Pedro Salinas

Pedro Salinas. La claridad de lo incognoscible

Es uno de los autores citados en la introducción de los Ejerciciosde la Fraternidad de CL. Viaje por los versos de “La voz a ti debida”. «Cuando tú me elegiste –el amor eligió– salí del gran anónimo»
Alfonso Calavia

¿Algún día seremos capaces de conocer la realidad en toda su amplitud? ¿Por qué parece que el sentido último de las cosas se esconde apresuradamente como el sol detrás de las montañas? «¡Quiero comprender!». Este fue el grito del poeta español.

Pedro Salinas vivió en la España del siglo pasado buscando la luz, tratando de toparse con «la claridad de lo incognoscible» (Presagios; Seguro azar; Fábula y signo. Alianza Editorial, Madrid 2003), procurando descifrar el secreto, quitarle el velo a lo real para poder comprenderlo todo, y comprenderlo entonces en todo su esplendor. El deseo de claridad exigió una pureza original a nuestro autor, un genio del lenguaje escogido «por el sufragio implícito de las generaciones y los siglos, por tribunales que nadie nombra ni a nadie obligan, en verdad, pero cuya autoridad, por venir de tan lejos y de tan arriba, se acata gustosamente» (“Defensa de la lectura”, en El defensor, Alianza Editorial, Madrid 2002).

Estas palabras las escribió el mismo Salinas, y no es arriesgado pensar que él no se habría considerado parte de este grupo de escritores eternos. En cambio, aquí estamos, casi setenta años después de su muerte, sumergiéndonos en su obra. Todo le interesaba, todo le era amable –digno de ser amado–: sentimientos y personas, lugares y sucesos, pero sin duda, la cuestión crucial, la que vivió con más intensidad fue el amor a la mujer. «No es el yo fundamental / eso que busca el poeta, / sino el tú esencial», escribió Antonio Machado (Nuevas canciones, Mundo Latino, Madrid 1924). La relación amorosa es el tema que domina por completo los versos de La voz a ti debida, un poema que probablemente nos vuelva la mirada a esos lugares del alma vedados, adormecidos por el trantrán cotidiano.

Esta lectura nos reclama desde el comienzo a la espera de algo que aún no se ha abierto, sus páginas nos instan a que estemos vigilantes. ¡El imprevisto puede llegar sin pedirnos permiso! «Poned señales altas, / maravillas, luceros; / que se vea muy bien / que es aquí, que está todo / queriendo recibirla. / Porque puede venir. / Hoy o mañana, o dentro / de mil años, o el día / penúltimo del mundo». Salinas comprendió que debemos estar alerta si queremos captar los signos de la gran belleza. «¡Si me llamaras, sí, / si me llamaras! / Lo dejaría todo, / todo lo tiraría». Todo es nada en comparación con su amada. La obra entera rezuma segundas personas del singular –tú, tú y tú– una y otra vez, como queriendo introducirnos en un mundo de relación, el único mundo posible, aquel que se puede conocer solo si está ella. Al margen de ella las cosas no tienen nombre, se desvanecen, se alejan inexorablemente hacia la nada. «Alegría, pena, siempre / ¿por qué tenéis nombre: amor? / Si tú no tuvieras nombre, / yo no sabría qué era». Tu vida me da el nombre. Tu presencia ha inundado el mundo de esperanza. Un mundo que, contigo, con tu llegada, ha salido de la normalidad y el aburrimiento. «El gran mundo vacío, / sin empleo, delante / de ti estaba: su impulso / se lo darías tú». Y yo, que pertenecía a este mundo hueco, «cuando tú me elegiste / –el amor eligió– / salí del gran anónimo / de todos, de la nada», y «al decirme: “tú” / –a mí, sí, a mí, entre todos–, / más alto ya que estrellas / o corales estuve».

«Poned señales altas, / maravillas, luceros; / que se vea muy bien / que es aquí, que está todo / queriendo recibirla. / Porque puede venir. / Hoy o mañana, o dentro / de mil años, o el día / penúltimo del mundo»

Entonces el autor adquiere un rostro propio, bien delineado, único e irrepetible. Ya no cuentan los genios, los que mueven a las grandes masas, los audaces e inteligentes, ahora toma protagonismo la persona profundamente amada, «hay otro ser por el que miro el mundo / porque me está queriendo con sus ojos».

El poema podría haber terminado así. Se acabaron los problemas. Al fin encontramos la llave secreta del mundo. ¡No! Los versos se multiplican y nos regalan una experiencia profundamente humana: ella está, pero no es suficiente. «Me debía bastar / con lo que ya me has dado. / Y pido más, y más». La mecha del deseo se enciende de nuevo. Ella se hace cada vez más grande, tanto es así que tiene la tentación de hacerla chiquita. Y es que en muchas ocasiones procuramos –literalmente– recortar nuestras ansias para así llenar antes el cántaro vacío; él no lo consigue y busca por todos los medios recortarla a ella. «Distánciamela, espejo; / trastorna su tamaño. / A ella, que llena el mundo, / hazla menuda, mínima. / Que quepa en monosílabos, / en unos ojos; / que la puedas tener / a ella, desmesurada, / gacela, ya sujeta, / infantil en tu marco». Pero ella desborda todo marco, todo corazón. Entonces continúa la batalla.

«Me debía bastar / con lo que ya me has dado. / Y pido más, y más»

Salinas no le pone trabas a la experiencia e intuye que la amada no es solamente lo que aparece a primera vista. «No eres / lo que yo siento de ti. / (…) Detrás, más allá te busco. / (…) Vivir ya detrás de todo, / al otro lado de todo / –por encontrarte–». ¿«Al otro lado de todo»? Sí. Nuestro escritor tiene «ansia / de irse dejando atrás / anécdotas, vestidos y caricias, / de llegar, / atravesando todo / lo que en ti cambia, / a lo desnudo y a lo perdurable», quiere quedarse «en lo que no ha de pasar».

Qué sufrimiento el nuestro, siempre a la caza de lo “concreto”, y este, maleducado, nos lanza a la búsqueda de lo eterno; un dolor irrenunciable si queremos amar. «No quiero que te vayas, / dolor, última forma / de amar (…). / Tu verdad me asegura / que nada fue mentira».

La poesía de Salinas obedece rigurosamente a la realidad, desde el nacimiento del amor hasta llegar al gozo de la unión. Y es entonces cuando, quizás, llegan los versos más bellos de toda la obra: «Ha sido, ocurrió, es verdad. / Fue en un día, fue una fecha / que le marca tiempo al tiempo. / (…) Y súbita, de pronto, / porque sí, la alegría. / Sola, porque ella quiso, / vino. Tan vertical, / tan gracia inesperada, / tan dádiva caída, / que no puedo creer / que sea para mí». A ti te debo mi voz, mi rostro, mi alegría, a ti, a quien siempre puedo volver. «¡Qué novedad tan inmensa / eso, volver otra vez, / repetir lo nunca igual / de aquel asombro infinito!».

«Y súbita, de pronto, / porque sí, la alegría. / Sola, porque ella quiso, / vino. Tan vertical, / tan gracia inesperada, / tan dádiva caída, / que no puedo creer / que sea para mí»