La ordenación episcopal de monseñor Giovanni Paccosi. En pie, a su lado, el cardenal Giuseppe Betori, arzobispo de Florencia.

La ordenación episcopal de Giovanni Paccosi

«Responder a ese Amor infinito que me saca de la nada, instante tras instante. Así es la vida». Las palabras del nuevo obispo de la diócesis de San Miniato al término de la celebración en la catedral de Florencia
Giovanni Paccosi

«Dios me ha llamado de la nada. Entre los miles de millones de seres posibles, Él me ha elegido y me ha llamado a mí. Mi vida está constituida por esa llamada. Mi vida continúa porque Él continúa llamándome, impidiendo que vuelva a caer en el silencio de la nada del que fui sacado. Mi vida es una Voz que me llama, la Voz potente de Aquel a quien se debe todo lo que existe; mi vida es una respuesta obligatoria a esa Voz que me está llamando» (L. Giussani, Llevar la esperanza, p. 175).

A los dieciséis años, las palabras de don Giussani fueron las primeras que empezaron a aclarar la maraña de deseos, quejas y expectativas con que miraba mi vida de adolescente. Responder a ese Amor infinito que me saca de la nada, instante tras instante. Así es la vida. Desde entonces (han pasado 47 años…) la batalla, el drama, consiste en ser fiel a ese descubrimiento, intentando responder a Su presencia, que siempre me sorprende, como me sorprende ahora con esta nueva llamada.

Lo que prevalece en mí es la gratitud por la misericordia con que Dios me mira, Él que conoce toda mi miseria y a pesar de ello me quiere. Signo de ese amor en mi vida es la inmensa cantidad de testigos y amigos que no puedo enumerar sin olvidar algunos.



Quiero dar las gracias a todos los presentes, hermanos obispos, sacerdotes, diáconos, autoridades civiles y militares, y a todos vosotros, amigos y familiares que estáis aquí.
En particular quiero dar las gracias a mis padres y a toda la familia que ha nacido de ellos y que es para mí testigo de la fe, con mis hermanos, cuñados y sobrinos. También a los amigos que –desde aquellos dieciséis años– han compartido conmigo la aventura de la fe, de los que solo cito a Andrea Bellandi, que me acompaña hasta en la llamada a ser obispo, y Paolo Bargigia, que siempre fue el más astuto de todos nosotros y ya está en el cielo. Gracias a los Papas que he conocido y a los que tanto he amado, como ahora el Papa Francisco, que cada día es para mí un ejemplo de seguimiento radical a Jesús. Gracias a los obispos, a todos vosotros que me habéis impuesto las manos, con los que se ha establecido un vínculo especial para siempre. Quiero recordar especialmente al cardenal Benelli, de quien nunca pararía de hablar y por eso mejor ni empiezo; al cardenal Piovanelli, que me ordenó y me envió de misión; a don Gualtiero, es decir el cardenal Bassetti, que nunca ha sido mi obispo pero que fue para nosotros y para mí un padre, y lo sigue siendo; al cardenal Antonelli, también aquí presente, que siempre estuvo pendiente de mí como un padre aunque durante todo su episcopado yo estuve en Perú, donde quiso visitarme y donde me donó la compañía de Paolo. Del cardenal Betori, mi querido don Giuseppe, no diré nada, basta lo que él ha dicho en la homilía, donde ha descrito al pastor que vi en él y que me ha llamado amigo. ¡Qué gracia haberlos tenido al lado! Me han acompañado en las etapas de mi juventud y de mi sacerdocio.

He conocido y he tenido delante a muchos santos, sacerdotes y laicos, algunos están de camino hacia los altares. Entre ellos recuerdo en primer lugar a don Giussani: sin su carisma, yo y miles de jóvenes en todo el mundo no habríamos descubierto a Jesús como presencia viva a la que entregarle todo; Giorgio La Pira, que me conocía por mi nombre; Divo Barsotti, que me quería especialmente y que una vez (ya lo puedo contar) me dijo que algún día yo sería obispo: esperaba que no fuera profeta… Enzo Piccinini, Andrea Aziani y tantos otros que no cito porque son esos “santos de la puerta de al lado” que tal vez no llegarán a los altares (algunos quizá sí), pero cuya santidad es evidente para mí.

Recuerdo a tres. Una mujer en silla de ruedas que no podía hablar y a la que visitaba en la primera parroquia donde fui vicario, estoy seguro de que veía a la Virgen y ofrecía su propia vida por la Iglesia. Una anciana enferma, postrada en cama durante años en Lima, que me decía que los días se le hacían demasiado cortos y no le daba tiempo a rezar por todos. Por último, también en Lima, otra mujer que vivía en una choza hecha con cartones, tenía un tumor y me preguntaba si su oración era correcta. Ella rezaba así: «Te doy gracias, Señor, porque me amas tanto, porque me das todo, el sol, el agua, la vida». De ninguna de las tres recuerdo el nombre, su nombre lo sabe Jesús.

No quiero alargar demasiado estas palabras y solo digo que espero no ser demasiado indigno de la tarea que el Papa Francisco me confía. Ya quiero al pueblo de la diócesis de San Miniato, tan numeroso hoy aquí, y haré todo lo que pueda por acoger, acompañar y guiar a la comunidad diocesana y a la gente de esta parte de Toscana tan hermosa y activa. He tenido grandes predecesores (don Fausto y don Andrea, que están aquí) que me han allanado el camino. Ayudadme a seguir el sendero para que todos puedan encontrar en Jesús el camino de su vida que, como decía al principio, cuando uno entiende que es vocación, se convierte en una gran aventura.

Permitidme acabar con dos palabras que me gustaría dirigir a los muchos amigos del Perú y de tantas partes de América Latina que siguen esta celebración por internet.

Queridos amigos, ¡gracias! Su compañía en la fe, su testimonio lleno de alegría y de esperanza me ayudan día tras día a vivir con la conciencia de que el don de Cristo es para todos y que el ímpetu para que todo el mundo lo encuentre vence distancias y diferencias. Caminamos juntos. Que Dios les bendiga.

Giovanni Paccosi

Florencia, 5 de febrero de 2023

Escudo episcopal de monseñor Paccosi