Autocensura española
LA vuelta al trabajo en septiembre suele ir acompañada de comentarios y anécdotas del periodo estival. Creo que un ejercicio saludable en estos días sería retomar nuestra convivencia aprendiendo algunas lecciones que nos dejan los contados, pero notables, acontecimientos de los meses de verano. En este caso me referiré solo a uno, sin duda alguna el más dramático: el accidente del tren de Santiago que, junto con el dolor de heridos y familiares, ha sacado a la luz un modus vivendi español que debería preocuparnos.
Una de las cosas que más me entristecen cuando las tragedias llaman a nuestra puerta es ver el dolor de los españoles: un dolor huérfano de sentido. A esta orfandad ha colaborado un hábito que es especialmente nuestro, pues no se verifica en similares circunstancias en otros países europeos, tanto menos en otros continentes. Un hábito que ha crecido en los últimos decenios: la autocensura (no creo que se trate, salvo en contados casos, de una censura programada) que nos imponemos en el espacio público. Hay cosas de las que no se puede hablar en la plaza pública. Y hay cosas que un representante público no puede decir. Entre ellas están todas las referentes al significado de la vida, ya sean tanto las preguntas esenciales de todo ser humano (y en el dolor se plantean un buen número de ellas) como las respuestas que se han propuesto a las mismas.
Por una especie de ley no escrita nos imponemos un límite en las relaciones públicas: podemos hablar de lo que es común a todos, de lo que es «natural», siempre y cuando lo natural no llegue a una pregunta religiosa, terriblemente embarazosa en una conversación que se salga del ámbito de lo privado. Las imágenes de los cuerpos esparcidos por las vías, el dolor de sus familiares, nos llevan, con naturalidad, a hablar de dolor, de tristeza, de patologías postraumáticas y, como respuesta, de afecto y solidaridad. ¿Es esto suficiente para los familiares que han perdido a sus seres queridos? A todas luces, no. Tal vez alguno diría: «Otra cosa es imposible, la muerte no tiene solución». Pero la larga sombra del apóstol Santiago que desde su catedral divisa los restos del tren siniestrado se rebela ante una afirmación como esa. Históricamente hasta nuestro país ha llegado el anuncio inaudito de un hombre que ha resucitado de entre los muertos, rompiendo las ataduras de la muerte.
Digámoslo bien alto: esto no es algo «común» a todos, no es algo natural (podría serlo el temor a la muerte o la rebelión a morir). Es algo histórico. Se llama acontecimiento cristiano. Una propuesta de sentido que en pocos siglos conquistó a la población europea, liberándola del temor a la muerte y del mundo de los ídolos.
En su reciente Encíclica Lumen fidei, el Papa Francisco, a cuatro manos con Benedicto XVI, ha definido la fe como una luz que ha traído Jesucristo para iluminar un mundo en sombras de muerte. Desgraciadamente, dice la misma Encíclica, «el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande».
Nuestro país, por encima de cualquier ideología, está necesitado de la presencia pública (como pública fue la presencia de los primeros cristianos) de esta luz grande libremente ofrecida a la humanidad de cada uno. El rostro desencajado de los familiares de las víctimas nos lo reclama.
Necesitamos alumbrar una nueva etapa en la convivencia entre los españoles en la que se dé una comunicación sincera (sin censuras), de experiencia a experiencia. Tanto dolor (y no me refiero sólo al de los accidentes, sino al de la vida cotidiana) lo pide a gritos. Una nueva etapa en la que se dé una real comunicación de nuestras necesidades, dolores, dramas y preguntas, a la vez que una leal apertura a toda propuesta (¡siempre «histórica»!) de sentido que tenga la caridad de salir al encuentro de nuestro desconcierto. ¿Tenemos miedo de la capacidad de verificación de cada persona?
Una convivencia que no quiera seguir dejando huérfanos a los que sufren exige que el espacio público no se entienda como «lugar neutral», vaciado de propuestas y lleno de palabras huecas, sino como espacio de comunicación querido y favorecido de experiencias y propuestas.
La ideología ha hecho mucho daño en nuestro país. No sólo las variadas ideologías de izquierdas y derechas. También ciertas experiencias «religiosas» que se han vivido y propuesto (o impuesto) como ideología. Es necesario inaugurar una nueva etapa de simpatía mutua entre la humanidad necesitada de cada uno de nosotros (que nos asalta en cada recodo del camino) y el cristianismo. El dolor de los familiares nos lo pide. Quien tenga algo interesante que proponer que levante la mano y dé un paso. En la plaza pública. Porque el dolor ha sido público.