© Vasantha Yogananthan

Educación. Todo reside en una mirada

La crisis de toda una generación, el dolor de los jóvenes, el miedo de los adultos y el camino hacia una relación «total» y «viva». En "Huellas" de septiembre, los apuntes de un diálogo con Franco Nembrini y Matteo Severgnini
Franco Nembrini y Matteo Severgnini

FRANCO NEMBRINI. Hace años acogí a un chico con problemas psicológicos al que Dios había concedido el don de una extraordinaria capacidad para intuir la naturaleza de las cosas. Una noche, cenando, me dijo: «Franco, ¿sabes lo que es un jersey?». Respondí: «Sí, algo que te pones cuando tienes frío». «No entiendes nada», contestó: «Un jersey es la prenda que tienen que ponerse los hijos cuando las madres tienen frío». Luego añadió: «¿Sabes lo que es Gioventù Studentesca? El lugar donde tienen que ir los hijos cuando las madres tienen miedo». Pregunté entonces: «¿Y a qué tienen tanto miedo las madres?». Me dijo: «Las madres nos quieren, por eso no quieren que nos hagamos daño ni que nos lo hagan. Pero les da miedo que eso pase y para evitarlo, nos quitan la libertad. No entienden que así nos están matando». Todas mis reflexiones de 40 años en clase sobre el riesgo de educar hallaron en la afirmación de este chaval de 16 años un punto inevitable de verificación. Me interesaba entender a qué se refería.

Hay un estado de ánimo en los adolescentes de hoy que me parece totalmente nuevo. Hasta hace diez años nunca había oído decir a chavales de 13 o 14 años: «Querido Franco, dices bien, tienes razón, pero para acabar como mi padre (o mi madre), prefiero las drogas». La primera característica de esta generación de adultos parece ser el miedo. Pero el miedo es el mayor enemigo de la educación porque lo bloquea todo, no te deja intentarlo, no valora la libertad, no permite la corrección. Si queremos hablar de educación, tenemos que hacer cuentas, porque lo que transmitimos a nuestros jóvenes es nuestro miedo.

Entre las muchas cartas que afortunadamente no dejo de recibir, os leo lo que me dice una chica: «Hola Franco, te escribo porque te aprecio, te dedicas a educar y espero que puedas hacer algo. Tengo 18 años y me duele pensar que mi generación se está destruyendo paulatinamente». Nunca había visto a una generación sufrir tanto. La pandemia ha incrementado esa fragilidad que trato de identificar. Sigue diciendo: «Una amiga mía decidió acabar con su vida hace unos años con una cuerda y un candelabro. Dos compañeras de clase han intentado suicidarse, he visto los cortes que se ha hecho otro en la muñeca… y así podría seguir». ¿Podéis imaginar a un chaval de 14, 16, 18 años en un contexto marcado por esta autodestrucción? Esta chica se pregunta: «¿Qué hago con todo esto? ¿Quién soy yo delante de estos compañeros que están convencidos de que no valen nada?».



Este es el punto al que quería llegar: convencidos de que no valen nada. El terrible sufrimiento que veo en ellos nace de la percepción de no valer nada. Pero el valor de la vida no te lo das tú. Te lo da alguien que te mira con misericordia: esta es la palabra clave, la palabra inevitable. Una mirada de misericordia. Alguien que te mira y tú entiendes que daría la vida por ti, sin pedirte nada a cambio, sin pedirte que cambies.

Los jóvenes viven agobiados por la necesidad de dar la talla: nunca son lo suficientemente buenos. Les cuesta encontrar alguien que les diga: “tú vales”. Pero eso es el anuncio cristiano. Dios ha bajado a la tierra para decir a los hombres que, cuanto más llenos de límites, pecadores, enfermos, pobres… más merecen el sacrificio de Cristo. Eso es lo que ha introducido el cristianismo. Eso es lo que ha construido nuestra civilización durante dos mil años. Eso, en mi experiencia personal, es el carisma de don Giussani.

A la pregunta que me habéis planteado –“¿Qué responsabilidad tiene un educador que vive el carisma?”– respondo: ¡la responsabilidad de vivir el carisma! Fin. No hay otra respuesta. Si hubiera que añadir algo más, significaría que no es un carisma educativo. Pero el propio Giussani decía siempre que CL es «un movimiento de educación en la fe», no es una “actividad” más. Dedicarse a la educación es apasionarse por la verdad del hombre, por la verdad y la misericordia que Cristo introduce en la historia, sea cual sea el oficio de cada uno.

Creo que esta es la cuestión decisiva: cuesta encontrar adultos. La crisis de estos jóvenes –incluidos nuestros hijos– radica en que no se afirma su valor. “Tú vales” se convierte en “tú valdrías si…”, y que cada uno ponga su condición. Vuelvo a la carta de esta chica: «Los jóvenes siempre han sufrido los problemas de la adolescencia, pero mi generación tiene algo peor que nadie entiende. A mí también se me pasan por la cabeza miles de cosas y paranoias, pero al menos tengo alguien que me quiere y me recuerda lo que valgo. Me he dado cuenta de que no todos tienen la misma suerte que yo y por eso deciden acabar con todo».

A estos jóvenes se les presenta el suicidio como una de las posibles opciones para salir del drama que es la vida. Sigue diciendo: «Si todos los jóvenes tuvieran los adultos que yo tengo [no sé quién será, pero se nota que tiene adultos que la miran con estima], habría menos suicidios, estoy convencida, pero los adultos van con una venda en los ojos y orejeras, y no se dan cuenta de lo que nos pasa. No nos miran. Y eso duele».

Todos nosotros nos hemos hecho mayores y hemos adquirido un cierto coraje, una energía en la vida, porque alguien nos ha mirado valorando no nuestra apariencia sino la verdad de nosotros mismos, atravesando nuestros errores, dificultades e incoherencias. Cuando –en mi caso don Giussani– nos miraba nos decía: “Tú eres mucho más que todo el mal que aparentas”. Ser mirados por alguien que daría la vida por ti: eso es el amor.

La ley del ser es el amor. Dios es amor porque ha dado la vida por nosotros antes de que lo mereciéramos. «Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8).
Esto es lo que falta ahora. Y creo que falta por debilidad de los adultos. Somos débiles en la fe, porque la fe es la certeza de la victoria de Cristo, y la certeza de la victoria de Cristo da un impulso positivo que atraviesa todo posible mal. Sin embargo, pensando que podemos defender a nuestros hijos del mal, acabamos protegiéndoles del mundo, es decir, de la realidad, sin ser capaces de apostar por su corazón, por su deseo de bien, por su grandeza. Acabamos haciendo lo contrario de lo que debería hacer un educador.

¿Cuál es entonces la tarea del adulto? Leo otra carta que he recibido: «Esta mañana estaba desayunando y, como todas las mañanas, ha llegado mi madre. Todas las mañanas, nada más entrar, empiezan los reproches: las notas, las clases, la mochila, la hora, vas a perder el bus… Esta mañana… ha entrado y me ha sonreído. Mi madre me ha sonreído. ¿Y sabes lo que me ha dicho? “Mario, qué bien que existas, me alegro mucho”. Llevaba 17 años esperando que me mirara así».
Ahí está el problema: en esta mirada, que yo recibí de Giussani, que todos hemos recibido de algún modo, y que es la consistencia del adulto.

© Vasantha Yogananthan


MATTEO SEVERGNINI. Se me ocurre decir que la esperanza es la principal virtud del camino educativo. La esperanza es lo que sostiene todo el ímpetu educativo que cada uno de nosotros vive y arriesga en cada instante, haciendo a veces lo correcto y muchas veces equivocándonos. La esperanza nace en mí, como juicio, de una frase: lo que merece mi corazón existe. Afortunadamente –para mi hijo, para mi hija, para mis alumnos– lo que merece su corazón no soy yo sino Alguien que «se ha hecho carne». La Belleza se ha hecho carne, el significado se ha hecho carne, el Ideal de la vida se ha hecho compañero justamente para anunciarnos que lo que merece tu corazón existe, y existe un camino para alcanzarlo. He aprendido que lo que devuelve continuamente la esperanza es este significado que se hace compañero de camino dando certeza a mi presente con el don de nuestra comunión porque no caminamos solos.

Este es un punto de partida fundamental en mi vida. Cuando soy débil, Él es fuerte y eso es posible en la fe, es decir, en la conciencia del encuentro que conquistó mi corazón a los 16 años, cuando mi director –sin saberlo, literalmente– me sacó de las tinieblas del sinsentido. Mejor dicho, de las tinieblas de mí mismo. Yo no puedo iluminarme a mí mismo, necesito a alguien. Tenía 16 años, había hecho algo grave y me tenían que expulsar, ya había muerto un primo mío a causa de las drogas, y aquel director me dijo: «Matteo, que sepas que lo que busca tu corazón existe. ¿Por qué te comportas como si no existiera? Lo que merece tu corazón existe». No era un reclamo moralista: era el reclamo moral más elevado que había recibido en mi vida. Se permitió una invasión amorosa como nadie había osado jamás. Nadie se había tomado la responsabilidad de decirme: «Que sepas que lo que tu corazón desea existe y podemos buscarlo juntos». Decir esto implica una gran responsabilidad: yo camino contigo con esta promesa que no mantengo yo, pero me acompaña tanto que quiero compartir mi camino contigo.

Un gran amigo mío, profesor de música, puso a sus alumnos a escuchar a Beethoven y luego les pidió que escribieran una carta al compositor contándole lo que habían aprendido. Una chica de 13 años hizo estas tres afirmaciones. Primero: «Gracias, Beethoven, porque me has ayudado a entender que los límites no existen, que solo existen en mi cabeza». Pero entonces no existiría el tiempo, que es el primer límite, y entonces desaparecerían el sacrificio y la fatiga de crecer y de amar… además, dile tú a Beethoven que sus límites solo existen en su cabeza, cuando él era sordo. Segundo: «Gracias, Beethoven, porque me has hecho entender que cuando tenga un objetivo debo dejar fuera todo y a todos los que se interpongan entre mi objetivo y yo». Esto indica una cultura potente (no competente, potente) que nos vuelve violentos. El tercer juicio es quizá el más duro: «Gracias, Beethoven, porque me has enseñado que en los momentos de mayor dificultad siempre podré contar con una persona y esa persona soy yo misma». Esta chica no ha estudiado a ningún filósofo para llegar a un juicio tan claro y terrible. Ha absorbido como una esponja el juicio del mundo, que nos enseña que somos mónadas de alto rendimiento. Este individualismo narcisista nos deja solos con nuestras metas, la mayoría de las cuales son inalcanzables. Y eso da miedo. No tanto no alcanzar tus objetivos, sino estar solos.

Esto nos carga una responsabilidad enorme, porque a una propuesta cultural vacía no corresponde un vacío en nuestros jóvenes: ellos ya están verificando otra propuesta, otra cultura, otra hipótesis. Dice el escritor David Foster Wallace que «solemos vivir en modo predeterminado porque ya no sabemos adorar ni contemplar. No sabemos qué contemplar y por eso estamos continuamente en modo predeterminado». Resume así lo que veíamos en esta chica: «Vivimos con la convicción automática e inconsciente de que yo soy el centro del mundo. Mis sensaciones y necesidades son las que marcan el orden de prioridades». Ya lo decía Giussani citando a los grandes filósofos, «el hombre es la medida de todas las cosas». Nunca había sido tan real como ahora esa verdad, ni tan reprobada. Es la paradoja de nuestra sociedad. Como dice el papa Francisco, «los niños crecen como islas». Nosotros también. Yo también. «Desconectados de los demás, incapaces de una visión común, acostumbrados a considerar sus propios deseos como valores absolutos». Ya no se dice “no” a los hijos. No les preparamos para el “no” y cuando se encuentran con un “no” en la realidad reaccionan con toda su potencia, es decir, se vuelven violentos. Hijos caprichosos. Pero es algo que suele pasar cuando los padres viven así. Por eso se deconstruye la sociedad, se empobrece y resulta cada vez más débil e inhumana.

Sigo contando el episodio. El profe de música se lleva a sus alumnos de excursión. Una gran subida a la montaña, y esta chica lo da todo para llegar a la cima. A mitad de camino se queda sin aliento, incapaz de dar un paso. El profe la invita a sentarse en una piedra para tomar aire y, con la aguda ironía de quien ama el significado de las cosas, la mira y le dice: «Los límites solo existen en tu cabeza». Ella le mira: «No me digas nada, no me digas nada…». Reanudan la marcha, llegan a la cima y ven la belleza de la creación. Luego bajan libremente. Ella empieza a bajar corriendo por las piedras porque quiere ser la primera en darse una ducha. Ese es su objetivo. Pero en la carrera se le rompe una bota. El profe, que va detrás, la alcanza pacientemente, le da su brazo, la acompaña hasta abajo, busca unos cordones para atar la bota… En la bajada, la mira y le dice: «Para alcanzar tu objetivo tienes que dejar fuera todo y a todos…». Ella le mira: «No me lo digas, no me lo digas…».

Llegan al valle con una hora de retraso. Entretanto, se había acercado otra amiga para acompañarla. Al pie de la montaña, la chica se gira, mira el camino recorrido, luego al profesor y dice: «Lo sé, lo he entendido. No es verdad que en los momentos de mayor dificultad solo puedo contar conmigo misma. Hoy la realidad me ha enseñado más que mis ideas». La realidad. “Lo que merece tu corazón existe” no es una idea, es la realidad. Cuantas más veces partamos de aquí –como este profesor en cada punto del camino– para ver cómo la realidad desvela el significado, más plenamente podremos vivir el desafío educativo. Las tres afirmaciones de esta chica quedaron desmentidas por la gran exigencia que nos constituye: “los límites no existen”, quiero ser amada totalmente; “mi objetivo”, deseo ser feliz; “solo puedo contar conmigo”, quiero ser la protagonista de mi vida.

Pero todo esto solo puede suceder dentro de una relación humana. Por eso la educación es una relación. Primero hay una provocación, una propuesta; luego una verificación, porque no solo se nos pide hacerles una propuesta sino ¡verificarla con ellos! Y después, mostrar la propuesta verificada. Como dice Giussani en L’io rinasce in un incontro, «el problema de la educación de los jóvenes es que lo que necesitan es fundamentalmente una cosa, solo una, y es una estabilidad natural: la presencia de un adulto. Los jóvenes necesitan una presencia, es decir, que el adulto sea presencia. (…) En la medida en que uno vive una conciencia de pertenencia, se convierte en ocasión de encuentro para los demás, se vuelve presencia y permite que otros tengan un encuentro» (p.74). Un adulto es presencia cuando pertenece y cuando remite a otro. Al significado, al Destino.
Dice don Giussani que «la educación es introducción a la realidad total» y un «testimonio vivo de mi forma de relacionarme con la realidad». Total y vivo. Dos palabras cruciales: total, es decir, no hay introducción si no es al significado; y no hay relación con otro que no sea algo vivo. ¿Qué le hace estar vivo? Ese es el desafío educativo de cualquier adulto.