto, algo que pueda pertinere ad Omnia (tener que ver con todo, ser pertinente a cualquier cosa). A propósito de esto hay una frase de Guardini: «En la experiencia de un gran amor todo lo que sucede se convierte en acontecimiento dentro de su ámbito». Si existe un gran amor entre un hombre y una mujer, bien sea los cruentos sucesos de la plaza de Tienanmen, o un canto sentido, o el sol frente a los ojos, en suma, todo lo que sucede, se convierte en acontecimiento dentro de su ámbito.
Es necesario que el objeto del amor sea tal que pueda englobar todo. Por esto Comunión y Liberación (que anteriormente se llamaba Juventud Estudiantil) nunca ha organizado gestos que no fuesen inequívocamente educativos. La elección de la montaña para las vacaciones, por poner un ejemplo, no es casual (no hemos empezado en el mar, porque el mar distrae más). Lo sano del ambiente humano, la imponente belleza de la naturaleza, favorecen siempre la renovación de la pregunta acerca del ser, del orden, de la bondad de la realidad – la realidad es la primera provocación a través de la cual se despierta en nosotros el sentido religioso –. Con la necesaria disciplina, que se ha cuidado siempre rigurosamente (la disciplina es como el cauce de un río: el agua allí corre más pura, más limpia, más rápida; la disciplina es necesaria en cuanto se reconoce un sentido a todo), las vacaciones en la montaña se han propuesto a la experiencia de las personas como una profecía, aunque fugaz, de la promesa cristiana de cumplimiento, como un pequeño anticipo del paraíso, y todo particular debía transmitir esa promesa y realizar ese anticipo.
Lo que todos normalmente nos reprochan es el signo de nuestra grandeza: que todo suceda dentro del horizonte de la presencia de Cristo, esto es, de nuestra compañía. Nos reprochan que la experiencia del amor a Cristo sea totalizante: ¡Pero todo lo que está dividido y separado de Su presencia será destruido! La división es el comienzo de la destrucción. Por esto nosotros siempre hemos odiado la palabra censura. «No se puede censurar nada» decía, «no por pasión psicoanalítica, sino para que todo salga a la luz, se aclare, se explique y pueda ser objeto de ayuda».
Una leticia en el fondo del dolor
El signo de una vida que camina en el afecto a Cristo, que se adhiere y que, por tanto, participa en Su compañía, es la leticia. «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena», afirmó Cristo poco antes de morir.
Sólo la alegría es madre del sacrificio: el sacrificio no es razonable si no es atraído por la belleza de la verdad. La belleza – «esplendor de la verdad» – llama al sacrificio. Como dice la Biblia en el Eclesiastés: «Un corazón feliz está también sereno ante los alimentos, lo que come le gusta».
Esta alegría y esta leticia están también en el fondo del dolor más agudo, que en un cierto punto no se puede evitar: el dolor del propio mal. Pertenecer a nuestra compañía significa comenzar a presentir que el dolor más grande es el del propio mal, el del pecado. Nadie puede decir: «No pecaré más», porque la coherencia con respecto a la ley de Dios, es decir, seguir a Cristo, es un milagro de la gracia, y no una capacidad nuestra. Por esto el punto en el que la libertad del Misterio y la libertad del hombre se abrazan es la petición.
La grandeza del instante
Existe otro descubrimiento que se ha hecho habitual en nuestra historia: la grandeza del instante, la importancia del momento, de lo contingente, que es el punto de encuentro de la infinidad de solicitaciones con las que el Misterio nos convoca (por esto no hay nada más amigo que las circunstancias inevitables: ellas son el signo objetivo del Misterio que nos llama). De nuevo en la liturgia ambrosiana se encuentra esta bella oración: «Tú, Señor, concedes a la Iglesia de Cristo celebrar Misterios inefables en los que nuestra exigüidad de criaturas mortales se vuelve sublime en una relación eterna y nuestra existencia en el tiempo comienza a florecer como vida sin fin. Así, siguiendo Tu designio de amor el hombre pasa de una condición mortal a una prodigiosa salvación».
El estupor del encuentro
En su obra Paradojas y nuevas paradojas, De Lubac observa que «el conformista [que se adhiere a la mentalidad común, es decir, que no se adhiere a Su compañía] toma hasta las cosas del espíritu por su aspecto formal, exterior. El obediente por el contrario toma hasta las cosas terrenas por su aspecto interior y sublime». Por esto es necesario cultivar una cualidad humana que es natural en el niño y que se hace grande cuando es propia del adulto: el estupor. Me escribían en una ocasión: «Sólo se comunica lo que se ha recibido gratuitamente (como por un niño). Y se retiene sólo porque nos llena de estupor». Es necesario incrementar nuestra capacidad de estupor: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos».
En la segunda parte del primer capítulo del Evangelio de Juan se cuenta cómo Juan y Andrés se ponen a seguir a Jesús. «Jesús se vuelve y dice: “¿Qué buscáis?”. “Maestro, ¿dónde vives?”. “Venid y veréis”. Y fueron y pasaron todo el día con Él». Imaginemos a aquellos dos que van, intimidados, detrás de aquel joven que les precede: ¡Quién sabe con qué estupor le miraban y escuchaban!
Hay otra página del Evangelio que me impresiona tanto como ésta. Describe el momento en que Jesús pasa en medio del gentío en Jericó. El jefe de la mafia de Jericó, Zaqueo, se sube a un sicomoro para verle, porque era bajo. Jesús pasa cerca, mira hacia arriba, donde se había subido, y le dice: «Zaqueo, baja pronto, porque hoy voy a hospedarme en tu casa» (Lc 19,5). Imaginemos lo que debió sentir aquel hombre. Es como si Cristo le hubiese dicho: «Yo te estimo, Zaqueo, date prisa en bajar, voy a tu casa». Pero ese encuentro no sería verdadero – sería como si no hubiese sucedido hace dos mil años – si no sucediese ahora. ¡Un hombre no puede adherirse a Cristo si no percibe que es verdadero hoy! Los encuentros con personas que nos miran y nos comprenden del mismo modo en que Jesús miró y comprendió a Zaqueo, y a los que podemos mirar, son los hechos más importantes de la vida. «Mirad todos los días el rostro de los santos y sacad consuelo de sus discursos»: es la invitación de uno de los primeros documentos cristianos, la Didaché.
La compañía, lugar de la pertenencia
La comunidad, la compañía, donde el encuentro con Cristo sucede, es el lugar de la pertenencia de nuestro yo, el lugar del que éste saca la modalidad última de percibir y de sentir las cosas, de entenderlas intelectualmente y de juzgarlas, de imaginar, de proyectar, de decidir, de hacer. Nuestro yo pertenece a este “cuerpo” que es nuestra compañía, y de éste saca el criterio último para afrontar todo. Por esto nuestro punto de vista no va por su cuenta, sino que se obliga a la comparación, y en la comparación obedece a la comunidad, a la compañía. Como decía Rilke a su mujer, refiriéndose a la pertenencia breve pero ejemplar que es la relación hombre-mujer: «Donde algo permanece en la oscuridad, ese algo es de un género tal que no exige aclaraciones sino sometimiento». Es grande la sumisión que experimentamos en la vida de nuestra compañía: es sumisión al Misterio de Cristo que se hace presente en nuestra compañía y camina con nosotros.
Una afirmación de Péguy refleja bien este punto: «Cuando el discípulo repite, no la misma resonancia sino un miserable calco del pensamiento del maestro; cuando el discípulo no es más que un discípulo, quizá incluso el más grande de los discípulos, jamás generará nada. Un discípulo empieza a crear cuando introduce él mismo una resonancia nueva (es decir, en la medida en que no es un discípulo). No es que no se deba tener un maestro, sino que uno debe descender del otro por las vías naturales de la filiación, no por las vías escolásticas del discipulado».
Esta es la necesidad de nuestra compañía, de modo que pueda ser fuente de misión en todo el mundo: no discipulado, no repetitividad, sino filiación. La introducción de un eco y de una resonancia nueva es propia del hijo que tiene la naturaleza del padre. Tiene la misma naturaleza, pero es una realidad nueva. Hasta tal punto es esto verdadero que el hijo puede hacerlo mejor que el padre y el padre puede mirar feliz a su hijo que se ha hecho más grande que él. Pero lo que el hijo hace es más grande sólo cuando realiza de forma más profunda lo que el padre ha sentido. Por esto, para que nuestra compañía sea un organismo vivo, no hay nada más contradictorio que, por un lado, la afirmación de la propia opinión, de la propia medida, del propio modo de sentir, y, por otro, la repetitividad. Sólo la filiación genera: la sangre de uno – del padre – pasa al corazón del otro – del hijo – y genera una capacidad de realización distinta. Así se multiplica y se dilata el gran Misterio de Su presencia, para que todos Le vean y den gloria a Dios.