Enrique Irazoqui interpreta a Jesús en "El evangelio según san Mateo" de Pier Paolo Pasolini (1964)

Pasolini. «Mi pie enganchado en el estribo»

La imagen del Cartel de Pascua 2020 está tomada de su “Evangelio según san Mateo”. Pero la relación del poeta con la figura de Cristo no fue algo ocasional. A los veinte años, siendo ateo, ya escribía: «Lo busco en todas partes»

Sumergirse en la visión de la película El evangelio según san Mateo –del que está tomada la imagen del Cartel de Pascua 2020– más de medio siglo después de su realización (1964), en ese blanco y negro tan austero, en esa sucesión de hechos narrados por un guion un tanto brusco y casi respetuosamente ausente, hace que el espectador se pregunte no solo por la historia que cuenta, no solo por el estilo de la obra («Fiel al relato pero no a la inspiración del evangelio», L’Osservatore romano, 1964; «Tal vez la mejor obra sobre Jesús en la historia del cine», L’Osservatore romano, 2014), sino también por la búsqueda interior de su narrador, el cineasta Pier Paolo Pasolini. ¿Qué necesidad tenía un marxista como él de llevar a la gran pantalla, con una lealtad filológica, una historia en la que «no creía», la historia de Jesús de Nazaret, tomada no de un evangelio apócrifo sino de uno de los sinópticos que desde hace siglos se proclaman desde los púlpitos de las iglesias cristianas? Quizás percibía un impulso análogo al que un año antes llevó al papa Juan XXIII a dirigirse con la Pacem in terris «todos los hombres de buena voluntad». Pero el porqué más profundo recorre toda la existencia de Pasolini, y vamos a intentar documentarlo con algunas de sus propias palabras.

«Soy un buen chico, lloro todo el día, te pido, Jesús mío, que no me dejes morir. Jesús, Jesús, Jesús. Soy un buen chico, me río todo el día, te pido Jesús mío, oh, déjame morir. Jesús, Jesús, Jesús». En esta antinómica letanía de alabanza en los primeros años cuarenta, un Pasolini veinteañero pone en juego a ese Jesús del que más tarde dirá, siendo ateo, «lo busco en todas partes». Para él permanecerá como un constante y lacerante reclamo de un Dios escondido.



La misión dolorosa y magnética de la escandalosa y perturbadora figura del Christus patiens, cuerpo desnudo e inocente ignominiosamente clavado al madero, se enmarca ya en los versos de la Pasión. «Cristo herido, sangre violeta, ojos piadosos, claror de los cristianos. Flor que brota en el monte lejano, ¿cómo podemos llorarte, oh Cristo? El cielo es un lago que brama en torno al Calvario mudo. Oh Crucificado, deja que me detenga a contemplarte».

Uno de los fragmentos que explican mejor su actitud ambivalente, que sigue y huye a la vez, sacramental pero también gnóstico, sediento y desesperado delante de Jesús, lo encontramos en los versos de Blasfemia, donde Pasolini grita la carnalidad de Cristo. «¿Cómo van a hablar los testigos de Dios si no es con el ejemplo? Las palabras que ahora digo no son más que una parte, la última, del ejemplo que yo, testigo de Dios, os doy con mi presencia, o sea, con mi vida. ¡No os dejéis vuestro espíritu en la lucha! ¡Dejad vuestro cuerpo en la lucha! Con él habla vuestro espíritu, lo que sois. ¡Cuánto habló Cristo! Pero nada hablaba más que su cuerpo clavado en la cruz en silencio. No uséis palabras, no uséis imágenes, no uséis símbolos. ¡Sed lo que sois! ¡No paséis a través de símbolo alguno! Sed siempre lo que sois».

Más aún: «Cristo está en la realidad. ¿Por qué entonces no nos limitamos a estar con él? ¿Por qué usamos símbolos a cambio? ¿Qué hago yo del Cristo que tú me vendes con tu palabra y tu imagen, o sea, con tus símbolos, que son la necesidad de la vida y por tanto su alteración, la pérdida aceptada de su realidad?».



Pasolini tuvo el tormentoso don de una mente agudísima y un corazón hambriento de pureza, le faltó la gracia de una mirada de compasión humana, un encuentro (y a muchos les gusta fantasear sobre el resultado humanamente extraordinario que el contacto que buscó Luigi Giussani pocos días antes de la trágica muerte del poeta habría podido tener, cuánto habría valorado la invitación que el sacerdote lombardo hacía a su gente: «Os deseo no estar nunca tranquilos»).

Por último, una elocuente confesión pública de Pasolini que hizo por carta a Giovanni Rossi, de la Pro Civitate Christiana de Asís, donde el cineasta, leyendo las páginas del Evangelio el día que también estaba allí el papa Juan XXIII, da idea de su film. «Estoy bloqueado, querido don Giovanni, de una manera que solo la Gracia podría desbloquear. Mi voluntad y la de otros resulta impotente… Tal vez porque siempre me he caído del caballo. Nunca he montado con valentía en mi silla (como tantos poderosos o míseros pecadores). Siempre me he caído, con un pie enganchado en el estribo, de tal modo que mi carrera no consiste en cabalgar sino en ser arrastrado, con la cabeza por el polvo y las piedras. No puedo subirme al caballo de los judíos y los gentiles, ni caer del todo en tierra de Dios».

Susanna Pasolini, madre del director, interpreta a María, madre de Jesús

Pasolini intuía que el nudo de su vida solo podía deshacerse en Jesús, pero consideraba que su ovillo era demasiado indigno e inextricable para la mano divina, o tal vez, sencillamente, esperaba que una mano humana le ofreciera humana compañía. Como convirtiendo en sentencia firme la mendicante pregunta del salmista: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?», y casi incorporando, con vago acento pascaliano jansenista, la respuesta triste y marchita: es irredimible, irremediablemente pecador, estiércol, nada, el designio de su destino ha tomado vías insondables, desviadas de esa ternura que él mismo anhelaba.

Ante una necesidad humana que grita tan aguda y desesperadamente, solo cabe preguntarse con temblor: ¿yo qué estoy haciendo con la gracia inmerecida que he recibido?