Cristo, la compañía de Dios al hombre

Avvenire, 14 de marzo de 1982. Texto del Cartel de Pascua de 1982
Luigi Giussani

Cristo es un hombre que afirmó ser Dios. A la petición de Felipe «Muéstranos al Padre», haciéndose portavoz de la pregunta de los apóstoles – que aunque seguían a Jesús desde hacía unos años, no entendían bien (como nosotros no entendemos bien cuando oímos la palabra Dios o la palabra Misterio) –, Jesús contesta: «El que me ve a mí, ve al Padre».
Cristo es el único hombre en la historia que se ha identificado con Dios, el único que se atrevió a decir: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Nosotros, distraídos por las vicisitudes cotidianas y la superficialidad con la que vivimos, no percibimos la ilimitada desproporción, la infinita lejanía que separa al hombre de Dios. Sin embargo, un hombre profundamente religioso, un genio religioso es aquel que advierte esta desproporción como algo enorme y la enseña a todos los demás: es decir, que sólo Dios es Dios.
Así han hecho todos los grandes nombres de la historia de las religiones, como Buda o Mahoma. Moisés tenía tal sentido de su propia pequeñez frente a Dios, que le pidió que entregase su misión a otro en su lugar.
Único entre todos, único caso en el mundo, este hombre, Cristo, afirma ser Dios.
Qué hermoso es recorrer el Evangelio y ver cómo aquellos primeros hombres que siguieron a Jesús, hombres como nosotros, no habían llegado a darse cuenta de que aquel hombre era Dios, sino que repetían ciertas afirmaciones que Él decía de sí mismo. Esta fue su profesión de fe.
Porque los Apóstoles no descubrieron que Jesús era Dios, y sin embargo, viviendo con Él, quedaron tan impresionados, de tal manera que se vieron «obligados» a decir: si no creemos en este hombre, tampoco podemos creer a lo que vemos con nuestros propios ojos. Es justamente por esta evidencia por lo que repitieron sus palabras, aunque no las entendiesen bien, esas palabras que luego han penetrado en la historia y en nuestros corazones.
En el primer capítulo del Evangelio de san Juan vemos a Jesús que entra en el mundo y en la historia como un hombre cualquiera, que se acerca al Bautista para escucharle, en medio de la gente. Pero el instante de iluminación profética empuja a Juan el Bautista a dirigirse a Él con este grito: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo». Quizás la gente que se encontraba allí no hizo caso de aquellas palabras, acostumbrada a oír palabras extrañas del profeta. Sin embargo, allí había dos que estaban atentísimos a todos los movimientos del Bautista. Su enigmática frase les empuja a seguir a Jesús: «“Maestro, ¿dónde vives?”. Y Él: “Venid y lo veréis”. Fueron y se quedaron con Él todo el día». El que escribe este relato es uno de los dos: Juan recuerda hasta la hora de aquel encuentro porque fue la hora, luego lo entendería, en que cambió su vida.
El anuncio que aquellos dos ofrecieron a sus amigos fue la participación en una certeza: hemos encontrado al Mesías. Y los amigos van, le ven, le hablan, se quedan un poco con Él. Pedro, Andrés, Felipe, Natanael… Historias como las nuestras, encuentros sencillos pero que cambian el rumbo de la vida de la persona. Todo surge así, de un conocimiento surge una amistad, una comunión de vida cada vez más intensa: y cuanto más están con Él, tanto más ven emerger en Él una fuerza y una inteligencia que les deja asombrados, una bondad extraordinaria y desconocida, un dominio de sí mismo y de su propia vida (delante del tribunal de sus enemigos, lanzará un reto: ¿Quién de vosotros puede reprocharme una sola contradicción, un solo error?); tenía tal poder sobre la naturaleza, que parecía como si esta hubiera sido un ingenio nacido de sus manos; la capacidad de vencer la muerte: «Mujer, no llores», dice a la viuda de Naín entregándole a su hijo resucitado.
Pero sobre todo resalta aquel otro poder: «Confía, hijo, tus pecados te son perdonados». Los fariseos piensan escandalizados: «¿Qué hombre puede perdonar los pecados? Sólo Dios puede perdonar los pecados». Y Jesús: «¿Qué es más fácil, decir “tus pecados te son perdonados” o decir a este hombre “levántate y anda”?. Para que sepáis que yo tengo el poder de perdonar los pecados te digo: “Levántate, toma tu camilla y vete a casa”».
Los que veían a diario estas cosas tan grandes, el pequeño grupo de amigos, hombres y mujeres, que le siguen, advierten cómo nace en ellos una pregunta inevitable: ¿Quién es este?
Saben de dónde viene, conocen a su madre y a sus parientes, lo saben todo de Él y sin embargo, es tan desproporcionado el poder que aquel hombre demuestra, es tan grande y tan diferente en su personalidad, que también aquella pregunta tiene un sentido distinto: ¿Quién es este, entonces?
Sus enemigos, exasperados, le harán la misma pregunta: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Tenían todos sus datos en la oficina de empadronamiento: sin embargo, estos no daban una respuesta concluyente. Jesús mismo da su respuesta a Caifás, que lo interpela así: «Yo te exhorto, por el mismo Dios vivo a que digas si tú eres el Cristo, el hijo de Dios». En aquel momento Cristo ya no pudo callar, porque ese era el testimonio por el que había venido. Su sí a la pregunta de Caifás exaspera al Sanedrín: ¡Ha blasfemando, ha afirmado ser Dios! Sin embargo, ya lo había dicho antes: «Antes que Abrahán fuese, Yo soy».
Y aún más: pasando un día con sus discípulos junto a la roca de Cesarea de Filipo, les preguntó: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?».
«Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?». La respuesta impetuosa de Pedro llega hasta nosotros. No son palabras suyas; repite una frase que ha oído de Él: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Y la contestación de Jesús nos interpela a todos: «Bienaventurado, Pedro, pues esta palabra no viene de ti, sino que es el Padre quien te la ha inspirado. Yo te digo que tú eres como esta roca y, como encima de ella está esta ciudadela que nadie puede tomar, así sobre ti yo construiré mi Iglesia y nadie jamás podrá prevalecer contra ella».
La pregunta que Cristo hace a los apóstoles es la pregunta acerca de nuestra vida. Ninguna otra pregunta que el hombre pueda imaginar es más importante, más grande y más decisiva que esta; todo el valor de nuestra vida depende de la repuesta a esta pregunta: o Él existió como un hombre cualquiera o Él existe como hombre-Dios.
Si observamos la diferencia entre la respuesta de los amigos que creyeron en Jesús y la de la muchedumbre que le rechazó, notamos que el grupo de los apóstoles y de las mujeres le siguió, estuvo con Él.
Este es el gran camino de la evidencia, de la razón: es el camino de la vida, de la relación continua, de la experiencia cotidiana compartida. Por esto podían decir: si no creemos en este hombre tampoco podemos creer en nuestros propios ojos. Por el contrario, la muchedumbre seguía a Jesús cuando tenía interés o curiosidad. Se quedaba impresionada porque aquellas palabras eran verdaderas y la verdad lleva siempre consigo su propia evidencia. Sin embargo, la dispersión era inmediata. La muchedumbre pudo seguirle incluso por la pasión de escucharle, pero sin comprometerse en el fondo de su corazón, sin implicar de verdad su propia vida.
En el capítulo sexto de Juan, Jesús, conmovido porque la gente lo seguía, tuvo la intuición quizás más fascinante de su vida: «Vosotros me seguís porque os he dado de comer un poco de pan. Mas yo os daré a comer mi carne y a beber mi sangre». La desproporción de lo divino aparece, se hace evidente, y justamente en ese momento surge la resistencia de quien no quiere comprender, de quien se escandaliza porque los criterios y los modos de aquel hombre descomponen la manera de pensar que tenía.
«Está loco, ¿quién puede dar de comer su propia carne y dar de beber su propia sangre?». Surge un murmullo general en la muchedumbre que, poco a poco, le abandona. Cristo se queda solo con los suyos en el silencio de la tarde. Y quiebra aquel silencio con otra sorprendente pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?». «Maestro – contesta impetuosamente Pedro – tampoco nosotros comprendemos lo que dices, sin embargo, si nos marchamos, ¿a dónde vamos a ir? Tú sólo tienes palabras que dan sentido a la vida». Esta es la respuesta de quien tiene la humildad, la fidelidad y la humanidad de seguir a Jesús porque ha sido atraído por la verdad evidente de sus palabras.
Pero quien no sabe seguirle, quien rechaza el esfuerzo necesario para alcanzar una familiaridad con Él, quien renuncia a una comunión de vida, no llegará a esa evidencia de la verdad y no encontrará respuesta verdadera, personal y madura a la pregunta fundamental y definitiva que Jesús le dirige: ¿Y tú, quién dices que soy yo?
¿Cómo podemos nosotros contestar a esta pregunta, nosotros que no estuvimos en las bodas de Caná, que no vimos al paralítico curado, que no participamos en el entierro de Naín, que no le seguimos durante tres días en el desierto, olvidándonos incluso de comer? ¿Cómo podemos vivir aquella familiaridad con Él de la que brota la evidencia de su palabra como la única que da sentido a la vida?
El camino existe: es la compañía que ha nacido de Cristo y que ha penetrado la historia. Es la Iglesia, su cuerpo, es decir, la modalidad de su presencia hoy. Por eso, el camino es una familiaridad, un compromiso cotidiano con el misterio de Su presencia dentro del signo de la Iglesia. De aquí puede surgir la evidencia racional, totalmente razonable, que nos hace repetir con certeza lo que Él, único en la historia de la humanidad, dijo de sí mismo: «¡Yo soy el camino, la verdad y la vida!».