Aquel día en una acera de Milán
Si no me equivoco, fue en 1996. Entonces yo trabajaba como cronista en el Corriere della Sera y escribía también sobre asuntos eclesiales. Alberto Savorana, director de la revista de Comunión y Liberación, Tracce, me organizó un encuentro con Giussani. Savorana vino a recogerme en coche al Corriere y me llevó a su residencia junto a la plaza Corvetto, en Milán, donde don Giussani pasaba parte de su tiempo. Dejo al lector imaginar el estupor del que suscribe cuando, estando ya cerca de la residencia, vi a aquel anciano sacerdote, un poco encorvado, esperándome a la entrada, en la acera. No sé cuánto tiempo llevaría allí. Pero allí estaba, en la calle, esperando a un periodista cualquiera. Me recibió así, con su voz ronca: «Es un gran honor recibirle, un gran honor. Un periodista del Corriere della Sera que viene a verme aquí, a mi casa. Es un privilegio». Apenas conseguí balbucir «¡Pero qué dice! El honor es mío, es más, estoy emocionado…». El suyo no era un ademán afectado. El que haya conocido a don Giussani sabe que una de sus principales características era precisamente esta: cualquiera a quien tuviera delante era para él, en aquel momento, la persona más importante del mundo. Cualquiera. Cualquier persona era para él algo que debía tratarse como único e irrepetible, era la ocasión de un encuentro destinado a ser para siempre. Cuando se encontraba con alguien nunca hablaba de sí mismo. Te hacía hablar de ti, te escuchaba, atendía a tus problemas. Durante todo el tiempo del encuentro lo único que contaba para él eras tú. Incluso más tarde, cuando nos sentamos a comer, tuve la misma impresión. Junto a otra: para don Giussani Jesucristo siempre estaba allí, siempre presente. En un momento dado me dijo: «El cristianismo es verdadero porque corresponde a todas las necesidades del hombre; la necesidad de justicia, de amor, de perdón y belleza, de infinito». Intenté replicar, exteriorizando mis dudas de pobre creyente inseguro: «Perdone, pero con esas mismas palabras se podría argumentar también la principal objeción al cristianismo. Se podría decir: como el hombre tiene exigencia de justicia, de amor y de perdón, de belleza e infinito, se inventa un Dios que corresponda a todos estos deseos. Es decir, Jesucristo podría ser una invención del hombre para aplacar sus angustias, en primer lugar la que le produce la muerte». Entonces cambió su tono, vi al sacerdote casi vehemente del que algunos me habían hablado. Apretó el puño y luego comenzó a agitarlo, se inflamó, levantó un dedo y fijándome me dijo: «Pues, entonces ¡contésteme a esta pregunta! Si el cristianismo es ilusión y el ateismo realidad, ¿cómo es posible que el que sigue una ilusión esté sereno y sea capaz de afrontar la vida in cualquier circunstancia, incluso en el sufrimiento, mientras que el que está en la realidad esté angustiado y acabe siempre perdido? ¿Cómo es posible que el que sigue una ilusión resuelva el problema de la vida y el que está en la verdad no lo consiga? ¿Le parece esto razonable? ¿Le parece razonable que con una “llave” equivocada se pueda abrir una puerta y que con la verdadera no se consiga? Que el cristianismo es verdadero lo demuestra la experiencia: el que sigue a Cristo responde a todos sus problemas; el que lo rechaza puede engañarse durante mucho tiempo creyendo que es feliz, pero en realidad lo único que hace es demorar sus preguntas más profundas, y al final se pierde». Esta referencia continua a la racionabilidad de la fe cristiana, junto a un reclamo insistente a la realidad, ha sido uno de los puntales de Giussani. Le gustaba citar una poesía de Montale, Quizás una mañana..., en la que el gran poeta imagina que por unos instantes se da cuenta de que todo lo que le rodea –árboles, casas, colinas– son tan solo una ilusión y que el mundo entero es un engaño; no existe más que la nada. Una visión desesperada, que comparte la mayoría de la cultura actual. «Extraordinaria poesía –comentaba don Giussani–: refleja la angustia del hombre de hoy. Impresionante, pero tiene un defecto: lo que dice no corresponde a la realidad, porque los árboles, las casas y las colinas existen, y nosotros existimos. Negarlo puede ser poesía, pero no tiene nada que ver con la realidad». Otro motivo por el que –en tiempo de gran secularización– Giussani ha atraído a tantos jóvenes a la Iglesia es que ha insistido en un concepto tan simple como olvidado: que el cristianismo no es una doctrina, ni siquiera es una religión creada por el hombre, sino el anuncio de un hecho. En un determinado momento de la historia, un hombre dijo ser Dios. Esta es la definición del cristianismo –afirmaba– en la que incluso un no creyente puede reconocerse: un hombre que dijo ser Dios, y los que creen en él dan origen al acontecimiento que llamamos Iglesia. Esta concreción, este reclamo a algo que se ve y se toca, es lo que ha fascinado a tantos jóvenes de todo el mundo, porque uno se enamora de una persona de carne y hueso, no de una imagen o de una idea.