Amor, dinámica del Ser. Amistad, fruto extremo del amor
Palabra entre nosotros Apuntes de la lección introductoria de Luigi Giussani a los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación
Rimini, 3 de mayo de 1996
Esta mañana, leyendo el Corriere della Sera (como raramente me ocurre y, por ello, traicionando la indicación que mi querido Rector de la Facultad Teológica de Venegono me dio como consejo cuando canté misa: leer todos los días el periódico), percibía la riqueza de nombres, sea cuantitativa —conocidos o no—, sea cualitativa en cuanto a las personas citadas, y de repente me pareció que el común denominador de todas estas personas citadas era éste: cada uno de ellos —más o menos seriamente— identificaba con un particular fijado por él, o bien por las circunstancias de trabajo, el problema que su vida debe afrontar y servir, un particular, por tanto, escogido entre otros, o bien señalado por las necesidades de su trabajo, sean del tipo que sean.
Si el denominador común era uno sólo —es decir, que el problema de la vida se reduce a un particular seleccionado entre toda la riqueza de los factores que componen el misterio del mundo o del juego del mundo—, de ello nacía una confusión de Babel, una gran torre de Babel. Se podía comenzar a comparar la respuesta de uno con la del otro... ¡una gran confusión como la torre de Babel!
Y después era como si cada uno de ellos —habiendo dicho lo que tenía que decir, identificado el punto del que quería responsabilizarse, explicado lo que tenía que decir para cumplir con su sentido de responsabilidad— se marchase por su camino, más solitario que en compañía.
No sé detallarlo mejor ni me conviene hacerlo ahora; a lo largo del año volveremos a hablar de esta soledad melancólica y presuntuosa, cínica y desesperada, o pretenciosa de resultados que, después, la historia nunca lleva a cabo.
Y pensaba en cómo Dante habla de lo Divino —tal y como a nosotros se nos ha concedido oír, meditar, de modo que nos resulta casi imposible sustraemos del todo al atractivo de esta claridad— cuando, introduciendo al Misterio, habla de «luz intelectual, llena de amor, amor del verdadero bien, lleno de alegría, alegría que trasciende toda dulzura»1.
Hablo precisamente de «claridad». Las palabras de la tierra, del presente, del pasado, del futuro, como sentimiento, se leen a la luz del sol. Entonces, ¿cuál es la diferencia entre nosotros que decimos: «creemos», participando así con mayor o menor intensidad y fidelidad — pero participando— de lo que dice Dante, aprobándolo, y todos los que llevan una vida conforme a lo que escriben en II Corriere della Sera y que hoy enumeraba (diez, veinte, treinta, cuarenta...)?
Quizás una palabra lo dice todo: es necesaria una sencillez para percibir en toda su capacidad de sugerencia la palabra de Dante; hace falta una sencillez, una sencillez de niños. Es lo que Jesús dice en el Evangelio: «Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos y las has escondido a aquéllos que creen saber. Si, Padre, así te ha parecido mejor»1.
Me viene a la mente un fragmento de la liturgia ambrosiana: In simpiicitate coráis mei laetus obtuli universa («en la sencillez de mi corazón con alegría Te he dado todo, he reconocido que soy todo Tuyo»); o bien otra frase de la misma liturgia: Notam faciam gloriam nominis mei in laetitia coráis eorum («Manifestaré Mi presencia por la alegría de su corazón»).
¡Qué inmensa sencillez puede defender la paz que estas frases producen ante cualquier acusación de presunción! De hecho, la alegría es precisamente un legado de Jesús: «Os he dicho todo esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea colmada». Es más, Jesús habla de alegría poco antes de sufrir la prisión y muerte.
En el gran discurso redactado enteramente por Juan, en los últimos capítulos, también habla de alegría. Y San Pablo se hace eco de la misma urgencia de alegría. La alegría sólo puede venir de una claridad, por algo que se muestra con claridad al corazón, algo a lo que el corazón puede acceder con humildad, reconociendo sus propios límites; y éstos no se convierten en objeción al pensar, al ver, al sentir y al realizar obras que, sin esta compañía que proviene de Cristo, sería imposible encontrar: la nuestra es una obra que supera las manos de quien la realiza, las manos humanas que la llevan a cabo.
En efecto, el manifiesto de este año reclama al mismo tema, ya que en él aparece una palabra que abre el horizonte a comprender el misterio de nuestra relación con Dios: la esperanza. «La esperanza —dice el manifiesto— es una certeza respecto al futuro debida a una realidad presente». La certeza respecto al futuro sólo puede encontrar sus razones en algo que está presente, que se ve, se experimenta, se encuentra o se presiente en el presente.
Es algo presente que plantea la cuestión de la esperanza: la posibilidad del gozo y de la alegría se da sólo en la esperanza. Por ello, «es la presencia de Cristo, que la memoria nos da a conocer, la que nos hace ciertos respecto al futuro»; es la presencia de Cristo la que puede tener un nexo ineludible con el futuro, que nos da certeza respecto al futuro.
Hoy mismo me han hecho llegar tres cartas que os leo. Estas cartas, entre otras, me han dejado todavía más pensativo sobre la imposibilidad que tiene el mundo, que tiene mi situación de hombre —cualquiera que sea—, de estar verdaderamente en paz o, más aún, alegre. La palabra «alegría» es una palabra sobrehumana, no existe en el vocabulario humano, en el léxico humano. Por ello, la complicación en los productos del pensamiento y en la actitud que los señores del Corriere della Sera mantienen en la sociedad, es oscura, equivoca, demasiadas veces evidentemente equivoca y, en última instancia, inútil.
La primera carta nos llega del corazón de Siberia, de Novosibirsk, donde el párroco es un conocido amigo nuestro: Don Pezzi. «Querido Don Giussani: Este tiempo me parece lleno de una dramaticidad nueva, de un nuevo aspecto de dramaticidad: el de darme cuenta de cómo corre por mis venas la humanidad de Cristo. ¿Qué dominaba a Cristo, a la humanidad de Cristo? La gloría del Padre en Él, en el Hijo, que el Padre fuera conocido, amado. Pero, ¿qué domina mi humanidad? La finalidad, la finalidad que siento como propia de la vida, de mi tiempo y del tiempo del mundo, es decir, la gloria de Cristo. Esto es más verdadero que la mezquindad de mis traiciones, que se mantiene. ¿Cómo sucedía esto en la conciencia del hombre Cristo? Se producía como relación con el Padre, como conciencia de ser el enviado del Padre. Pero, ¿cómo puede ocurrir para mí? Puede ocurrir por la conciencia de una relación generativa real, concreta, objetiva, no decidida por mí: la relación que tengo con Don Massimo y la Fraternidad en la que Dios me ha puesto, relación que me abre y me acerca a ti, al carisma, y de este modo me abre al horizonte de la Iglesia entera y a Cristo. En estos días rezaré para que la gente que participa en los Ejercicios de la Fraternidad esté contenta (laeta: alegre), contenta de amar a Cristo, deseosa de impactarse con la realidad según esa finalidad que es Su gloria en la historia. Tuyo, por gracia del Señor, Don Pezzi».
He aquí la segunda carta. «Querido Don Giussani: He recibido hace unos días la carta de Feliciani en la que se me comunica la designación como responsable regional de la Fraternidad en mi región; y acepto gustoso dicha tarea. Deseo comunicarte, de todo lo que el corazón me sugiere, sólo dos cosas. Primero: estoy verdaderamente agradecido de haberte encontrado. Te estoy agradecido por haber suscitado en mí y en muchos amigos una fe tan viva y apasionante y porque eres signo evidente de la compañía de Dios en mi vida. No podía sucederme nada más hermoso, más verdadero en toda mi vida [¡más sencillo que esto imposible!]. Segundo: estoy agradecido por la responsabilidad a la que estoy llamado, porque en estos años responder se está convirtiendo lentamente en la modalidad misma de mi vocación, en la familia, en el trabajo, en el movimiento, en el mundo. Pido al Señor que te mantenga entre nosotros todavía mucho tiempo y que pueda seguirte humildemente para que, mirándote, ame cada vez más a Cristo. Un abrazo. Domenico».
La tercera es aún más sencilla. «Querido papá: Estoy contento de que prediques los Ejercicios Espirituales con Don Giussani en Rimini, y espero ir también yo cuando sea mayor como tú. Yendo a escuela todas las mañanas nos has hecho rezar el Gloria a San Pampuri. Verdaderamente, ¡eres un gran papá! Pietro» (De siete años).
El esfuerzo que ha supuesto el venir aquí —que para muchos es grandísimo, pero para todos es grande—, la fatiga que hemos aceptado, son para que nuestro trabajo dé fruto en nosotros, por aquellos que están cerca de nosotros y por toda la Iglesia, por nuestra pobre patria y por el mundo, tan pobre. Donde no está Cristo hay una pobreza que se ve claramente, una pobreza que toca las raíces del yo humano: la inteligencia y el afecto.
Pidamos a Dios, al comienzo de estos días, que cada uno de nosotros tenga el espíritu de estos tres amigos (un sacerdote, un responsable de la Fraternidad y un niño de siete años), y nos conceda la fe en Jesús y una esperanza viva respecto a nuestro futuro, porque es esta esperanza la que nos permite actuar hoy: el futuro parte del hoy, pero ante todo retoma al hoy, haciéndolo denso y fascinante. Esperar... acordaos de lo que decía nuestro Péguy: «Para esperar es necesario haber recibido una gran gracia». Si no existe este presente —la experiencia de un gran don—, no se puede esperar en un futuro: todos avanzan sin esperanza, sin esperanza real. Y la gran gracia que hemos recibido es que sabemos que Dios se ha hecho uno de nosotros y está con nosotros. Por eso —en pie— pidamos el don del Espíritu Santo.
Desciende Santo Espíritu
El tema de nuestros Ejercicios —es mi breve mensaje de esta tarde— no ha sido abordado nunca; explícitamente, como título, nunca ha sido puesto en la primera página (quién sabe por qué). Se trata de la palabra que Cristo ha traído al mundo como una realidad posible, que El vivió como entrega de la vida y como sacrificio mortal, que el Padre le pidió como condición para salvar a todos los hombres, para que Su piedad por el hombre se realizase en un perdón universal... y en algo más, como veremos. ¿Más que el perdón? Sí, algo que es más que el perdón: la palabra que usa el léxico cristiano es la palabra «misericordia». Mientras el perdón es una realidad que, casi matemáticamente, se puede incluso entender, uno intuye la posibilidad de acercarse a ella —si alguien se ha equivocado siete veces, pues siete castigos; siete penitencias, y todo en su sitio—; pero, ¡la misericordia no! Hay algo que excede. Existe una posibilidad de sobrepasar incluso esas razones adecuadas al perdón —al menos tal y como nos parece a nosotros—, hasta tal punto que nos parece que Dios comete una “injusticia” perdonando siempre.
El profesor Lobkowicz —una de las personalidades laicas más reconocidas, pero sobre todo más fascinantes por su fe y espíritu de sacrificio y por su esfuerzo por hacer reconocer a la Iglesia en el mundo intelectual y político en el que vive—, encontrando a un grupo de chavales nuestros en Eichstätt, ha dicho: «Viajando por el mundo, me he dado cuenta de que, entre todos los movimientos, vosotros sois los únicos para los que la amistad es una virtud». Virtud: la expresión de la vida del hombre en relación con su Destino.
La amistad es el tema de estos Ejercicios, abordado con una aproximación inicial, con un acercamiento que deberá convertirse en el punto de referencia, en el criterio de referencia para todas las Escuelas de Comunidad, para todas las reuniones de Escuela de Comunidad, para todas las reuniones de la Fraternidad, para todas las comunidades, para todas las discusiones, porque la amistad expresa de forma suprema la grandeza del hombre: la imitación de Dios que es el hombre, a la que está llamado el hombre.
La naturaleza del ser, la naturaleza de lo que existe, de todo lo que es real, viene de Dios, hasta la última y más pequeña forma de vida. La naturaleza del Ser, tal como nos la presenta el Nuevo Testamento, la revelación de Jesús, el Misterio que hace todas las cosas tal como se nos ha revelado a través del Hijo de Dios hecho hombre, a través de Jesús, la naturaleza del Ser es amor: Deus caritas est.
Si la naturaleza del Ser es amor, entonces en el hombre, que es la criatura hecha a Su imagen y semejanza, la virtud suprema será esta misma caritas, este amor.
«En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros». En este sentido, justamente, nuestro gran trovador cristiano emblema del siglo XIII, Jacopone da Todi, decía aquella famosa frase: Amor, amor, grita el mundo entero; Amore, amore, omne cosa conclama\ cada cosa habla de un «amor», puede gritar «amor», si pasa a través de la conciencia —inteligencia y afecto— del hombre. Y el hombre, cualquier hombre, puede gritar «amor, amor» a cualquier cosa que vea o toque, de la que se sirva, que respete y conozca.
Pero “amistad”, ¿qué aporta a la palabra amor? ¿En qué sentido se puede distinguir del amor? En el sentido de que la amistad es un amor mutuo. Un amor reciproco: sin reciprocidad no hay amistad.
Pero, entonces, ¿es un cálculo? Ante todo “no puede” ser un cálculo esta abolición de la extrañeza entre un hombre y otro hombre, cualquiera que sea el otro. ¡Cualquiera que sea el otro! No sólo tu hijo, no sólo tu madre, sino el hombre que pasa por la calle y viene de quién sabe dónde.
Se borra la extrañeza: estoy hablando del milagro humanamente más fascinante y persuasivo del hecho cristiano, de la Iglesia de Dios, para quien la vive, para quien busca vivirla, para quien pide al Espíritu el don de vivirla.
La abolición de la extrañeza no es un cálculo, precisamente porque es caridad, es decir, expresión de la naturaleza de Dios. La caridad coincide con el expresarse de Dios. La actividad de Dios está gobernada total y exhaustivamente por esta palabra usada con tanta radicalidad, “caridad”, y en su significado inmediato “amor: un amor sin ningún tipo de cálculo. Sin ningún tipo de cálculo, sin ninguna contrapartida: puro, amor puro, gratuidad. Justo por esto se llama caritas: charis es una palabra griega que quiere decir gratuidad, indica una gratuidad total, absoluta, sin cálculo alguno, puro amor.
Y esto marca una diferencia tremenda en el concepto de amistad, si la amistad debe ser un darse recíproco, un amor totalmente gratuito y mutuo. Se puede entrever esto en determinados instantes supremos de la relación entre un padre y un hijo, entre un hombre y una mujer de la que estuviese enamorado, o en un ímpetu de generosidad hacia el propio hermano, en circunstancias absolutamente excepcionales. Pero, normalmente, el amor tiene un retomo: como sugerencia, como ayuda... no sé, cada uno puede reflexionar sobre sí mismo. Para aclarar bien lo que quiero decir no logro encontrar una expresión mejor que la contenida en las poesías de Ada Negri, precisamente en esa poesía titulada Mi juventud que empieza así: «No te he perdido. Has permanecido en el fondo/ del ser. Eres tú, pero otra eres:/ sin fronda ni flor, sin la risa luminosa/ que tenías en el tiempo que no vuelve,/ sin aquel canto. Otra eres, más bella (esto lo escribe a los setenta años!)./ Amas, y no esperas ser amada: a cada/ flor que se abre o fruto que madura^ o niño que nace, al Dios de los campos/ y las estirpes das gracias en tu corazón». Desde que tenía veinte años —y leí esta poesía por primera vez— hasta ahora, no me da ninguna vergüenza leerla y releerla, percibiendo netamente en ella un mensaje tan puro como el mensaje de Cristo. Amas la flor no porque la arrancas y la hueles, sino porque existe (el Ser, el Misterio del Ser, del que participa la flor), amas el fruto no porque lo muerdes, sino porque existe. Y, sobre todo, la otra comparación tan clara y convincente: amas al niño no porque es tuyo, sino porque es. Por tanto, sin contrapartida, sin cálculo, sin ni siquiera el más mínimo gusto previamente calculado, de ver a un hermoso niño de cabellos rizados.
Pero no es solamente esta ausencia de retomo, esta abolición de cualquier contrapartida: es que en el niño que se ama porque existe — ¡porque es!—, como en el fruto, en la flor y en cada cosa que se ama porque existe, se asoma el Misterio. Y, de hecho la madre dice: «¿Qué será de este niño?», y de todo el hombre dice: «¿De qué está hecha esta realidad tan precisa y tan huidiza justamente en su razón última?». Porque no se hace a sí misma; no hay ninguna flor que se haga a si misma, no hay ningún árbol que se haga a sí mismo, no hay ninguna criatura que se haga a sí misma y no hay ningún hombre que se haga a si mismo. El Misterio que está detrás de todo es como la perspectiva inexorable de todo lo que se ve.
De esto se deriva un corolario muy grande para nuestra vida moral. La semana pasada, en la reunión del Consejo de Presidencia de CL, nos preguntábamos: «¿Podemos recuperar las características de nuestro método, del método implícito en nuestro carisma?». Respondí que la primera implicación metodológica de nuestro carisma está en haber aprendido que el acercamiento a cualquier cosa —y aún más a cualquier persona— debe partir de una hipótesis positiva.
Que Dios sea amor, que la naturaleza de Dios sea amor, quiere decir que la finalidad de todo lo que existe es absolutamente positiva, ¡absolutamente positiva!
En el funeral de un hombre que realizó muchas obras de caridad, y que murió trágicamente, durante la Misa, viendo a la mujer y a los hijos, les dije: «¡Cuánto bien ha hecho este hombre! ¡Y es cierto que Dios no puede reducir a cero, no puede borrar, ni siquiera una sola obra buena (¡ni una sola!) hecha por el hombre! Porque si la naturaleza del Ser es amor, esa única acción puede defender vidas enteras».
Éste es el extraño interrogante que la palabra misericordia introduce en el ámbito de la palabra perdón, como una respuesta que a nosotros nos parece “irracional, injusta o irracional, porque no tiene —a nuestro entender— razones suficientes, no puede tener razones suficientes. ¡Y, sin embargo, el Misterio supera esto, desborda el perdón! De qué modo, no lo sé. Quizá os resulte útil esta cita del libro que hemos publicado en la editorial Rizzoli, Cristina hija de Lavrans. He visto que, hasta ahora, nadie ha comprendido el hilo secreto que recorre el libro, que es éste: «El último pensamiento claro que tuvo (es un pasaje que está en las últimas páginas del libro, cuando Cristina está a punto de morir) fue que moriría antes de que aquellos signos [los signos marcados misteriosamente por Dios sobre su mano] hubieran desaparecido, lo cual le produjo un gran placer. Era un milagro, algo incomprensible, pero cierto: Dios, ella lo sabía, había establecido un vínculo con ella, había estrechado un pacto de amor con el que la ligaba a sí para la eternidad, independientemente de su voluntad (a esto he llamado antes «apariencia irracional o incluso injusta»), de sus pensamientos terrenales. Este amor había existido siempre en ella (es el sí de San Pedro), había actuado como el sol sobre la tierra que al final da sus frutos. Estos frutos nadie habría podido destruirlos, ni el fuego de los deseos camales, ni el orgullo, ni la ira ciega. Había sido sierva de Dios, aunque rebelde, terca, infiel de corazón, con una falsa oración en los labios; una sierva torpe, resentida ante la fatiga, indecisa, pero Dios había querido mantenerla igualmente a su servicio».
El año pasado leímos en el libro de la Biblia dedicado a la Sabiduría, aquel inicio famoso: «Dios no ha creado la muerte y no se recrea en la mina de los vivientes. Porque Él ha creado todo para la existencia, las criaturas del mundo son saludables, en ellas no hay veneno de muerte, ni los infiernos reinan sobre la Tierra, porque la justicia de Dios es inmortal. Pero el hombre busca la muerte».
Una positividad total frente a la vida debe guiar el ánimo del cristiano —cualquier condición que atraviese, cualquier remordimiento que tenga, cualquier injusticia que sienta como peso sobre él, cualquier oscuridad que le circunde, cualquier enemistad o muerte que le asalte—, porque Dios, que ha creado todos los seres, todo lo hace para el bien. Dios es la hipótesis positiva para todo lo que el hombre vive, incluso si esta positividad parece vencida, a veces, por las tempestades de la vida, y casi parece dejar lugar a una capacidad de hostilidad que el hombre tiene, una capacidad de odio contra la fidelidad de Dios. Hace unos días hemos leído en el breviario, en el capítulo 66 de Isaías: «Festejad a Jerusalén [que es la comunidad de la Iglesia], gozad con ella, todos los que la amáis. Alegraos con su alegría los que por ella llevasteis luto. Así mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz; como un torrente en crecida, la riqueza de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas, y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como hierba fresca [vuestros huesos de muerto florecerán como hierba fresca]»". Y el salmo 77 que hemos leído hoy dice: «Y, con todo, volvieron a pecar, y no dieron fe a sus milagros: entonces consumió sus días en un soplo, sus años en un momento; y, cuando los hacía morir, lo buscaban, y madrugaban para volverse hacia Dios; se acordaban de que Dios era su roca, el Dios Altísimo su redentor. Lo adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían, su corazón no era sincero con Él, ni eran fieles a su alianza.
Él, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su furor; acordándose de que eran de carne, un aliento fugaz que no retorna».
Uno de los mayores pecados, por tanto, que puede cometer el hombre —pecado siempre diabólico (lo diabólico puede penetrar en nosotros volviendo con énfasis tras el pecado original) sea cual sea el motivo por el que el hombre caiga en él... por sus pecados, por la imposibilidad de hacer el bien que desea, por la imposibilidad de reparar las brechas hechas por el tiempo y las circunstancias en los muros de sus construcciones—, es perder la confianza en Dios. Dios, que es misericordia, lo vence todo.
Pero, ciertamente, no hay que olvidar lo esencial: por muchos pecados que hubiese cometido, Cristina dijo que sí, Dios la había elegido y ella había respondido: «Yo acepto, he querido aceptarte».
Para vivir el amor, al cristiano no le hace falta hacer sumas y cálculos de virtud y de perfección: debe —no obstante lo que él es— aceptar el designio de Otro, debe estar disponible al querer de Dios. Ésta es su vocación, como me decía en una nota una amiga nuestra: «Querido abad —me llama “su abad”—, hoy he descubierto una cosa: la vocación es la estrella que brilla en la noche oscura de las circunstancias».
Es necesario que pasemos a una segunda observación. El amor salva al hombre haciéndole participar, en la misericordia, de la misma naturaleza de Dios; pero la vida del hombre es tan breve, es como un soplo: «Ellos son de carne, un aliento fugaz que no retorna». Así, cada uno de nosotros, cuando está “presionado” por la evidencia imponente de su poquedad, ¿qué hace? ¿Qué hago en la vida? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ser útil? ¿Para quién soy verdaderamente útil? Y así todos dudamos incluso de los gestos más buenos.
Y, sin embargo, ¡es lo contrario! Si Dios hace todas las cosas para el bien —siendo amor su propia naturaleza—, cada Ínstame que el hombre vive es grandísimo, es relación con el Infinito, es infinito, como la muerte de Cristo en la cruz; cada instante es relación con el Infinito, como el instante de la madre que da a luz, como el instante de la mujer que lava los platos, como el instante del hombre que va a su trabajo todos los días, por la mañana, a las ocho o a las ocho y media.
Si no se vive la fe en el Dios bueno que ha hecho todas las cosas, en el Dios amoroso que lo ha creado todo, entonces todo se empequeñece. ¡Cuánto sufrimos a menudo, es más, cuántas veces somos tentados por esto cada día! «Todo se empequeñece» negativamente: no vale la pena, todo se pierde. Y por el contrario, en el misterio del amor, por la gran Presencia del misterio del amor, ¡todo es grande! «¡Mamá, para ti todo es grande!», oí que una niña decía a su madre mientras iban a misa en Tradate y yo pasaba veloz en bicicleta, los primeros meses de mi sacerdocio: «¡Mamá, para ti todo es grande!». Frené para asentir a la frase también yo, pero estaba ya demasiado lejos, lejos por la inercia de la velocidad de la bicicleta.
«Muerte, ¿dónde está tu victoria?» dice San Pablo. Y así San Francisco, que quiere morir sobre la tierra desnuda, ¿qué es? ¿Acaso es un gusano tirado por tierra? No. ¡¡Es San Francisco!! ¡El nombre por el que cielo y tierra arden de luz y de afecto!
En tercer lugar, cada hombre es objeto de la amistad. Cada hombre es objeto de la amistad, parte de la amistad de Dios que se revela en él. No sólo todo instante, sino todo hombre es digno de aquel amor en el que Dios nos ha hecho creándonos, ¡todo hombre! Todo hombre: no es posible acercarse a un hombre sin esta conciencia. Incluso por la mañana, cuando vas en el tranvía y el tranvía va lleno, y si tú eres cristiano has rezado las oraciones de la mañana, puedes pensar que toda esa gente que no conoces, no sólo no te es extraña, sino que comprendes que debes dar la vida por ellos, al igual que Cristo. «Señor, te ofrezco mi jomada y mi vida por esta gente». Pero, ¿qué quiere decir ofrecerla por ellos? ¿Para que tengan dinero? ¿Para que ganen la oposición? Si Dios quiere estas circunstancias, bienvenidas sean; pero, si Dios quiere. No las ha querido para mí, puede ser que no las quiera tampoco para ellos.
¡Es por su destino! Cuántas veces hemos tenido que reflexionar sobre esto: mirar a una persona a la que se dice amar sin pensar jamás en la perspectiva de su destino —en el destino del niño ante la mirada de su madre, en el destino de la chica cerca del chico que la ama, en el de cualquiera, decía antes—, no es amar. Miro a los que van en el tranvía, no conociendo a ninguno, y no puedo mirarlos sin decir: «Señor, ¿qué destino tendrán? ¡Haz que tengan el destino de la vida eterna contigo! Sálvales, Jesús, como me salvas a mí, como estoy seguro de que me salvas por tu misericordia, no por lo que soy».
Tácito, gran escritor de la historia de Roma, hablando de los judíos de su tiempo decía: «Ellos son incansablemente leales y se ayudan entre sí, pero son ferozmente extraños y hostiles hacia los demás»”. ¡Que esto no suceda también entre nosotros! ¡Porque no se dice sólo de los judíos, sino también se podría decir de cada uno de nosotros! Cuántas veces, cuántas personas hemos conocido y cuántas veces nos hemos acercado como si fuesen extraños y, sin embargo, su destino pertenecía al nuestro, porque el nuestro es idéntico al suyo, y amarles significa amar su destino.
He usado la palabra amistad, he vuelto a usar la palabra amistad: no puede haber amistad entre nosotros, no nos podemos llamar amigos, si no amamos el destino del otro por encima de todo, más allá de cualquier cálculo.
Y, sin embargo, constatamos estas rupturas de la unidad, estas extrañezas, esta división por grupos en la misma habitación, en la misma comunidad, en la misma parroquia, en el mismo movimiento, allí donde hay una preferencia suele estar bien atada a un placer, a una instrumentalización, a un cálculo.
Por eso no hemos osado jamás afrontar este tema, pero este año será el criterio con el que —decía antes— juzgarlo todo. ¡Señor, que no haya extrañeza entre nosotros!, sino que sea verdadero por encima de todo el amor, y, por tanto, la amistad entre nosotros, el recíproco deseo, que es augurio de que el destino bueno, es decir, Tú que eres el Destino final, conforte y confirme todas nuestras relaciones y las haga capaces de cualquier generosidad.
Este tema se desarrollará mañana en dos lecciones principales. Doy estas indicaciones porque, quien hará mañana las meditaciones será, por primera vez, un sacerdote del movimiento, pero no italiano, sino español: José Miguel García.
Yo había dicho que, si el movimiento es internacional, es necesario que los sacerdotes de cualquier nación o país puedan hablar a todo el mundo, porque los Ejercicios de la Fraternidad son las jomadas de retiro para todas las comunidades del mundo. «José Miguel García, por ejemplo...», dije medio en broma hace algunas semanas, y él, naturalmente, se puso colorado y se escudó. Al día siguiente me llegó una llamada de teléfono de Madrid, desde España: «Nos hemos reunido los responsables y estamos disponibles a lo que el Centro del movimiento internacional decida: todos estamos disponibles».
De esta forma, mañana José Miguel García dará las dos meditaciones: la primera, por la mañana, lleva por titulo «La amistad como método de la relación entre Dios y el hombre, entre Dios y la criatura» y, por la tarde, la segunda: «La amistad como fuente de la verdadera moralidad». Límpido y claro, tendrá un único inconveniente: no hablará en su propia lengua. No es como yo, que he ido treinta veces a España y todas las veces, antes de empezar a hablar, decía: «Pido disculpas por no hablar en español». En cambio, Él viene y habla en italiano, por lo cual tendremos que estar más atentos que de costumbre, y más agradecidos por la generosidad con la que nos sirve.
Lo que José Miguel García nos dirá mañana deberá convertirse en el punto clave respecto del tema de la Escuela de Comunidad de este año, El rostro del hombre. Porque el origen del rostro humano es Dios, y, por tanto, la relación de Dios con nosotros, y la grandeza del rostro del hombre, el esplendor del rostro humano, está en la respuesta positiva a Dios, en la moralidad perseguida, deseada y suplicada. De tal modo que podamos comprender el verdadero sentido del refrán que nos decían de niños: «Tra il dire e il fare c’e di mezzo il mare» (ndt. «Del dicho al hecho hay un gran trecho»). Veremos que, con seriedad, deberíamos cambiar la palabra “mare” por aquel mar inmenso de abandono y de nobleza de corazón, de generosidad y de confianza, que se llama “petición”. Descubriremos que pedir es el inicio de la verdadera moralidad. Aquí reside el secreto por el que la misericordia puede perdonar incluso sin que pa-rezca respetar nuestras razones o nuestra justicia. El hombre que pide, aunque estuviese destruido por su propio mal, el hombre que pide es verdaderamente hijo de Dios. «Entre el decir y el hacer está en medio el pedir». Así he aludido a algo grande, a lo que nos acercaremos mañana, es decir, al misterio de la bondad de Dios. Y también nos acercaremos a ello durante las meditaciones de la Escuela de Comunidad a lo largo de todo este año.