Una apertura que cambia la vida

Ángel Misut

«Quiero agradecer la oportunidad que me habéis dado». Estamos en la asamblea fin de curso de la Casa de San Antonio. Vicente, un profesor de historia jubilado, se ha levantado para intervenir: «Quiero agradeceros vuestra confianza y contaros que el trabajo que me habéis encomendado está cambiando mi vida. Para los que no estáis al tanto, doy clases de español a mujeres musulmanas». Vicente se toma un respiro y continúa con su testimonio. «La relación con estas mujeres me ha corregido, porque yo tenía una seria objeción hacia ellas. Pero esta relación ha ido cambiando mi forma de verlas y, poco a poco, ha ido surgiendo un afecto. Estas clases se han convertido en algo necesario para mi vida y, durante estos meses, he aprendido a ver a estas mujeres como hermanas, a quererlas como hermanas».

La relación con los musulmanes podríamos decir que está en el ADN de la Casa de San Antonio. Desde nuestros inicios, hace ya nueve años, los magrebíes han constituido una parte importante de los beneficiarios de nuestras actividades. Durante el año 2014, por ejemplo, nuestro programa de sostenimiento alimentario semanal, ha atendido a 702 personas, de las cuales 499 eran inmigrantes y unos 250 musulmanes, entre marroquíes, nigerianos y costamarfileños. Esta importante participación no ha dejado de ocasionar algún problema con las personas de nuestro entorno, que tal vez no vean bien que se prodigue nuestro esfuerzo con ellos, teniendo tanta necesidad también entre los españoles, pero sin lugar a duda, la belleza que hemos vivido compensa con mucho las dificultades.
Nueve años son muchos años, y de estas relaciones, en muchos casos, ha ido brotando una amistad que se pone en juego continuamente. Hasta tal punto esto es así que, cuando los noticieros nos meten en casa algún suceso trágico protagonizado por “yihadistas”, nosotros no podemos meter todo en el mismo saco. También están los rostros de nuestros amigos: Malika, Rachida, Rhimo, Amat, Hakim, Abdelkader, Mustafa… y tantos otros que continuamente nos regalan su amistad. Una amistad que, por otra parte, ha comenzado a dar sus frutos, provocándoles a participar como voluntarios en nuestras actividades de asistencia a los más necesitados. Ayudando a otros más necesitados aún que ellos.

Hace algo más de cinco años, una de estas mujeres dio el primer paso y solicitó ser voluntaria de nuestra asociación. No puedo dejar de reconocer que nos sorprendió a todos. Que una musulmana quisiera formalizar su inscripción en una asociación que lleva el nombre de un santo cristiano no entraba dentro de nuestra lógica. Me fui a verla y le pregunté: «¿Por qué quieres unirte a nosotros?». La respuesta me sorprendió más aún: «Porque quiero aprender todo el bien que vosotros sois capaces de hacer».
¿Qué es lo que ven en nosotros? Me lo sigo preguntando hoy. Pero han pasado los años y no solo esta mujer se ha mantenido fiel a su decisión, sino que otros compatriotas la han seguido y han dado el mismo paso. Hoy contamos con un pequeño grupo de voluntarios musulmanes, que todos los fines de semana acuden con fidelidad para echar una mano en el programa de sostenimiento alimentario a familias en dificultad extrema. En una ocasión, decidieron elaborar dulces para venderlos en la puerta de la parroquia a beneficio de los damnificados de Haití.
Se han producido muchos momentos inolvidables, como una cena organizada para mujeres, españolas e inmigrantes, y servida por hombres. Dos maridos musulmanes estuvieron sirviendo la mesa, algo impensable en una cultura que reserva esta función exclusivamente a la mujer. Los dos disfrutaron, e incluso un tercero, que también se había inscrito como camarero, nos vino a ver antes de la cena para decirnos que su hijo estaba enfermo y que se tenía que marchar a cuidarlo, porque quería que su mujer se quedara en la cena: «No quiero que se pierda lo que va a suceder aquí».

Pero las dificultades existen y nuestro entorno no es ajeno a lo que sucede. Así, los atentados de París y Copenhague, y las barbaridades de Siria, Iraq, Nigeria, Mali, y ahora Libia, en relación con acciones violentas protagonizadas por grupos terroristas que se autoproclaman musulmanes, van generando ciertas situaciones de desconfianza. Algunos de nuestros vecinos tienen miedo, y esto comienza a manifestarse poco a poco con un rechazo hacia ellos. Una mujer con velo islámico comienza a identificarse como un icono de violencia. Nos puede parecer exagerado, pero es así, y las consecuencias vienen surgiendo poco a poco. Ya hemos empezado a vivir, por ejemplo, situaciones en nuestro programa de búsqueda de empleo, en las que no se acepta para un determinado trabajo a una mujer con pañuelo, o se rechaza a un marroquí, por el mero hecho de serlo.

Este miedo irracional, porque no se asienta sobre la experiencia de convivencia que venimos haciendo, también llega hasta ellos. El miedo a no poder salir jamás de la situación de dificultad en que viven, porque la sociedad española decida no aceptarles debido a esta sospecha de llevar la violencia apegada a su fe. Desde hace meses, este miedo está latente, y comienza a percibirse con nitidez. «Nosotros no somos como esos», repiten cada vez que la conversación gira hacia los ejercicios de brutalidad con que nos ameniza la vida el autodenominado Califato Islámico. «El islam no es violencia», insisten todos los que se atreven a opinar.
Una de nuestras voluntarias precisa más aún: «Esos no son musulmanes (refiriéndose al Estado Islámico), el islam es paz, no lo que ellos hacen –e insiste–. Esos toman el islam como pretexto pero en realidad están haciendo un gran negocio». Hakim, otro de nuestros voluntarios, se expresa en la misma línea: «El islam es paz, esos no son musulmanes, son delincuentes que quieren hacerse con un territorio lleno de petróleo. ¡Tienen que acabar con ellos! Me dan miedo y esto nos afectará a todos los musulmanes, lo sufriremos todos, sobre todo los que estamos en Europa, porque los demás ya nos miran con recelo». Otra voluntaria confirma opiniones similares: «Desde pequeña me han enseñado que no se puede disponer de la vida de otro. No son musulmanes». ¿Tienes miedo? –le pregunto–. «Sí, porque seremos nosotros los que pagaremos las consecuencias». Y podría seguir citando decenas de testimonios.

¿Qué camino seguir? El Papa Francisco nos ha regalado las claves en su último mensaje para el día del migrante y el refugiado: «La Iglesia abre sus brazos para acoger a todos los pueblos, sin discriminaciones y sin límites, y para anunciar a todos que Dios es amor. (…) La Iglesia sin fronteras, madre de todos, extiende por el mundo la cultura de la acogida y de la solidaridad, según la cual nadie puede ser considerado inútil, fuera de lugar o descartable. (…) Jesucristo espera siempre que lo reconozcamos en los emigrantes y en los desplazados, en los refugiados y en los exilados, y asimismo nos llama a compartir nuestros recursos, y en ocasiones a renunciar a nuestro bienestar. (…) A la globalización del fenómeno migratorio hay que responder con la globalización de la caridad».
Estas palabras del Santo Padre pueden constituirse en nuestro mejor programa de trabajo. ¡No necesitamos más! Tan solo seguir abiertos a la sorpresa cotidiana. Tan solo seguir amando todo aquello que el Señor pone ante nosotros día a día.