El presidente turco Recep Tayyp Erdogan.

La partida solitaria de Erdogan

Marta Ottaviani

De candidato a entrar en la Unión Europea a casi socio del Isis. Una Turquía cada vez más alejada del Viejo Continente, un gobierno que con sus decisiones de política internacional corre el riesgo de pasar de ser un país estratégico a una mina antipersonas en Oriente Medio. Y por si eso fuera poco, su situación interna cumple todas las características necesarias para convertirse en una guerra civil. Todo eso a poco menos de un mes para la visita del Papa Francisco.

Turquía lleva años enviando mensajes contradictorios a sus aliados occidentales. Ahora, quien quita la máscara de la ambigüedad al país de la media luna es una ciudad de nombre extranjero: Kobane, en árabe Ayn al-Arab.

Desde hace más de un mes, esta ciudad kurdo-siria situada a pocos centenares de metros de la frontera con Turquía resiste los ataques del Estado Islámico de Iraq y Levante, la organización terrorista que desde hace un tiempo aterroriza a Oriente Medio, destruyendo todo lo que no se corresponda con los parámetros del islam suní, empezando por las minorías yazidís y cristianas. Decapitan, violan y masacran en nombre de Alá y del califa Al-Baghdadi ante la mirada de Occidente, que no sabe cómo detener este avance, en parte porque quizá ha dado demasiado crédito a quien hasta hace pocos años era un aliado creíble y ahora parece estar más decidido a jugar su baza por sí solo. Nos referimos a Ankara.

Pero la situación internacional tiene implicaciones aún más profundas en la situación interna del país, donde tensiones que se alargan durante años corren el riesgo de volver a emerger, como el más peligroso de los ríos cársticos.

«Erdogan ha conseguido dividir el país», explica a Huellas Erol Ozkoray, escritor, ensayista y condenado el mes pasado por insultar al primer ministro: «Desde que llegó al poder, Turquía ha asistido a su deriva autoritaria. La consecuencia más grave es la guerra entre bandas que está teniendo lugar, donde nadie se salva y donde los peos parados serán sobre todo los kurdos y las minorías».
Los resultados están a la vista. En los días más duros del asedio a Kobane, en 22 ciudades turcas miles de personas salieron a las calles y protagonizaron escenas de guerrilla urbana. El balance causa escalofríos: 42 muertos, 350 heridos, más de mil encarcelados, tres mil edificios quemados, entre ellos escuelas y bibliotecas. La oleada de violencia se cebó sobre todo con las ciudades del sureste, de mayoría kurda. EnDiyarbakir y otras seis localidades se declaró el toque de queda durante 48 horas, una medida que no se vivía desde hacía 34 años. El dato más inquietante es que las víctimas no murieron después de los enfrentamientos con la policía, sino a causa del ataque con armas de fuego o armas blancas a manos de un grupo rival.

Son muchos los que se mueven en este escenario de sangre y violencia. Seguramente entre ellos hay kurdos, pero en esta “minoría” de 15 millones de personas hay también al menos dos actores distintos. Por un lado están los kurdos que están con el PKK, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, comunistas, pertenecientes en gran parte al islam suní pero no religiosos practicantes, para ellos las reivindicaciones de su pueblo con respecto al estado turco van antes que cualquier otra cosa. Por otro lado, están los llamados “hezbollá turcos”. En el fondo, son militantes de un partido clandestino llamado Huda Par, que se puede traducir como “en el sendero de Dios” y que no tienen nada que ver con sus homónimos libaneses. Sus milicias son exclusivamente sunís, tienen una orientación religiosa y, aun siendo contrarios al Isis, cada vez ayudan más a la policía turca, controlada por las autoridades de Ankara, para hacer limpieza entre los defensores del PKK. En pocas palabras, filo-kurdos comunistas contra kurdos islamistas.

Pero en la guerra entre bandas turcas hay al menos otros dos elementos que hay que tener en cuenta. El primero lo representan los grupos ultra-nacionalistas que, después de años de silencio, han vuelto a armarse. Se trata de personas relacionadas con los Lobos Grises y otras siglas que ven a los turcos, ya sean del PKK o islamistas, como el principal enemigo del mantenimiento de la unidad nacional. El segundo lo representan los alevís, una hermandad de derivación chií que practica un islam más moderado que el suní oficial y que desde hace unos meses es objeto de ataques por parte de grupos fanáticos sunís.

Ahora podrían encontrar una peligrosa coartada para dar rienda suelta a sus acciones violentas. De hecho, desde junio, los medios de la Media Luna han denunciado la creciente presencia del Isis no solo en la religiosa Antolia sino también en la moderna Estambul, donde la organización habría empezado a controlar algunas mezquitas en barrios especialmente conservadores, comoEsenyurt, Bagcilar y Fatih. En este último año, simpatizantes del califato han puesto en circulación material de propaganda que repartían sin que nadie, policía incluida, les molestara. Los que han denunciado estas actividades de proselitismo han sido algunos imanes asustados por los tintes que estaba adquiriendo este fenómeno. El periódico Milliyet ha informado de que antes del verano ya había tres mil turcos enrolados en las armadas del califa Al-Baghdadi. Algunos por convicción, muchos por necesidad económica. El proselitismo empieza en las mezquitas pero continúa con argumentos mucho más materiales. A los que se enrolan se les da un sueldo, se les pagan sus deudas familiares. La prensa turca ha informado de que muchos líderes de la organización terrorista viven sin problemas en barrios de lujo de las principales ciudades turcos, aparentemente sin ningún control por parte de las autoridades de Ankara.

«Todo responde a un plan muy preciso», explica Ozkoray: «Lo que pretende Erdogan no es solo centralizar el poder y conseguir el país más conservador en consumo, sino también homologarlo. Se trata de un proyecto que, si sigue así, tendrá como consecuencia inevitable un estado de guerra interna permanente».

El problema, de momento, parece no interesar al nuevo presidente electo de la República, Recep Tayyip Erdogan, que el mes pasado fue a visitar a los refugiados sirios que huyen del régimen de Bashar al-Assad, pero no a los kurdos cristianos de Suruc, que huyen del Isis. «Ankara está jugando su baza pero probablemente ni siquiera él sepa a dónde quiere llegar», declara a Huellas Burak Bekdil, analista y experto en defensa: «Los resultados de la política exterior de Erdogan y del nuevo premier Davutoglu son un fracaso. Se basaban en la teoría neo-otomana de la buena vecindad y ahora tienen una situación comprometida en casi todos los frentes».

Una situación incandescente, que podría costarle muy cara al presidente Erdogan también desde el punto de vista electoral. En junio serán las elecciones políticas, las primeras sin Erdogan oficialmente al frente del Akp, el partido que fundó. Si se rompen las negociaciones con los kurdos, puede haber una consiguiente flexión en el apoyo que obtenga. «La oposición todavía es demasiado débil para representar una alternativa», concluye Ozkoray: «Aunque el Akp perdiera apoyos en las próximas elecciones, el clima podría seguir siendo tan autoritario que impidiera un reequilibrio de los pesos políticos».

Resumiendo, Turquía corre el riesgo de convertirse en una dictadura cada vez menos soft y el clima interno recuerda al de los años setenta. Donde los movimientos laicos pueden quedar en una abrumadora minoría.