El nuevo inicio de los hijos de Dios

Pascua cristiana: anuncio de resurrección y esperanza
La Repubblica, 30 de marzo de 1997
Luigi Giussani

Delante de mi ventana tengo plantas todavía destruidas por el hielo y el frío del invierno. Observándolas, pensaba que todas las cosas acabarían así si no existiese aquella potencia creadora que las reaviva delante de mí con hojas verdes y nuevas. Esta fuerza misteriosa ha querido manifestarse, volviéndose familiar a nuestro camino de hombres. Así, la potencia de Dios dice a cada uno de nosotros: Yo estoy contigo, quise hacerme hijo de una mujer como eres hijo tú; he vivido lo que has vivido tú: fui condenado injustamente, padecí dolores, me mataron, y acepté todo esto para que tú comprendas que yo participo de la fatiga que te he llamado a vivir. La vida es una tierra de prueba: el Señor, el Misterio que hace todas las cosas, apareció entre nosotros como uno de nosotros, vivió la vida entera como nosotros vivimos la nuestra, sin excluir nada de lo que nos pueda suceder, hasta la muerte.
La Pascua es el anuncio de la resurrección de Jesús de Nazaret de la muerte; es el grito que Él quiere que resuene en el ánimo de cada uno de nosotros; la afirmación de la positividad del ser de las cosas, de la razonabilidad última que reconoce que lo que nace no viene al mundo para ser destruido. Dios ha venido entre nosotros y, al resurgir de la muerte, libera nuestro corazón de la tristeza que lo oprime. ¿A qué se debe esta tristeza que llevamos encima, entretejida en la profundidad de nuestro ser? Al hecho de que todo muere, como la flor en el balcón de invierno. Cristo muerto y resucitado es la razón de la esperanza que vence la tristeza del mundo. Es, por tanto, la razón de todo nuevo inicio, la certeza de la positividad y bondad última de las cosas: lo que amamos no lo perderemos jamás.
Al hacerse hombre y participar de nuestra muerte, Dios ha hecho posible el cambio, tan invocado como imposible de realizar por parte de un hombre. Mándanos, oh padre Zeus, el milagro de un cambio, clamaban los antiguos. Desde el día en que Pedro y Juan encontraron el sepulcro vacío y Le vieron después resucitado y vivo en medio de ellos, todo puede cambiar. Desde entonces y para siempre un hombre puede cambiar, puede vivir, revivir. Si la vida no es resurrección, es un deslizarse triste hacia la muerte.
En este nivel de las vicisitudes humanas se juega el contraste que Cristo vino a establecer entre la justicia del hombre y la justicia de Dios. La primera tiende a definir y por eso, en mayor o menor medida, termina con una condena. La segunda no define al hombre en los términos que éste tiene de sí mismo, sino en los términos del amor que Dios tiene hacia él. Es misericordia, palabra desconocida al vocabulario humano, tan divina es; manantial de un inicio continuo en virtud del cual cada uno de nosotros ya no es prisionero de sí mismo, de su límite o debilidad. O, como recuerda el gran Eliot en sus «Coros de la Piedra»: Bestiales como siempre, carnales, egoístas como siempre, interesados y obtusos como siempre lo fueron antes. Y sin embargo, siempre en la lucha, siempre reanudando la marcha por el camino iluminado por la luz. A menudo deteniéndose, desviándose, retrasándose, volviendo, pero sin seguir otro camino.
En estos días todo está renaciendo, pero si un hombre jamás hubiese visto la primavera y conociese tan sólo la aridez del invierno, ¿podría imaginar cómo, desde este dentro extraño y misterioso, pueden cambiar todas las cosas? No alcanzaría a imaginarlo. La presencia de Jesús de Nazaret es como la linfa que desde dentro -misteriosa pero ciertamente- reverdece nuestra aridez y vuelve posible lo imposible. De modo que una Humanidad nueva apenas esbozada se hace visible, para quien tiene la mirada y el corazón sinceros, a través de la compañía de aquellos que Le reconocen presente, Dios-con-nosotros. Humanidad nueva, apenas esbozada, como el renovarse de la naturaleza amarga y árida.