Amaba a Dios, pero sin retórica
El cálido abrazo lleno de dolor y de alegría que ha acompañado la muerte y la celebración del funeral en el Duomo de este gran sacerdote de la Brianza, de este conquistador de las almas y mayéuta de las conciencias durante un par de generaciones se explica con un concepto muy simple: Giussani consagró de nuevo la sustancia de la narración cristiana, desacralizándola en la forma, quitándole el aura hierática y ritual, distante y etérea, fijada en el frío de la Iglesia institucional, y restituyó al Evangelio su impacto radical, exigente, entusiasta, vital y directo sobre la persona libre de la época contemporánea. (...) Muchos han predicado y enseñado denunciando la crisis del cristianismo y la “crisis católica” analizándolas en sus pormenores más sutiles con una retórica literaria infinita que atraviesa todo el siglo XX. Pero Giussani tenía un rasgo de extrema libertad, que incluso llegaba al azar, y de amor por la experiencia histórica y política, de manera que sus chicos y la clase dirigente que con el tiempo se formó con él se abandonaron al mundo, a la poesía, a la música, a la literatura, al capitalismo popular de los negocios que le agradan a Dios y que se llaman obras, hasta manejarse con la lógica de la política y de las alianzas, hasta rozar la batalla de poder dentro de la misma Iglesia, con un deleite casi místico y siempre con una límpida devoción que es fácil tratar con altivez, pero que en realidad es una sólida fe nutrida por una cultura sólida. Y supuso en cierto sentido la salida de la retórica de la crisis. Ahora lo celebran todos con palabras de encomio y comprensión, porque todos sabían en privado que Giussani era el origen de un verdadero fenómeno social y cultural, además de un hombre de gran fe y experiencia religiosa, pero durante su vida fue un deber público olvidar, deformar o atacar su presencia molesta. Comunión y Liberación creció como criatura de Giussani sobre la apuesta del testimonio visible de la fe y de la cultura cristianas. Tuvo sus integrismos y sus cerrazones, cometió sus errores y hoy tiene el aspecto consolidado que se detiene a pensar en armonía doliente con el final del reinado de Juan Pablo II. Pero su valor para los laicos reside en su resistencia, en su perseverancia y en su obstinación no altanera, humilde en el fervor y soberbia en la enculturación de la fe, segura de sí porque está directamente relacionada con el hecho, no la idea, de la encarnación de Dios en su Hijo muerto y resucitado. Sin el espectáculo del “credo”, puesto en escena de nuevo por un cura lleno de carisma, las aventuras de la razón no valdrían el precio de la entrada.