Acontecimiento y responsabilidad

Fragmentos de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de Memores Domini. Milán, 15 de febrero de 1998
Luigi Giussani

Debido al modo en que Dios ha intervenido en nuestra historia durante estos últimos dos años, el discurso del movimiento ha adquirido una autoconciencia mayor; tanto es así que incluso figuras importantes - desde el punto de vista intelectual y eclesiástico - que se han acercado a nosotros, han manifestado impresiones positivas. Además, el desarrollo de nuestra experiencia se ha condensado en un río de testimonios en la vida de la Iglesia y del mundo. El movimiento ha crecido de un modo que en absoluto hubiera sido posible como fruto de una preocupación nuestra, de un proyecto, de un programa nuestro. Por eso, quiero recorrer algunos pasos de la historia del movimiento que nos ayudan a aclarar la circunstancia actual que vivimos.
En 1968 - cuando CL comenzó como una nueva idea asociativa -, estando el ambiente dominado por una determinada situación política, identificábamos nuestra fidelidad al Señor con la capacidad de realizar eficazmente en la sociedad una alternativa a esa expresión suprema del materialismo que es el estatalismo. En aquel entonces parecía coincidir con el marxismo; hoy comprendemos bien que el estatalismo es propio de todos los estados que no tienen a Cristo como fuente que explica y demuestra la verdad del hombre.
En la primera fase de la historia de CL, durante los primeros siete u ocho años después del 68 hasta 1975-76, parecía que el carisma del movimiento nos haría capaces de una hegemonía sobre la sociedad y la cultura. «Apuntemos a la hegemonía y, cuanto más la realicemos, más la cultura estará dominada por el ideal cristiano», decíamos. Esto no equivale a decir que “la fe sin cultura no es fe”, como señala el magisterio de Juan Pablo II. En efecto, durante aquellos años compartíamos la misma pretensión que los otros, pero desde otro punto de vista, como por antítesis. Y así, en los primeros diez años de CL asumimos con entusiasmo esta postura: «Luchemos para demostrar que somos más capaces que ellos. Cuando Dios quiera sacará consecuencias operativas, incluso social-mente relevantes. Mientras tanto, obremos así; el objetivo está claro y no podemos eludir este compromiso».
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En 1975-76 vi las consecuencias de esta concepción cuyo criterio fundamental era asumir las categorías del adversario en lo que tenían de justo, y por consiguiente, afrontar todo, todo aquel barullo de situaciones e ideas, con “una intención cristiana”, la intención de realizar el reino de Dios aquí. Sin embargo, la afirmación del reino de Dios tiene otro criterio, es otro concepto, tiene un punto de partida absolutamente distinto, un punto de vista radicalmente diferente. ¡Esto ha quedado claro en los dos últimos años! Hemos tomado conciencia de ello. Y también otros, dentro y fuera de la Iglesia - por ejemplo, en el mundo judío -. lo han comprendido: la necesidad de dejar de entender el cristianismo como una ideología, es decir, partiendo de un concepto previo. En aquellos diez años nosotros también partíamos de una idea previa - creyendo fortalecernos con ello - que consistía en asumir todas las urgencias que estaban explícitas o implícitas en las posturas de los demás. Pero la cultura cristiana no consiste en afrontar todo partiendo de una cierta visión de las cosas, aunque ésta sea justa, ya que esta justicia la dicta el pensamiento predominante. Durante este último año, la distinción que hemos descubierto- entre ideología y Tradición ha quedado clara.
El punto de partida del cristiano es un Acontecimiento. El punto de partida de los demás es una cierta impresión de las cosas, una determinada valoración de las cosas: pueden ser las necesidades del hombre, pero pensadas y concebidas a raíz de un prejuicio, de tal forma que se crea un prejuicio, se afirman como un prejuicio. Dicho prejuicio, dicha concepción previa, para pasar a la historia, para vencer al tiempo, tiene que desarrollarse, y su desarrollo es la lógica de un discurso. En cambio, si el origen, el fundamento, el principio fundante de toda la experiencia humana es un Acontecimiento, ese Aconteci-miento se recompone a lo largo de la historia, en el tiempo: día tras día, hora tras hora, se comprende ese Acontecimiento porque está ocurriendo ahora.
¿Cómo puede pasar un acontecimiento de uno a otro, de la misma forma que se pasa de mano en mano algo de una persona a otra? Porque es un Acontecimiento que se repite, se repite todos los días hasta el fin del mundo. Puede ser que se repita sobre un territorio como el del imperio cristiano de la Alta Edad Media llegando a modelar todas las expresiones de la vida; o que se repita en un reducto que parece sofocarlo, ahogarlo, como podría suceder en este siglo, como ya ha ocurrido en estos últimos siglos, cuando el prejuicio ha llegado a dominar en parte incluso la mañera de concebir la catequesis cris-tiana y la forma de entender el Cristianismo y la Iglesia.
Esta “transmisión” de un Acontecimiento como totalidad de la vida, en cuanto explicación total de la vida y de la historia, se llama Tradición; sólo por “Tradición” puede pasar de uno a otro. La Tradición es una memoria que continúa, o mejor, es un Acontecimiento que continúa en forma de memoria, en la memoria. No se trata tanto de un Acontecimiento que continúa para ser descrito por la memoria; es más bien la memo-ria renovada por algo más grande, más poderoso, y por ello se convierte en el signo de una continuidad histórica. Se puede entender la memoria reducidamente, en sentido naturalista, como un recuerdo del pasado, un devoto recuerdo, en sintonía, bueno, bello, que hace más humano al corazón cuando se piensa en él, o bien ¡la memoria puede serlo todo! La primera postura trata de reducir a un principio la manera en que el hombre con-cibe el mundo, cómo siente y trata a la vida (pre-juicio). Cuando el cristianismo se reduce a esto, cuando se transmite como una concepción, una doctrina, una manera de concebir y tratar, entonces también el cristianismo se convierte en una ideología. Esta es la objeción que hemos planteado a la situación de la Iglesia en los tiempos modernos: el modo de concebir la moralidad no nacía de Cristo, del acontecimiento de Cristo, sino que era el producto de una interpretación de la vida, de una idea que el corazón sentía con simpatía y que estaba críticamente apoyada, al menos como tentativa. Así la ontología se ha olvidado, prácticamente ha sido “desvitalizada”, igual que se mata el nervio de un diente.
Por el contrario, en la segunda postura, la Tradición, la palabra Tradición, es lo que mas se abre al concepto de “Acontecimiento presente”. Hace algunos días una doctora alemana me preguntó como para provocarme, porque es protestante: «¿Cómo se entiende la afirmación de que Jesús es Dios mismo presente para salvar al hombre? ¿Cómo se puede comprender eso?». Lo que equivale a decir: «¿Es verdad o no el Cristianismo?». Este es un problema serio. Durante la recepción que Fidel Castro ofreció a los cardenales y obispos de los Estados Unidos, el cardenal Law invitó a monseñor Albacete a responder a una pregunta análoga. Albacete señaló que incluso muchos hombres de Iglesia han tratado de demostrar qué es el cristianismo sin comprender, sin caer en la cuenta de lo que significa el anuncio cristiano. Subrayó, en cambio, que el cristianismo nace de un Acontecimiento cuyo contenido es una realidad que se experimenta, una experiencia en el presente. Entonces Fidel Castro se mostró realmente sorprendido por estas afirmaciones que jamás había escuchado. Y Albacete le respondió: «Mire, le voy a mandar el libro donde he aprendido todo esto». Y le ha enviado El Sentido Religioso.
En el momento actual, el movimiento tiene dos grandes oportunidades: primero, permanecer en la experiencia tal como Dios la ha suscitado, en la experiencia original que se irá aplicando y dando fruto a medida que el tiempo pase; segundo, el designio de Dios. Es Dios, en efecto, quien lo hace todo en todo. «Dios es todo en todo» significa que Dios lo hace todo, realmente todo. En Rímini, en los últimos ejercicios de la Fraternidad, esta fórmula - «Dios todo en todo» - nos hizo descubrir que el yo es libertad, el yo humano es libertad. La libertad del yo es el nivel de la naturaleza, del cosmos, donde ésta alcanza conciencia de sí misma.
Ya explicamos en qué sentido la relación entre la criatura y Dios, entre el yo y el Misterio que lo crea - instante tras instante yo soy hecho - consiste exclusivamente en afirmar que Dios es todo en todo. Este reconocimiento es propio del hombre individual, de cada hombre, puesto que la autoconciencia es propia del yo, no es algo de la humanidad. Ahora bien, ¿dónde queda la responsabilidad del hombre? El juicio acerca de si algo es o no responsabilidad del hombre nace de cómo el hombre lo mira y de cómo es capaz de afrontarlo con su imaginación y su fuerza; nace de cómo el hombre se mira a sí mismo. Pero si la imaginación y la fuerza son de Dios, si del Ser deriva todo, ¿hay algo que puede no derivar de Dios? Sólo la libertad. Sin embargo la libertad también es creada por Dios. ¿Entonces? El problema de la relación entre el yo y el Misterio es el punto donde el Misterio permanece como misterio. Sólo al final lo veremos tal como El es, lo conoceremos como nos conocemos a nosotros mismos. Más aún, caeremos en la cuenta de que nos comprendemos a nosotros mismos si comprendemos que El hace todo, que es todo.
Dios es todo. No hay nada que no haga El. Lo único que puedo hacer yo es negar que El lo hace todo. En este mismo momento El me hace, nada nace de mí, todo nace de Otro, como explica El Sentido Religioso en una página del capítulo décimo, el más importante de todo el libro.
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¿Cómo ha nacido todo lo que es el Movimiento de Comunión y Liberación y los Memores Domini? ¿De dónde nace la experiencia que viven los Memores Domini y que pertenece a todo CL y, por consiguiente, a la Iglesia? De una responsabilidad mía. Digo esto no tanto porque tenga que ser “imitada” mecánicamente, sino porque debe ser “asumida” por otros en primera persona. Y esta responsabilidad debe madurar en vosotros, ya que si nuestra experiencia estuviera equivocada, la Iglesia no la habría aprobado, no habría reconocido oficialmente la Fraternidad de CL y luego los Memores Domini.
Comprenderéis así la alegría que sentimos el 11 de febrero en el XVI aniversario de nuestra Fraternidad: la catedral de Milán estaba llena hasta arriba; había unas diez mil personas, todas en silencio; cantaron como una sola cosa, y siguieron atentamente al cardenal Martini.
Lo que quiero es subrayar el carácter irreducible que define a nuestro movimiento. Al ser reconocido por la Iglesia, nuestro carisma es promovido a la vez por ella como una posibilidad abierta a todos (para todos, ¡cómo posibilidad!).
Por eso, durante la misa en la catedral abarrotada, el cardenal de Milán decía: «Me alegro de celebrar para vosotros y con vosotros la Eucaristía en el XVI aniversario del Reconocimiento Pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Nuestro querido don Luigi Giussani - que, al no poder estar presente como hubiera deseado, me ha enviado un telegrama - el 1 I de febrero de 1982 os escribía: “lo que sucedió el 11 de fe-brero es sin duda la gracia mayor de toda la historia del movimiento” [porque fue reconocido por la Iglesia). Y nosotros estamos aquí para dar gracias por este don. Yo me uno a vuestra alabanza al Señor, me uno a vuestros sentimientos de agradecimiento...».
El cardenal proseguía: «También deseo expresar mi agradecimiento a todos vosotros que en estos años os habéis esforzado “por dedicaros”, conforme al deseo que entonces expresaba monseñor Giussani. “con mayor tranquilidad y generosidad de corazón a la obediencia a los obispos y a la colaboración en su pastoral, sin la cual se vuelve incierta la edificación del pueblo de Dios”». Por eso, los movimientos son algo que documenta la identidad entre carisma y acontecimiento. Cuando no hay identidad entre carisma y acontecimiento el movimiento es dudoso, y el carisma se sostiene con dificultad. Hay algo que no es verdadero, algo de insano. De hecho, todos fueron a leer en Huellas la carta que el cardenal había citado. Pero, ¿cuántos percibieron la verdad de mis palabras y de mi intención? ¿Cuántos compartieron mi deseo de que el movimiento viva eso? ¿Cuántos?
El cardenal citó a continuación nuestra devoción a la Virgen de Lourdes y, al comentar el Magníficat, dijo: «El Señor dispersa a los soberbios de corazón, confunde sus pensamientos. Los soberbios: los que creen saber más que los otros. Ha derribado del trono a los poderosos. ¿Qué trono? El hombre se gloría en el dinero, el poder económico y el saber. Estos son algunos de los ídolos modernos, y María nos enseña a vencer a los ídolos ante todo en nosotros mismos, confiándonos a Aquel que ensalza a los humildes y colma de bienes a los hambrientos. Este vuelco radical nos hace experimentar el ciento por uno aquí, que don Giussani ha predicado desde los comienzos y que se traduce en la confianza total y humilde al Misterio del Reino, poniéndonos por entero en las manos de Dios».
¿Comprendéis lo que quería decir cuando hablaba de los diez años que siguieron al 68, cuando dominó entre nosotros una idea de cultura que no derivaba de Cristo, sino del reconocimiento del mundo? Aquella no era en absoluto nuestra tarea, tampoco ahora en Nueva York: allí pueden estar eufóricos y caer en la ilusión del éxito, tratando así de hacer proyectos y programas... Si lo sucedido en Nueva York hubiera sido fruto de un programa nuestro, si se tratara de un proyecto nuestro, jamás lo habríamos logrado, ni si-quiera en cien años.
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La fisonomía de nuestra responsabilidad. tal como acabo de señalar es una cuestión de conversión. Si no se da tu conversión - no hacia mí, sino hacia Jesús que te alcanza a través de mi mano -, si tomar conciencia de nuestra experiencia no genera tu conversión, no hay responsabilidad. Conversión es algo que cambia desde la raíz. En esos diez años a los que me he referido se produjo una “alteración” de nuestra voluntad de testimoniar a Cristo: no hablábamos de “la gloria de Cristo” como ahora; lo que nos dominaba era, por el contrario, el deseo de vencer al mundo. Pero sólo Dios tiene el poder de vencer al mundo. Pensemos, por ejemplo, en lo que dicen los Salmos: que Dios puede derrotar a todos los enemigos. En algunas ocasiones Dios se lo demostró al reino de Israel después de David, pero luego lo dispersó, porque el verdadero significado de lo que los Salmos narran acerca de Dios en el Antiguo Testamento está en Jesús. Este paso no lo podemos dar si no pedimos. En la ignorancia en que todavía nos sentimos, en nuestra incapacidad de respuesta, no debemos “abandonar el hebraísmo” para convertirnos en “laicos puros” (como hacen incluso muchos judíos), porque la conversión es verdadera si es verdadera la espera. Y la espera es verdadera si, frente a la imposibilidad de proponer una solución, frente al carácter imprevisible de una solución, se pide a Dios, es decir, a Jesús. Jesús fue comprendido por quien pedía a Dios, por quienes esperaban verdaderamente al Mesías: por eso lo comprendieron Simeón y Ana más que todos los sacerdotes y jefes, más que la cultura universal de entonces que era la de Roma, igual que ahora es la americana: pax ro-mana y pax americana (la pax romana encontró su fin en aquello de lo que se alimentaba: guerras y violencias. La sociedad de hoy es americana, no porque sea puramente bueno lo que viene de América, sino que es bueno lo que viene de América en su versión real, es decir, una hegemonía que implica también la intención de hacer bien al mundo).
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Una nota final. La falta de conversión es algo que tiene lugar más allá de las intenciones; si a uno no se le reclama, no se da cuenta de ello. Pero podemos ser reclamados sin que uno quiera comprender. O, cuando alguien nos corrige indicándonos un error con claridad, “desconectar” un instante, como si se apagara la luz por un momento, de manera que al retomar las cosas fuera como si no nos hubieran dicho nada. Esto me ha resultado visible, “autovisible”, en mi relación con Dios debido a la tarea que me ha dado, porque mi relación con Dios coincide con la tarea que me ha confiado: mi yo es la tarea que me ha dado. Esto es verdad para cada uno de vosotros: el yo es la tarea que Dios os ha dado a cada uno de vosotros. La relación que el ser participado tiene con el Ser implica esto. El ser participado implica necesariamente la relación con el Ser, de otro modo no participaría de nada. ¿Qué vida comunica cada uno de vosotros? Para comunicar la vida según el carisma que se nos ha dado hace falta vivir la conversión: no a mí, sino a lo que se me ha dado. Por ejemplo, cuando ha tenido lugar el acontecimiento de Nueva York (la presentación de El Sentido Religioso en la ONU), he percibido dónde radica la falta de identificación, la falta de corresponsabilidad entre nosotros: se repite la noticia, pero cada uno no revive en sí el por qué yo lancé esa “palabra”. Una vez más se reduce lo que digo a lo que se quiere. Quisiera que recorrierais el camino por el cual todo lo que digo ha surgido en mí, ha nacido en mí. Y esta es la última observación acerca de lo que comunicamos a los demás: sólo si la conversión sigue vigente en mí - no que lo “logre”, sino que esté “vigente” en mí -, es decir, si la quiero todos los días, puedo comunicar mi ser a los demás; lo que puedo comunicar a otro depende de la conciencia de conversión que tengo; lo que puedes comunicar, se ancla en la conciencia de conversión que tú tienes.