El milagro del Papa

Libero
Antonio Socci

Dios salve a Ratzinger. Ha curado a los ingleses del ateísmo
“Por qué no logro matar a Dios en mí? ¿Por qué sigue habitando en mi ser? ¿Por qué me acompaña dolido y humilde, a pesar de mis maldiciones, que pretenden eliminarlo de mi corazón? ¿Por qué, a pesar de todo, sigue siendo una realidad ilusoria de la que no me puedo liberar?”.
Es éste el grito lanzado por Antonius Block, el caballero medieval protagonista de la célebre película de Ingmar Bergman, El séptimo sello. Se trata del caballero cuya condición existencial está toda en esa famosa partida de ajedrez con la Muerte, jugada a orillas del mar, para prolongar su propia vida.
Su desilusión y su angustia, al regreso de las cruzadas, entonces con un pasado cristiano a sus espaldas (Bergman era hijo de un pastor protestante), son el retrato perfecto de la condición de los modernos, que han ventilado a Dios del mundo y de su vida, pero que no logran arrancarlo de raíz de ellos mismos, porque la necesidad de Él, el deseo de lo infinito, de la eternidad, del significado, del amor –o sea, el deseo de Dios – grita en sus mismas carnes, en el fondo del corazón, en el alma, que se siente huérfana.
Son éstas las palabras que salen a la mente frente a lo que ha acontecido en Gran Bretaña a lo largo de la visita de Benedicto XVI. «Un evento histórico». Así comentaba el Papa con entusiasmo su reciente viaje. Ratzinger no es tipo de usar palabras por gusto. No quería utilizar una expresión enfática para exaltar simplemente el significado histórico de la visita del Pontífice romano en el país más laico de Europa, desde el punto de vista histórico el más “antipapista”. Ha explicado que fue un evento histórico antes que nada porque ha superado todas las previsiones. Todos habían anunciado que el Sucesor de Pedro iba a ser acogido con laica hostilidad, contestaciones, hielo anglicano, formalismo de las autoridades e indiferencia de la gente común. Sin embargo, ha sucedido lo contrario, y hasta los diarios británicos, que por costumbre son cáusticos con la Iglesia de Roma, han reconocido que se habían equivocado y han resaltado la sorpresa por este Papa humilde, bueno y sabio. Por fin han admitido la gran fascinación del catolicismo que les habla a ellos de sus mismas raíces, desde los siglos de su gran historia católica.
En efecto, el Papa, en la Audiencia del miércoles siguiente a su viaje, dijo: «En las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos han hablado al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. Pude de hecho constatar cómo la herencia cristiana es aún fuerte e incluso activa en todos los estratos de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y hay numerosas expresiones de religiosidad que esta visita mía ha puesto aún más en evidencia».
Ha seguido entrando en el detalle para resaltar cómo todos han acogido con «gran calor y entusiasmo» a él y a lo que representa: desde las autoridades a los líderes de las otras confesiones, desde los jóvenes hasta la gente común. Concluyó: «Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la perenne novedad del Evangelio, de la que ésta está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una convicción profunda: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una unidad con el “genio” y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no deja de trabajar para mantener continuamente en pie esta tradición espiritual y cultural».
Entonces no se trata sólo del inextirpable y genérico deseo de Dios, que grita en todos los seres humanos, también en el siglo que pretendió matar a Dios. Es justamente la antigua alma cristiana, una espera del Dios vivo, la que se agita en el corazón de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo (hasta en tantos intelectuales que se proclaman laicos).
Porque una vez que se ha conocido a Jesucristo –y cualquiera que haya nacido en Europa ha visto su rostro aunque sólo sea por el hecho de haber sido bautizado–, una vez que se ha visto la luz, en cualquier noche que nos encontremos después, ya no se puede extirpar la nostalgia de esa luz. Antes o después vuelve a aferrarte porque con el bautismo le pertenecemos.
Como anota un gran escritor católico inglés, Graham Greene en la novela El fin de la aventura, una historia de amor ambientada en un Londres devastado por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (recientemente se ha vuelto a imprimir con el título Fin de una historia), una historia que muestra que Jesucristo no se deja arrancar de nadie de los que ha recibido en sus manos.
El Papa en Gran Bretaña ha hablado de esa nostalgia de un amor perdido, del Amor perdido. A esta nostalgia cristiana, a este deseo de la gracia, de la revelación de Dios en la carne de la vida cotidiana, Bergman una vez más daba expresión en esa película con estas palabras del caballero: «Mi corazón está vacío. El vacío es un espejo que me mira. Veo en él el reflejo de mi imagen y siento disgusto y pavor». Esta experiencia de sí se torna petición, grito, plegaria para que el Salvador vaya a su encuentro tangiblemente: «¿Es algo tan cruelmente impensable percibir a Dios con nuestros propios sentidos? ¿Por qué debe esconderse en una neblina de medias promesas y de milagros que nadie vio? Yo quiero saber. No creer. No suponer. Quiero saber. Quiero que Dios me extienda su mano, que me revele su rostro, que me hable».
Precisamente este Dios que se ha hecho hombre y tiende la mano a cada uno de nosotros: ésta es la noticia que Benedicto XVI ha ido a dar a conocer: “El Verbo se hizo carne y habita entre nosotros” (Jn 1,14). Con humildad –como ha resaltado el Papa– suena en el mundo este anuncio: “Lo que nosotros hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado, o sea el Verbo de la vida (…), nosotros también os lo anunciamos” (1 Jn 1,3).
El repicar de esta noticia, en la laica Londres, “la ciudad presa del tiempo”, ha conmovido los corazones. ¿Es una señal de tiempos nuevos?