Marina Cvetaeva (Foto Wikimedia)

«Todos mis versos persiguen a Dios»

En "Huellas" de septiembre un retrato de la vida y de la obra de la grande poetisa rusa Marina Tsvetáieva. Los trágicos acontecimientos del siglo XX, la fecundidad de una vida en la oscuridad del mundo grita la necesidad de «algo inaudito»
Giovanna Parravicini*

«En París no hace falta, la emigración no hace falta – sería igual también en Moscú durante la revolución. Nadie me necesita. Mi fuego no le sirve a nadie porque no se puede hacer kasha».
Estas palabras de uno de sus cuadernos de 1932 muestran a Marina Tsvetáieva por entero, con su «huracán interior» (como diría su marido, Sergei Efron, sus pasiones e impulsos insaciables que la defraudaban constantemente), pero también con esa sensación de «vacío y aburrimiento» existencial (como diría Leopardi) de la que brotaría durante años una poesía inmensa, pero que también la llevaría, el 31 de agosto de 1941, hasta el extremo del suicidio.

«No conozco un destino más trágico que el de Marina Tsvetáieva», afirmó la escritora Nadezhda Mandelshtam. Y la pianista Marija Judina recordaría un encuentro pocos meses antes de su trágico final, cuando fue incapaz de comunicarse con ella, encerrada en su desesperación. «Debería haberme arrojado a sus pies, besarle las manos, bañarla con mis lágrimas, ofrecerme a llevar alguno de sus pesos…».

Tsvetáieva nació en Moscú en 1892 en una familia muy sensible a la belleza y a la cultura. Su madre era una pianista excelente y su padre, filólogo y crítico de arte, fundó el actual Museo Pushkin de Moscú. En 1912 contrajo matrimonio con Sergei Efron, contra la opinión de su familia.

En 1917 se oponen a la revolución y él se enrola en el ejército «blanco». Empieza así una separación que duraría cinco años y que Marina tiene que afrontar con dos niñas pequeñas a su cargo y con una situación económica muy dura. Su hija menor, Irina, muere en 1920 por desnutrición en una institución donde la había dejado su madre ante la imposibilidad de alimentar a las dos, por lo que se vio obligada a elegir en cierto modo a favor de la mayor, que tenía más posibilidades de sobrevivir. Tsvetáieva cargará toda su vida con el peso del remordimiento por la muerte de Irina.

En 1922, al enterarse de que su marido sigue vivo y está en el extranjero, Marina abandona Rusia junto a su hija Ariadna. Comienza entonces para ellos una vida de peregrinación en el exilio, como emigrantes: en Alemania, en Checoslovaquia, en Francia. En 1925 nace en Praga su tercer y esperado hijo, Georgi (Mur).

La trama de sus Cuadernos transparenta esta vida cotidiana donde convive el genio creativo de Marina, sus relaciones más profundas (sobre todo su correspondencia con Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke), con apuntes de su vida cotidiana, listas de la compra, intentos de cuadrar el magro presupuesto familiar, notas de su puño y letra sobre su marido e hijos. Son años dramáticos y muy fecundos (sobre todo el trienio bohemio), cargados también de la soledad y hostilidad que se vivía en los barrios de inmigrantes en París. Este registro detallado de su vida se interrumpe en el verano de 1939, al volver a la Unión Soviética, con una última anotación escrita el 19 de junio en el tren que lleva a Marina y a su hijo desde Leningrado hasta Moscú («Al despertarme, he pensado que mis años están contados, pronto lo estarán también los meses…»).

Tsvetáieva se obligó a regresar a su patria tras la misteriosa desaparición de su marido en París, involucrado en un oscuro caso de espionaje político, por la presión de sus hijos pero también con la esperanza de encontrar en su tierra un círculo de amistades y quizá un posible público. La realidad es que ese mismo otoño su hija Ariadna y Sergei serán arrestados. Ella pasará 17 años en el lager y él será fusilado en 1941. Son años de pobreza y marginación en los que Marina se mantiene gracias a las traducciones que le encargan los pocos amigos que le quedan.

Al estallar la guerra, cuando después de la movilización Mur tiene que alistarse para desactivar municiones sin detonar, Marina aterrorizada trata de ponerlo a salvo uniéndose a un grupo de escritores evacuados de la república soviética tártara. Aquí, en Yelábuga, es donde se ahorca el 31 de agosto, a los diez días de su llegada. La enterraron en una fosa común. Mur murió en el frente el 7 de julio de 1943.

Pero todas las tragedias de la vida de Marina no bastan para dar una idea del drama que vivió, que no se sitúa tanto (ni solo) al nivel de los acontecimientos externos, sino al de su percepción de la realidad. En su poesía vibra una tensión constante entre su sed de vida, de plenitud, de totalidad, y la percepción de la finitud, la muerte como anulación del ser, como aniquilación de la vida. Es un grito que suma desesperación, miedo, dolor y coraje. «¡Escuchad! ¡Me niego! ¡Es una trampa! No me meterán en la fosa, a mí no. ¡Lo sé! – ¡Todo acaba en cenizas! Y no recibirá la tumba nada de lo que he amado ni aquello por lo que he vivido» (Posvjašcaju eti stroki, 1913).

Una tensión que se libera en una relación, en un amor absoluto, único, al que entrega toda su existencia. «Tú sabes lo que quiero – cuando quiero. Oscuridad, claridad, transfiguración. Protuberancias extremas de otras almas – y de la mía. Palabras que no oirás ni dirás nunca. Algo inaudito. Algo monstruoso. Un milagro» (Carta a Rilke, 10 de julio de 1926).

Pero amar, ¿a quién, o a qué? ¿Dónde está ese objeto (el milagro) que uno puede amar hasta quedar saciado? Ni la familia, ni el marido, ni los hijos –vínculos de los que Marina nunca se separó– le bastaban. Una misteriosa «alteridad» es el término último de esa relación que unifica la necesidad de amar y ser amada con la conciencia de una misteriosa, infinita fecundidad. Así lee en 1931 uno de sus poemas: «“Para tu pluma soy la página. / Todo lo acepto. Soy hoja en blanco. / Soy el guardián de tus bienes, / Quien te los cuida y entrega, acrecentados. / Yo soy el campo, la tierra negra. / Tú eres mi lluvia, tú eres mi rayo. / Tú eres mi dueño y señor, y yo / soy negra tierra, papel blanco”. Entonces, en 1918, ¿era consciente de que al compararme con lo más humilde que existe (la negra tierra y el papel blanco) me estaba definiendo como lo más grande: las entrañas de la tierra (negra tierra) y todas las posibilidades de la hoja en blanco? Con la ingenuidad de una enamorada, ¿me comparaba sencillamente con el todo?».

Y seguía diciendo: «1918-1931. Un cambio: uno solo puede dirigirse así a Dios. ¡Eso era una oración! Y no se reza a los hombres. Hace 13 años –¡no es que no lo supiera!– no quería saberlo, obstinadamente. Y de una vez por todas esos versos, todos mis versos, se dirigían a Dios… Por encima de los hombres – a Dios. O al menos a los ángeles. Aunque solo sea por ese motivo, que ningún hombre los ha aceptado, se ha adueñado de ellos, los ha sentido como suyos, con acuse de recibo. Así es: todos mis versos, o persiguen a Dios, o me persiguen a mí».

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Julio 1933. «Curva, hasta que me enderece / en toda mi estatura / que llega hasta las estrellas. / – / Como el arco iris, curva», escribe en sus Cuadernos en julio de 1933. Con una aclaración que nace de su conciencia de la densidad y unicidad de su poesía, del misterio que encierra. «Yo soy ese canto del que no se puede suprimir una palabra, ese hilo del que no se puede arrancar una hebra. No quiero, no lo cantes, no [...], no te disfraces. Tan solo no intentes corregirlo, no es una obra humana sino divina. Llegará el momento en que yo misma (mejor dicho, ¡por decisión de otros!) descompondré, derramaré, desataré: lanzaré ese canto al viento y ese hilo al nido. Será la hora de mi muerte, de mi nacimiento a la otra vida. Pero hasta que todo esté unido, tejido, cosido, no te acerques, será solo que aún sigo viva».

* Investigadora de Rusia Cristiana y responsable de la Biblioteca del Espíritu en Moscú