El valor de algunas palabras que marcan el camino cristiano

Reflexiones sobre el significado de la Cruz y de la Resurrección de Cristo
L’Osservatore Romano, 6 de abril de 1996. También en Huellas nº 3, 1996, pp. 12-13.
Luigi Giussani

La Pascua, al hacer memoria de la cruz y resurrección de Cristo, puede ser una ocasión para recordarnos a nosotros en primer lugar y a todos el valor de algunas palabras que marcan el camino cristiano.
Nos anima el amor a nuestra humanidad, es decir, esa expectativa de pleno cumplimiento que tienen todos los hombres: se trata de reconocer la finalidad de lo existente y de la historia, con sus cruces y sus resurrecciones. Por esto voy a desarrollar el recorrido de los términos que usamos.

1. Conforme a la inspiración bíblica nos gusta llamar con la palabra «corazón» a las exigencias originales en virtud de las cuales verificamos críticamente el impacto con la realidad y cuya satisfacción justificaría la verdad de la propuesta que se nos presenta.
Así puede sintetizarse el dinamismo de la razón como conciencia de la realidad que emerge en la experiencia según la totalidad de sus factores.
Con menos que todos los factores no hay razón, pues estimamos la razón como instrumento indispensable del yo.
El desarrollo de la dinámica de la razón es la cultura, esto es, la conciencia crítica y sistemática de la experiencia, donde el término «crítica» refiere la experiencia a un punto supremo –totalidad hemos dicho–, y «sistemática» refiere la experiencia a la coherencia ideal en la historia y en el tiempo. En todo caso, la definición más bella de crítica la tenemos en la Carta a los Tesalonicenses (5, 21): «Panta dokimazete to kalon katechete». Valoradlo todo y quedaos con lo que vale.
En cualquier acto de la razón, una vez enumerados todos los factores identificables, hay una brecha, un soplo, una apertura, un punto de fuga imprevisto –como reconoce Montale: «Un imprevisto es la única esperanza»; o Kafka: «Existe un punto de llegada»–, que hace que cualquier experiencia que juzgue la razón remita a una zona misteriosa, a una realidad de Misterio, a Dios.
La razón no puede pretender conocer ni siquiera un trocito de Él; únicamente puede acercarse a su calor fontal y a su luz original mediante aproximaciones analógicas insatisfactorias.
El Misterio sólo se da a conocer desvelándose, tomando Él la iniciativa de introducirse como factor de la experiencia humana, cuando y como quiere. Cosa que la razón espera supremamente.
A nosotros nos parece que negar la posibilidad de registrar este desvelarse sorprendente del Misterio en la experiencia es negar a la razón la categoría de lo posible, es decir, como relación con el Infinito, con la existencia del Misterio, registrada a tientas, pero con seguridad.

2. Hay un acontecimiento, un hecho absolutamente original y que sin embargo ha tenido lugar: un hombre que dijo ser Dios. Dios ha querido hacerse familiar al hombre –con ternura– como compañero suyo de camino hacia el destino para el que le ha creado, redimiendo sus debilidades, incluidas las más desproporcionadas con el ideal.
Este acontecimiento implica la fundamental asunción de la promesa hecha proféticamente al pueblo hebreo, y su cumplimiento, es decir, la realización de la profecía como un hecho en la historia.
Frente a la historia hebrea no hay vibración de la conciencia humana que tenga más simpatía y sienta más humildad hacia ella –casi como pidiendo excusa por su certidumbre a quienes soportaron «pondus diei et aestus», todo el peso de la historia precedente– y que más pacifique al afirmar su cumplimiento ya acontecido para todo el universo en el judío Jesús de Nazaret, muerto y resucitado.
Que Cristo sea Dios no es un hallazgo de la razón, pero sí lo es el encuentro con una humanidad presente, excepcional respecto a la restante humanidad, que corresponde sin comparación posible a las exigencias del corazón. «¿Quién es este hombre?», dicen sus amigos y sus críticos entendidos. La respuesta desconcertante e imprevisible se acepta por la evidencia de verdad y la segura confianza incomparables que producen la convivencia con Él al juzgarla conforme a los ideales de la razón. «Yo soy el Verbo de Dios que ha llamado a la puerta de la casa del hombre para hospedarse en ella, aún más, para formar parte de ella».
San Agustín dice: «Quid fortius desiderat anima quam veritatem?». Pregunta y respuesta se encuentran en otro antiguo aforismo: «Quid est veritas? Vir qui adest».

3. El realismo de la presencia de Cristo asume en el tiempo la forma de una compañía motivada enteramente por la fe en Él. Él es la verdad y la vida. Se trata de la Iglesia, signo en el que está Su presencia personal, metafísicamente «cuerpo místico» y en la historia «pueblo» –Pablo VI habló de «entidad étnica sui generis»–, signo comunitario e histórico, Su presencia entre nosotros en cada momento del tiempo. La finalidad de la historia es el desvelarse del valor absoluto de Su presencia, contingente en Palestina y coextendida por la energía del Espíritu a todo el tiempo de la Iglesia.

4. La moralidad no consiste en leyes dinámicas más o menos científicamente descubiertas en los movimientos del devenir humano por medio del análisis racional, sino que es el atractivo descubierto y reconocido razonablemente frente a esa presencia excepcional a la que nos adherimos, que amamos con sencillez (originalidad) de corazón, a la que se dirige la adhesión que tratamos de realizar en nuestros actos –«Sí te amo» de san Pedro–, imitándola, es decir, siguiendo su modo existencial de ponerse en práctica.
Se trata de lo que caracteriza el esfuerzo humano desde dentro de su debilidad original, cuya habitual incoherencia se ve perdonada, esto es, dotada de nuevo por el amor de una capacidad continua de recuperación.
La moralidad es la intensidad y la tensión de esta recuperación.

5. La compañía cristiana y la actualidad del mundo.
La fiesta de la Pascua y todas las fiestas cristianas constituyen una experiencia inicial, pero cierta, provisional, pero auténtica, de la antigua promesa.
La esencia del tiempo, cristianamente hablando, es festiva por la presencia de un compañero con el que resulta posible cualquier aventura de trabajo, indicio cierto de una imagen última de plenitud; y con el que cualquier parcialidad y extrañeza resulta penetrada por una tensión unificante que organiza las características de la existencia personal en una capacidad de relación con todos los demás hombres llamados también a la obra de Dios, produciendo en consecuencia un aspecto de plena socialidad.
Nuestro corazón está invadido por la imagen que ha creado Juan Pablo II en la Tertio Millenio Adveniente: «El tiempo en realidad se ha cumplido por el hecho de que Dios, mediante la Encarnación, se ha metido dentro de la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué “cumplimiento” mayor que éste?, ¿qué otro “cumplimiento” sería posible?».

6. Con esta fe se desarrolla la esperanza, que hace que cualquier tentativa humana de liberación, personal y colectiva, sea estimada y consagrada en su carácter positivo eterno, como vehículo profético que mantiene despierta una expectativa de totalidad que se manifestará al final de la historia. «Ha llegado la hora. Padre, glorifica a tu hijo, como tu hijo te ha glorificado».
Esta esperanza escatológica provoca una actividad que tiende a encontrarse con toda presencia humana que esté comprometida del mismo modo (ecumenismo) y, dado el carácter aproximativo inevitable que tiene cualquier construcción poéticamente consistente, hace asomarse a toda muerte –es decir, a todo término– la misericordiosa victoria del bien.
Así el amor resulta posible incluso al enemigo, al tirano, por la caridad del Último y para el Último, como ofrecimiento apasionado a lo Divino, aún cuando esa pasión no sea consciente de todos los esfuerzos humanos.