Fernando Morán con varios jóvenes (Foto Cesal)

Vence quien abraza más fuerte

«No tenía claro cómo ayudarlos, pero quería acogerlos como me han acogido a mí». Fernando Morán, de la ONG CESAL, acompaña a jóvenes en riesgo de exclusión, «un arte complicado» (Huellas, septiembre 2024)
Davide Perillo

Mohamed tenía 12 años cuando llegó a España. Viajó escondido debajo de un camión: Marruecos, Ceuta, un bote... a la tierra de la esperanza, una palabra que debía sonarle extraña a un chaval que llevaba fuera de casa desde pequeño, acostumbrado a vivir en la calle y parecer mayor de lo que era. «Llegó a un centro de acogida pero le echaron porque creían que era mayor de edad». Ahí empezó el mal camino, como les pasa a muchos: hurtos, arrestos, condenas. Y un encuentro inesperado. «Nos conoció, hizo el curso de cocina y en un año era otro, quería volver a empezar».

Entonces llegó una condena de tres años por algo que ya pertenecía al pasado. Mohamed quería huir a Francia pero Fernando Morán, un Memor Domini de 52 años, responsable de Formación en CESAL, la ONG que lo acogió, decidió apostar el todo por el todo. «Le dije: tienes que responder por lo que has hecho. Ahora cumples la pena y luego volvemos a empezar de cero, pero limpios. Aceptó. No me lo esperaba pero lo hizo por la relación que teníamos. Para mí es como un hijo». El abrazo de un padre fue lo que le permitió a Mohamed mirar la realidad cara a cara y aguantar, descontando 18 meses por buena conducta, para volver a empezar de verdad. «Ahora trabaja con nosotros, acogiendo a los que llegan. Que sea él quien les diga “sé que la vida es dura, pero puedes conseguirlo” no tiene nada que ver».

Fernando conoce a muchos así. Jóvenes «en riesgo de exclusión social», así los llaman, entre 16 y 25 años, sin titulación, con problemas para encontrar trabajo e integrarse. Y casi siempre con un dato en común: «no han tenido una relación positiva con un adulto que les acompañe, dentro de su familia o fuera de ella». Muchos son inmigrantes que llegan solos, como Mohamed, a los que CESAL ofrece cursos de formación profesional (cocina, jardinería, instalación de paneles solares). «Pero sobre todo hacemos con ellos un camino educativo que les prepare para la vida adulta».

Actualmente son unos doscientos. Proceden en su mayoría de centros de acogida, cárceles de menores y servicios sociales. «Pero también llegan por el boca a boca. Cuando ven a uno que empieza a trabajar, le preguntan cómo lo ha hecho. Y vienen a buscarnos». Llaman a la puerta de lo que al principio era también un centro de integración. CESAL los ayudaba con cursos de español, deporte y actividades de tiempo libre. «Pero con la crisis inmobiliaria de 2008, muchos se quedaron en el camino. Nos decían: el tiempo libre está muy bien, pero necesitamos trabajar».

Así empezaron los cursos, «pensados para estos jóvenes sin formación ni títulos». Son breves: seis meses como máximo, con dos periodos de prácticas para que salgan ya en condiciones de trabajar. «Para ellos, esperar uno o dos años es impensable. Tienen que ganarse la vida y necesitan resultados inmediatos». Les dan la teoría necesaria, mucha práctica y horas codo con codo «con un adulto apasionado por su trabajo que te enseña trabajando, un maestro». Cuando le preguntas a Fernando qué es un maestro, responde ampliando el horizonte: «Alguien que te ayuda a crecer. La educación no solo consiste en transmitir conocimiento, sino en acompañarte a crecer. En el trabajo y en la vida. El maestro debe enseñarte cómo se hace, pero sobre todo te muestra quién es».

Para él también fue así. «Yo no soy inmigrante, nací en Madrid, pero también he experimentado esa falta de adultos que me acompañaran. Los encontré cuando conocí a los Bachilleres». Estudió electrónica, en el sector telefónico. La ocasión de entrar en CESAL llegó hace 18 años. «Empecé porque en el movimiento encontré un abrazo. No tenía muy claro lo que suponía ayudar a estos chavales, pero quería acogerlos como me habían acogido a mí. Me costó poco entender que la mayor dificultad que tenían era justamente la de encontrar adultos que los acompañaran».

Educar pasa por ahí, por ese abrazo. «Es un arte complicado, pero es algo que tenemos como un axioma en nuestra formación. En mi historia, mucho viene de Carras (Jesús Carrascosa, responsable de CL en España fallecido el pasado enero, ndr), que siempre repetía: “Vence quien abraza más fuerte”. Y añadía: “Primero se abraza, luego se corrige”. Es la pura verdad. Estos chicos están acostumbrados a equivocarse y ser castigados, pero al final así la corrección entra por un oído y sale por el otro. Cuando ves a alguien que te abraza antes de corregirte, te das cuenta de que lo hace porque te quiere. Y todo cambia».

Como Mohamed, que aceptó ir a prisión. O Suahi, «otra historia de la que aprendí mucho. Es un “armario” de 1,97m, también marroquí. Venía a nuestro curso de cocina. Vivía fuera de Madrid, en un coche abandonado. Tardaba una hora en llegar. Aquí empezamos a las 9 y si llegas tarde no puedes entrar, lo que le pasaba a menudo. Le recibíamos, podía descansar y darse una ducha, pero no dar clase. Yo le decía: “Mira, si no cambias esto, nunca podrás trabajar”, y era cierto. Pero también pensaba: “¿Esto es justo? A un chaval que duerme en un coche, a la intemperie, y se recorre una hora en autobús, ¿puedes castigarlo por llegar cinco minutos tarde?”. Queriéndole es como he aprendido que esa corrección le hacía bien. Y él también lo entendía porque quería que le trataran igual que a los demás, que no le miraran solo por sus problemas». Suahi trabaja ahora en un restaurante y también acoge a los chavales de CESAL que llegan a su cocina para hacer prácticas.

¿Los jóvenes de ahora son diferentes de los del principio? «Mucho. Hace quince años llegaban muchos jóvenes de América Latina para reunirse con sus madres, que ya estaban aquí. A lo mejor habían vivido con sus abuelos, sin padre… y muchos acababan en bandas buscando la familia que nunca habían tenido. Ahora vienen casi todos de África y suelen tener 12-13 años. Casi todos tenían una familia allí, pero aquí no tienen puntos de referencia». Se parecen un poco al 30% de jóvenes españoles que participan en los cursos de CESAL. «Vienen casi siempre de familias rotas». Dice que trabajar con ellos es diferente. «Cuando reconocen que hay alguien que les quiere y que desea ayudarlos, te toman afecto enseguida y te siguen. Puede parecer paradójico, pero cuanta más necesidad tienen, antes dan ese paso».

Y tú, ¿has cambiado? Fernando lo piensa un instante. «Voy a contarte algo que me acaba de pasar. Hace tiempo un antiguo alumno, que estuvo en la cárcel y ahora dirige tres restaurantes, me dijo: “Vuestro trabajo salva a la gente”. Mientras que el otro día, en una reunión de trabajo donde discutíamos sobre un chaval, un compañero decía: “Tranquilos, que no somos nosotros los que le salvamos la vida”. Pensándolo un poco, las dos cosas son ciertas. No los salvamos nosotros, eso es evidente, pero nuestro trabajo –nuestras decisiones– pueden ayudarles a salvarse. Somos instrumentos de salvación. Y eso es precioso». ¿Por qué? «Porque ese extraño equilibrio es el espacio en el que puedo dejar entrar continuamente a Cristo, que actúa a través de mi trabajo».

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Lo mismo vale también para otro trabajo fuera del trabajo, en las celdas de Soto del Real y Meco, cárceles donde él y otros amigos hacen la caritativa. «Cuando empezamos con jóvenes de bandas, muchos acababan allí e íbamos a visitarlos. Al cabo de un tiempo, los responsables nos dijeron: en vez de verlos a través de un cristal, ¿por qué no venís a pasar tiempo con ellos?». Así nació la caritativa hace cinco años. «No hacemos nada especial: estamos con ellos. Conocemos a muchos que al salir nos llaman: “soy libre, ayúdame a volver a empezar”. Así surgió un programa de CESAL para acompañar a estos chavales mientras están dentro. Pero esa no es la cuestión». ¿Cuál es? «Esta mañana hemos estado allí y ha habido un follón, se han peleado… y ha habido bronca. Me daba pena, pensaba: “¿de verdad esto sirve para algo?”. Pero al salir todos nos han dado las gracias por haber ido. Solo hemos estado ahí, y yo pensando que era inútil… Pero educar es así: imprevisible. Como un abrazo».