«Mujer, ¡no llores!»

Apuntes de la intervención al final los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Rímini. 5 de mayo de 2002;
en Huellas, mayo 2002, pp. 29-32
Luigi Giussani

Movidos por una piedad profunda para con todo el dolor de nuestros hermanos los hombres

Aquella tarde Jesús fue interrumpido... Tuvo que detener su camino hacia el pueblo adonde se dirigía, porque se oía un llanto hondo de mujer, con un grito de dolor que traspasaba el corazón de los presentes, pero que primero traspasó el suyo, que llegó al corazón de Cristo.
«Mujer, ¡no llores!». Nunca la había visto, no la conocía.
«Mujer, ¡no llores!». ¿En qué podía encontrar apoyo esa mujer que oía lo que Jesús le decía?
Cuando volvemos a casa, mientras subimos al autobús o al tren, cuando nos fijamos en el atasco de los coches por la calle o reparamos en el torbellino de cosas que interesan a la vida de miles y miles de hombres, millones de hombres...: «Mujer, ¡no llores!».
¡Qué decisiva es la mirada que un niño –o un adulto verdaderamente «adulto»– dirigiría a ese hombre que avanzaba a la cabeza de un grupo de amigos y que jamás había visto a esa mujer y se detuvo cuando la oyó y le alcanzó el llanto! «Mujer, ¡no llores!», como si nadie la conociera mejor, ¡como si nadie la reconociese más intensa, completa y decisivamente que Él!

«Mujer, ¡no llores!». Cuando miramos el movimiento del mundo –acabo de recordarlo–, ese río de hombres que piensa y se plantea el sentido de la vida, la incógnita final no es más que la incógnita de cómo se presentó esa novedad; la novedad que es hallar a un hombre, encontrar a un desconocido que, ante el dolor de la mujer que ve por vez primera, le dice: «Mujer, ¡no llores!». «Mujer, ¡no llores!».
«Mujer, ¡no llores!»: este es el corazón que ilumina nuestra mirada, que la pone ante la tristeza, ante el dolor de todos aquellos con los que nos relacionamos, por la calle o en las idas y venidas de nuestro camino.

«Mujer, ¡no llores!». ¡Qué inimaginable es que Dios –«Dios», aquel que hace el mundo en este momento– al mirar y escuchar al hombre pueda decir: «Hombre, ¡no llores!», «Tú, ¡no llores!», «No llores, ¡porque yo no te hice para la muerte, sino para la vida!». ¡Por ello te traje al mundo y te rodeo de una compañía de gente!
Hombre, Mujer, chico, chica, tú, vosotros no lloréis. ¡No lloréis! Existe una mirada que os penetra hasta los tuétanos y un corazón que os ama hasta la profundidad última de vuestro destino, ¡un corazón y una mirada que nadie puede desviar, o impedir que manifieste lo que piensa y siente, una mirada que nadie puede invalidar!
«Gloria Dei vivens homo». La gloria de Dios, la grandeza de aquel que hace las estrellas y que pone en el mar, gota a gota, todo el azul que lo define, es el hombre que vive.
Nada puede suspender ese impulso inmediato de amor, de adhesión, de estima y de esperanza en Él. Porque se convirtió en esperanza para todo el que le vio y le oyó decir: «¡Mujer, no llores!», que oye a Jesús decir: «Mujer, ¡no llores!».

¡Nadie puede impedir la seguridad de un destino misterioso y bueno!
Nosotros estamos juntos diciéndonos: «Tú. Nunca te he visto, no se quién eres: ¡no llores!». Porque el llanto es, o parecería ser, tu destino inevitable: «Hombre, ¡no llores!».
«Gloria Dei vivens homo»: la gloria de Dios –por la que sostiene el mundo y el universo entero– es el hombre que vive, todo hombre que vive: el hombre que vive, la mujer que llora, la mujer que sonríe, el niño, la mujer que muere madre.
«Gloria Dei vivens homo». Nosotros no queremos más que esto, que la gloria de Dios se manifieste ante el mundo entero y alcance todos los rincones de la tierra: las hojas y las flores, todas las criaturas y los corazones de todos los hombres.
No nos hemos visto nunca, pero esto es lo que vemos entre nosotros, lo que sentimos entre nosotros.
¡Adiós!