Bartolo di Fredi, "Adoración de los Mago", Metropolitan Museum, Nueva York.

La era digital y la necesidad de contacto

«¿Sigue teniendo sentido la insistencia de la tradición cristiana en el valor salvífico de la carne? En la fiesta de la Epifanía que acabamos de celebrar encontramos a tres personajes...». Artículo de Davide Prosperi en el "Corriere della Sera"
Davide Prosperi

Querido director:
Hay un dicho que se atribuye a Tertuliano que dice que «la carne es el quicio de la salvación». Este padre de la Iglesia enmarcaba una cuestión decisiva en términos tan materiales que pueden parecernos incluso escandalosos, acostumbrados como estamos a pasar sin darnos cuenta de la modernidad al mundo posmoderno híper-digitalizado. ¿Sigue teniendo sentido la insistencia de la tradición cristiana en el valor salvífico de la carne? Y si es así, ¿por qué?
En la fiesta de la Epifanía que acabamos de celebrar encontramos a tres personajes con los que, como investigador científico, siempre me ha gustado identificarme: los Reyes Magos, hombres de ciencia que escrutan la naturaleza en busca de verdades que puedan ayudarnos a resolver los problemas del vivir. Observando los astros, se ven llevados a bajar la mirada.
Su viaje termina en el portal de Belén, donde se detienen para adorar a “un niño”. No está de más preguntarse qué verían de extraordinario en un niño. La respuesta no es difícil para los que tienen fe. En el cuerpecito de ese niño, que busca la mirada y las caricias de su madre, lo que se hace visible es el amor de Dios por su criatura, un amor que es deseo de cercanía, de intimidad, de comunión de vida. Eso es lo que los brazos de Jesús tendidos hacia su madre indican a todos los cristianos.

La razón por la cual en el cristianismo la interacción pasa por la “carne y la sangre” es algo muy serio y comprensible para todos. Tiene que ver con el hecho de que el ser humano conoce, percibe el amor, mediante el lenguaje del cuerpo. Ser humanos también significa que no somos espíritus puros. Nada puede sustituir a la carne, una mirada, un abrazo, una palabra pronunciada en persona. Dios no nos ha telefoneado para decirnos lo que somos ante sus ojos.
Al margen de cualquier consideración, por justa que sea, de carácter político y sanitario, creo que es importante no perder de vista la verdadera lección que la pandemia del Covid nos está impartiendo: la carne no es solo el quicio de la salvación ultraterrena, sino también, en un sentido más laico, de la salud terrena, que la propia Organización Mundial de la Salud define también como bienestar “mental y social”. Las noticias nos lo muestran. Los testimonios de los profesores describen las dificultades de los jóvenes, que llevan encima las duras consecuencias de la educación a distancia. Crecen dramáticamente los fenómenos de aislamiento social y sufrimiento psicológico. Investigaciones sobre el teletrabajo indican que el trabajo en remoto alcanza niveles de eficiencia similares al presencial, pero nos interpela con sus efectos a largo plazo en una sociedad cada vez más digitalizada y deslocalizada.
Se trata de dinámicas que ya estaban en marcha antes de la pandemia. Hace ya varios años, el cirujano general de Estados Unidos, el oficial sanitario de la administración estatal, afirmaba sin dudarlo que la amenaza más grave para la salud pública no era el cáncer ni la diabetes, sino la soledad. Los estudios de los economistas Anne Case y Angus Deaton sobre las “muertes por desesperación” muestran los nexos que hay entre la reducción de la esperanza de vida en ciertas franjas de la población americana y la disolución de los vínculos sociales.

Cuántas veces hemos repetido, haciéndonos eco de las palabras del Papa, que nadie se salva solo. Ahora que las vacunas han reducido drásticamente la mortalidad de este virus y nos esforzamos en imaginar una nueva “normalidad”, habría que añadir que nadie se salva tampoco “en remoto”. Seguimos necesitando la carnalidad de la relación con los demás para ser nosotros mismos plenamente.
Entonces, ¿es que el Covid es solo una desgracia? Diría que no. Tal vez en la era de internet y del “metaverso”, donde cada vez vivimos más encerrados, paradójicamente hacía falta algo como el Covid para devolvernos el sentido del grandioso poder que se esconde en la fragilidad de nuestras manos, en la humildad de nuestros rostros y de nuestros labios.