El demonio negro

La Razón
Cristina López Schligting

Fue a una hora extraña, demasiado tardía para una visita de cortesía. La familia estaba en una de esas salas amplias, que lo mismo sirven para ver la tele que para comer o sestear, sobre cojines y alfombras, en el suelo. La mujer trasteaba en la cocina. El hombre abrió y se encontró con Ahmed. “Que te vayas –espetó- que vienen los del Estado Islámico y habrá que mataros. Deja todo, antes de que sea demasiado tarde”. ¿Cómo, todo? ¿El trabajo en el supermercado, casa, corral, escuelas de los niños? Un vértigo frenético los invadió aquella noche de verano, juntando tres joyas en un pañuelo –luego se las quitaron en el control militar-; intentando hacer un estúpido recuento de enseres, por si algún día cupiese reclamarlos; confiando llaves a los conocidos, para tener con qué abrir en caso de regresar. Al amanecer, ojeroso, llamó a la puerta del vecino, que salió irritado: “¿Todavía no os habéis marchado? ¡No os preocupéis de nada, os jugáis la vida! ¡Tendré que mataros yo mismo!” Él vacila un instante. Se conocen desde jóvenes, Ahmed ha asistido a los bautizos de sus hijos, han compartido la Fiesta del Carnero y celebrado el final del Ramadán, las mujeres cocinaban juntas por Navidad. Ya sus padres se querían, siempre cercanos gracias a las dos religiones, siempre conscientes de que Dios no separa, sino que une. “Escucha, Ahmed, vengo a despedirme… no podía irme sin más…” Se hace un silencio, denso como una lágrima, en esa mañana cálida y ajetreada, de coches inusitadamente tempraneros y abrazos apresurados, de pasos frenéticos. De repente, un sollozo quiebra el espacio que los separa, y Ahmed se echa en brazos de su vecino. “Perdóname hermano, me ha podido la codicia, nos prometieron todo lo vuestro… quédate, no os vayáis, cuenta conmigo, yo os esconderé del IS”. “Es demasiado tarde Ahmed, demasiado tarde hermano”. La familia fugitiva se arremolina en torno a la periodista, en un contenedor habilitado como vivienda en un campo de refugiados de Erbil, la capital del Kurdistán. Es una gota de agua en el mar de 120.000 refugiados de Mosul y otras poblaciones del Valle de Nínive. Abogados, tenderos, médicos, albañiles, con una mano delante y otra detrás, sin destino. Lloran cuando las noticias hablan de gente quemada viva, rehenes degollados, matanzas de estudiantes en Kenia, secuestros en Níger, asesinatos en Pakistán. “Es el demonio negro –explican aterrorizados-, el mal ya viene, llegará también a Occidente”. Se lo cuentan a Raquel Martín, la portavoz madrileña de Ayuda a la Iglesia Necesitada, que acaba de regresar del Kurdistán.