Bienvenida Universidad
El pasado 24 de octubre se volvieron a paralizar muchas universidades españolas. La ocasión podría interpretarse como una más de la larga serie de protestas, esta vez violentas. Parece lo de siempre. Y, sin embargo, el entorno es nuevo. Están los comentarios, algunos de ellos injustificados, que los políticos hacen sobre la inviabilidad e inutilidad de la enseñanza superior. A lo que se añade el abandono de catedráticos que, después de investigar y enseñar durante años, deciden marcharse. Se van por la puerta de atrás – jubilaciones anticipadas– y dejan un rastro amargo. Pero eso no es todo. También hay algo que es muy positivo y que no se puede silenciar.
Accedí a la universidad en los años 80 y participé activamente en la vida estudiantil. Las aulas estaban masificadas. Nos felicitábamos por el acceso universal a la educación superior. Aunque había problemas. El profesorado, abrumado por la cantidad de alumnos, hablaba para todos y ninguno. Los estudiantes se escudaban en el anonimato y sacaban un título sin participar en la vida universitaria. El deseo y la curiosidad de entrar en el mundo del saber, junto a la necesidad de aprender de maestros me llevaron a reunirme con otros compañeros para intentar hacer un trabajo crítico y sistemático sobre el lugar en el que estábamos. Este fue el origen de la Asociación «Universitas». Mi primer cartel en la universidad era provocativo, se titulaba «¿Muere la Universidad?». Quedó pronto sepultado entre grandes pancartas de quien no toleraba voces discordantes. Pocos años después, cuando ya era estudiante de Doctorado, publicamos un opúsculo titulado «Universidad: pacto de indiferencia». Volvíamos a denunciar que en nuestro ambiente se cumplía a rajatabla la frase «tú me exiges poco y yo te doy poco». Fue en ese momento un análisis audaz. Ahora es insuficiente.
He participado en labores de gestión. Sé bien que el gobierno de la universidad es patoso y, sobre todo, que hay poca libertad para manejar recursos escasos. Como casi todos, he sentido el desánimo al entrar en clase y he consentido con el pacto de indiferencia. He tenido también la tentación de tirar la toalla.
Pero en los últimos tiempos he visto mucha vida universitaria auténtica, rica en razones, diálogo, convivencia y búsqueda del saber. No querría que las imágenes de la última huelga –combinadas con el desaliento general– prevaleciesen sobre otras. Llevo en la retina los numerosos grupos de investigación que se han convertido en referencias internacionales, incluso con escasos medios. He visto a profesores de ciencias que desdoblan los turnos de laboratorio para que su enseñanza sea verdaderamente experimental. He conocido a docentes que traducen juntos textos para que fueran accesibles a los estudiantes y que se preguntan qué hacer para que no les devore la rutina o el lamento. He podido beneficiarme del trabajo de excelentes bibliotecarios y valientes administrativos que honran la función pública. He participado en la organización de congresos y conferencias guiados por el gusto del conocimiento. He asistido a reuniones en las que la adaptación a Bolonia ha generado una creatividad que no se explica solo por la imposición legal.
También en los últimos tiempos he visto a alumnos que han empezado a moverse y que han despertado las adormiladas horas de clase. Paso mis largas horas de biblioteca con jóvenes que exigen silencio para estudiar bien. Cuando descansan hablan sobre el sentido de la transición española, la complejidad del pensamiento de Unamuno, la belleza de una fórmula matemática o las condiciones biológicas que están en el origen del lenguaje humano.
Hace unos días mantuve una larga conversación desde lo alto de la torre de Magdalen College, en Oxford, con un profesor de latín arcaico. Me contaba cómo había nacido la que es una de las mejores universidades del mundo. Corría el año de 1096. Varios alumnos querían aprender de un Scholar que vivía en un monasterio de la zona. Tuvieron que quedarse a vivir en la ciudad. Pronto, para evitar los altos alquileres que exigían los vecinos, se reunieron en colleges, cosa que facilitó la gestión de los recursos.
Hoy las cosas son ciertamente diferentes. Debe hacerse una revisión de la política universitaria cuya reforma está pendiente. La financiación es escasa y está mal gestionada. Muchos problemas educativos y sociales desembocan en las aulas. Pero me imagino que las dificultades de los primeros que llegaron a Oxford no serían menores. Y sigue habiendo un ímpetu como el de los orígenes. La relación entre profesor y alumno genera el gusto por la razón cuando está tensa hacia la verdad, encuentra cauces para crecer en libertad, y se mantiene en el seno de una convivencia afectiva. Por eso nada impide que el corazón de la universidad lata y la aventura del conocimiento continúe.