Un corazón dentro de todas las cosas
Un fragmento del prólogo de Julián Carrón al último libro de don Giussani publicado en español, “La verdad nace de la carne” (Ediciones Encuentro)«¿Qué es el cristianismo sino el acontecimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en un protagonista nuevo en la escena del mundo?». Estas palabras, pronunciadas en octubre de 1987 durante el Sínodo de los obispos sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, sintetizan muy bien cómo percibía don Giussani la naturaleza del cristianismo.
Tuvo ocasión de confirmarlo en diciembre de ese mismo año, cuando vino a Extremadura para pasar unos días con los amigos españoles entre Navidad y Nochevieja: «El origen es el misterio de la comunicación de la persona de Cristo a la persona del hombre». Sin embargo, para que surja un protagonista nuevo en el mundo es necesario que el acontecimiento penetre en la vida del hombre alcanzado por dicha comunicación. Por eso Giussani sostenía que «ha llegado el momento de la personalización». Pero ¿personalización de qué? «Del acontecimiento nuevo que ha nacido en el mundo, del factor de protagonismo nuevo de la historia, que es Cristo, en la comunión con aquellos que el Padre le ha dado». Por lo tanto, el anuncio cristiano puede moldear la entraña del hombre solo si se convierte en una experiencia personal.
Entonces, seguía diciéndonos en 1987, «lo primero en que debemos ayudarnos es en confirmar que el principio de todo es la experiencia […]. El concepto de experiencia equivale a probar algo juzgándolo». En los años siguientes don Giussani procuró por todos los medios ayudarnos a todos a realizar dicha personalización, sin la cual el cristianismo permanecería al margen del yo, como la historia ha documentado ampliamente. Este libro es el testimonio directo del esfuerzo tenaz de don Giussani por sostener a las personas de la Fraternidad de CL en su camino hacia la madurez. «Este es el oculto y horrendo veneno de vuestro error, querer que la gracia de Cristo consista en su ejemplo y no en el don de su persona», le reprochaba san Agustín a los pelagianos. ¿Por qué? Porque un Cristo reducido a ejemplo moral es incapaz de hacer que penetre en las entrañas del vivir el don que Él mismo es. En la situación actual hace falta algo bien distinto para tocar el corazón humano y despertarlo de su torpor.
Giussani además nos advierte de que, aun sin sucumbir a la reducción moralista, Cristo puede permanecer ajeno a nosotros: «Podría no parecerlo, porque es fácil que en nuestra vida digamos: ‘Padre nuestro, que estás en los cielos’ [como se pronuncia una fórmula abstracta]; pero podemos decirlo olvidando que él es Misterio. […] El Misterio de donde venimos, en quien existimos y hacia el que vamos. Más allá del alcance de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad, salimos de él sin poder tener ninguna pretensión de conocer esa fuente inagotable, inefable e insondable».
Para Giussani, el Misterio no es nada vago o genérico, porque «es un Misterio que ha entrado en la historia, es un Dios histórico», hasta tal punto que en torno a este anuncio se desata una lucha: «Esto es lo que resulta insoportable para la cultura humana de todos los tiempos. Muchos —incluso Voltaire, incluso los hombres más hostiles a la Iglesia y al cristianismo— han llegado hasta la idea, o la intuición, de que la realidad depende de algo distinto. Pero que este Misterio tenga que ver con la historia, que Dios haya entrado dentro de la historia, esto no es fácilmente aceptable porque no es concebible para nuestra razón. Precisamente porque Dios es Misterio y nuestro pensamiento no lo puede concebir, mucho menos podemos concebir cómo puede el Misterio habitar dentro de la miseria del tiempo y del espacio, y convivir con esa miseria que pesa sobre nosotros desde el amanecer incierto al anochecer cansado, que nos induce a pasar por encima de la mayoría de los hechos distraída y banalmente, o a empeñarnos en actitudes normalmente mezquinas».
Las palabras de Giussani son de una concreción extrema: «Tratemos de pensar en que Dios, el Misterio que lo hace todo, se hizo hombre en el seno de una chica, de ella nació, creció como un niño. […] Considerándolo con atención, no es tan solo por mi carácter que a uno le entran escalofríos, es porque es algo de otro mundo. Y de hecho, el delito del mundo y también el nuestro —el de aquellos que han recibido el anuncio que recorre los siglos y que ha alcanzado también nuestra vida— es emplear estos términos como sonidos huecos, sentirlos al margen de la propia vida, como afirmaciones extrañas aunque devotamente aceptadas».
Para señalar la dramaticidad de la situación, Giussani retoma una imagen, que quiso poner delante de todos con el Manifiesto de Pascua de 1988, tomada del Relato del Anticristo de Soloviev: «Todos, en efecto, quieren o estiman al cristianismo, la labor de la Iglesia. Por eso, el emperador invita benévolamente a los cristianos a asumir la tarea de guía espiritual para el bien común del mundo, es decir, la de sostener los valores comunes necesarios para el conjunto de la sociedad. La respuesta del anciano starets es clara: ‘¡Gran Soberano! Lo que más apreciamos en el cristianismo es Cristo mismo. Él mismo y todo lo que de Él proviene, pues sabemos que en Él habita corporalmente la plenitud de la Divinidad’. ¡Lo más querido para nosotros es Dios hecho hombre!».
¡Qué diferencia cuando nos topamos con una auténtica experiencia cristiana, con alguien en quien dicha personalización se ha realizado! «Existe una realidad dentro del mundo, una realidad que ha tocado nuestra carne y nuestros huesos con el Bautismo; existe una realidad viviente que se hace visible y audible mediante nuestra compañía, una realidad que penetra en el tiempo creando un flujo ininterrumpido, un pueblo que no tiene confines, al que todos los hombres están llamados, existe una realidad que es Dios hecho hombre. […] Aquello para lo que está hecho el hombre es este Hombre muerto y resucitado que vive entre nosotros».
¿Cómo podemos salir de la reducción de Cristo a un mero ejemplo moral? Solo por una gracia. Nos lo advierte Camus: «No es a través de los escrúpulos como llega el hombre a ser grande. La grandeza viene por gracia, si Dios quiere, como un día espléndido». Pensemos en el papa Francisco, que no se cansa de recordarnos la naturaleza original del cristianismo como un acontecimiento imprevisto: «Esa es la primera realidad de la vida cristiana. No consiste en un elenco de prescripciones exteriores para cumplir o en un complejo conjunto de doctrinas que hay que conocer. […] Es entender la vida como una historia de amor, la historia del amor fiel de Dios que nunca nos abandona».