Caravaggio, "Adoración de los pastores" (detalle), 1609. Museo Regional de Messina

Carrón: «La Navidad es el encuentro con la realidad de los hombres»

«Dios elige precisamente esa situación humana para desafiar la cultura del descarte con la novedad de una mirada que exalta el valor infinito de cada hombre». El artículo del presidente de la Fraternidad publicado en ABC y el Corriere della Sera
Julián Carrón

Fracaso, derrota, intentos fallidos, una vida no realizada. Cuántas veces este es el criterio con que se mira a una persona (a nivel profesional, existencial, afectivo). Y cuántas veces esa es la mirada con que uno se mira a sí mismo. El resultado es cierta vergüenza de uno mismo, detrás de la cual se esconden situaciones humanas llenas de heridas, dolor y aflicción que cada uno incuba en lo más íntimo como un malestar que a veces eclosiona a nivel personal y social.

Si uno no es capaz, si no está a la altura de los estándares dominantes, que imponen el éxito como criterio del vivir, entonces queda descartado. Eso es lo que el Papa (como hizo recientemente hablando de las personas con discapacidad y de los presos) llama «cultura del descarte». Lamentablemente, esta cultura vence –hasta convertirse en mentalidad común– no solo fuera sino también dentro de nosotros.



En medio de todo este descarte, ¿queda algo? Sí, queda nuestra humanidad herida, inquieta, confusa, que permanece y grita a la espera de algo que nos libere de una situación que parece no tener salida. Dios elige precisamente esa situación humana que ningún esfuerzo nuestro parece capaz de cambiar, para desafiar la cultura del descarte con la novedad de una mirada que exalta el valor infinito de cada hombre.

Delante de nuestros fracasos, resuenan también hoy las palabras del profeta Isaías: «Exulta de alegría, estéril» (Is 54,1), es decir, tú y yo, que nunca logramos dar la talla. «No temas, pues no tendrás ya que avergonzarte; no te sonrojes, pues no serás ya confundida» (Is 54,4). Este es el desafío que Dios lanza a nuestro mundo, tan obstinado en mirarnos según nuestra medida o la de los demás. Dios no se avergüenza de nosotros, de nuestra fragilidad, de nuestras heridas, de nuestro ser sacudidos por todos lados, de ese nihilismo que Galimberti describía en el Corriere della Sera como «vacío de sentido» (15 de septiembre de 2019).

Dios no se avergüenza de nosotros, de nuestra fragilidad, de nuestras heridas, de nuestro ser sacudidos por todos lados

¿Pero cómo lanza Dios su desafío? ¿Cuál es el gesto más poderoso que realiza por nosotros? No nos ofrece una palabra consoladora sino que acontece en nuestra vida. Para que entendamos nuestro valor, el Verbo –Dios, el significado, el origen y el destino de nuestra vida– se ha hecho carne y ha venido a habitar en medio de nosotros (cfr. Jn 1,14). Nada hay más convincente que esto: el Señor del cielo y de la tierra asume nuestra humanidad. Haciéndose carne, y permaneciendo presente a través de la carne, de la humanidad real de personas concretas, puede abrazar toda situación humana, entrar en cada malestar, en cada herida, en cada espera del corazón. Puede hacer que hoy resuenen como palabras vivas aquellas que fueron pronunciadas por primera vez hace dos mil años y que dan la medida exacta de la grandeza de cada uno de nosotros: «¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de sí?» (Mt 16,26). ¡Nuestro yo vale más que el universo! Don Giussani comentaba de este modo aquellas preguntas de Jesús: «Ninguna mujer ha escuchado jamás otra voz que hablara de su hijo con la misma ternura original, con la misma valoración indiscutible del fruto de su seno, con semejante afirmación totalmente positiva de su destino; únicamente la voz del hebreo Jesús de Nazaret. Pero, más aún, ningún hombre puede sentirse afirmado mejor, con la dignidad de quien tiene un valor absoluto que está por encima de cualquier logro suyo. ¡Nadie en el mundo ha podido jamás hablar así!» (Crear huellas en la historia del mundo, p. 13-14).

Cuando esta mirada valoradora del hombre entra en la vida de una persona, nos sorprende y deja sin palabras, inaugura una mirada hacia uno mismo que de otro modo sería imposible. Como pude constatar hace unos días al recibir la carta de una joven amiga: «Cuanto más camino delante de esta mirada, más queridas se me hacen hasta las heridas que tengo, mis pequeñeces, mis dolores, las cosas de mí misma que no comprendo, mis miedos, mi mezquindad, mis pecados. Estas cosas son la única posibilidad de interceptar al Señor que pasa, porque me dejan desarmada, necesitada, pequeña. Me sorprendo por el hecho de no querer censurar ya nada de mí, más aún, quiero mirarlo todo hasta el fondo, obstinadamente. Mi humanidad me resulta querida solo porque es abrazada tal cual es por el Señor que viene».

La cuestión realmente interesante es que la experiencia del Innominado que describe Manzoni está al alcance de todos, la vemos suceder entre la gente

Me viene a la cabeza una página inolvidable de este encuentro con Cristo presente en la humanidad cambiada de un testigo suyo. «Apenas introducido el innominado, Federigo fue a su encuentro, con un rostro solícito y sereno, y con los brazos abiertos, como ante una persona deseada; (…) “hace mucho tiempo, tantas veces, habría debido ir yo a veros”. “¡A verme, vos! ¿Sabéis quién soy? ¿Os han dicho bien mi nombre?”. (…) “Dejadme”, dijo Federigo, tomándosela con amorosa violencia, “dejadme que estreche esa mano”. (…) Diciendo esto, echó los brazos al cuello del innominado; el cual, tras haber intentado sustraerse, y resistido un momento, cedió, como vencido por aquel ímpetu de caridad, abrazó también él al cardenal. (…) El innominado, desprendiéndose de aquel abrazo, (…) exclamó: “¡Dios verdaderamente grande! ¡Dios es verdaderamente bueno! Ahora me conozco, comprendo quién soy”» (A. Manzoni, Los novios). La cuestión realmente interesante es que la experiencia del Innominado que describe Manzoni está al alcance de todos, la vemos suceder entre la gente, como en esa joven amiga.

Esta es la «buena noticia» que nos trae la Navidad. No solo buenas palabras sino el encuentro con una realidad humana, carnal, que desafía al avance de la nada y permite mirarlo todo de uno mismo –tal como es– sin vergüenza, porque Jesús de Nazaret no se avergonzó de entrar en nuestra carne para hacerse hombre. La Navidad es ese niño en pañales que nos dice: «¿Por qué no te miras como te miro yo, como yo miro tu humanidad? ¿No te das cuenta de que me he hecho niño precisamente para mostrarte toda la preferencia que tengo por ti?».