Navidad, para olvidar la nada

Desde un pensamiento de Gramsci a las verdades de la Iglesia católica: la gran alternativa es la que se da entre ideología y tradición

(La Repubblica, 27/12/1997)
Luigi Giussani

Querido director: leyendo una vez a Gramsci, descubrí este pensamiento suyo: «Se puede juzgar un periodo histórico por su misma manera de considerar el periodo que le precedió. Una generación que minusvalora a la generación anterior, que no alcanza a percibir su valor y su necesario significado, sólo puede ser una generación mezquina y sin confianza en si misma... La infravaloración del pasado lleva implícita una justificación de la nulidad del presente» (A. Gramsci, Cuadernos, XXVIII).
Parece un canon de la Iglesia católica. Gramsci dice la verdad. La gran alternativa que se plantea en la vida de un hombre o de un pueblo es, en efecto, la que hay entre ideología y tradición.
La ideología nace en cada momento como una novedad que se impone prescindiendo del pasado (y esto necesariamente se convierte en posibilidad de ponerse en contra del pasado). La tradición, en cambio, saca certeza para el presente y esperanza para el futuro precisamente de la herencia del pasado. El que pretende destruir el pasado para afirmarse presuntuosamente a sí mismo, no estima al hombre ni a la razón humana. Porque, en efecto, semejante reducción del presente termina con éste en nada (nihilismo), al ceder el hombre a la tentación de creer que la realidad no existe.
Y esto es como un veneno que el padre de la mentira inocula en las venas del hombre: una voluntad de negar la evidencia de que algo hay.
Ahora bien, desde el pasado, precisamente, nos llega una noticia: que el Misterio, eso que los diversos pueblos llaman “Dios”, ha querido comunicarse a todos los hombres haciéndose hombre, entrando en un particular concreto de la realidad. La realización inicial de este método con el que se manifiesta el Misterio comunicándose en la vida se llama “Navidad”: la encarnación de Jesús de Nazaret es la respuesta a la espera de cada corazón humano en todos los tiempos, una espera que tuvo su primera y más digna intuición en el genio hebreo.
Jesús no podía vivir su humanidad concreta más que en una casa donde hubiera un padre y una madre, una cama, mesas y sillas: la casa de Nazaret, una presencia íntegramente humana en la que está Dios —éste es el origen de la "pretensión” cristiana—, y que la Biblia llama “morada” o “casa de Dios”. Pues bien, nosotros sabemos cuánto buscan los hombres de nuestro tiempo, aún inconscientemente, un lugar en el que reposar y vivir unas relaciones en paz, es decir, a salvo de la mentira, de la violencia y de la nada en lo que todo lo que existe tendería a terminar. La Navidad es la buena noticia de que este lugar existe, y no en el cielo de los sueños, sino en la tierra de una realidad carnal.
Negar la “posibilidad” de que esto sea cierto en nombre de un prejuicio no es de hombres razonables. Porque si la razón puede entrever la posibilidad de que el esfuerzo infinito de vivir tenga significado —y a cualquiera esto le ha resultado evidente al menos en algún momento de su vida—, ¿qué es más digno para el hombre: buscar este significado o re-nunciar a ello, prefiriendo aquello que Pasternak llamaba «la estéril armonía de lo previsible», es decir, una vida en último instante aburrida?
Hay un verso de Rainer María Rilke del que parto a menudo para meditar sobre mi: «Y todo conspira para callar de nosotros / un poco como se calla / una vergüenza, quizás un poco como se acalla / una esperanza inefable». Si el hombre se mira a sí mismo siente vergüenza y aburrimiento, vergüenza hasta el aburrimiento, y, sin embargo, no puede negar la evidencia del impulso irreductible que constituye su corazón como una tensión hacia la plenitud, la perfección, la satisfacción.
Yo creo que Dios se ha movido justamente para dar respuesta a esta percepción realista que puede tener el hombre —a mi parecer la única percepción realista que puede tener el hombre de sí mismo si se mira y se piensa con atención y ternura maternal—, para responder al hombre que tiene vergüenza o aburrimiento de sí mismo. Dios se ha “movido” por este yo humano que encuentra dentro de sí, por una parte, límites con los que es connivente, y, por otra, ese grito que hay en su corazón, esta espera que hay en su alma, para liberarlo del hartazgo de sí mismo y del peso del límite con el que se topa en todo lo que hace.
Por eso digo a menudo que el cristianismo arranca con pesimismo acerca del hombre —por algo habla del pecado original como del primer misterio sin el cual no se explican en absoluto las contradicciones en las que cae inexorablemente el hombre—, pero termina con un optimismo profundo y comprometedor, ya que Dios ha tomado la realidad de un verdadero hombre, concebido en el vientre de una mujer, desarrollándose como un recién nacido, un niño, un adolescente, un joven hasta convertirse en centro de atención de la vida social del pueblo judío, arrastrando tras de sí a la gente y sufriendo que se pusiera contra él por la actitud de quienes tenían en sus manos el poder, hasta ser crucificado y matado.
Y hasta resurgir de la muerte, por piedad profunda, de padre, hacia la situación desesperante del hombre. O por “gracia” del Misterio omnipotente.