Haidi en el centro de acogida de Erbil.

«Dios nos ha mantenido con vida»

Giornale del Popolo
Maria Acqua Simi

Las calles de Erbil están llenas de polvo. Hay polvo por todas partes: en los coches, en las casas, en los bancos improvisados a lo largo de las aceras. En la gente. La ciudad vive una especie de boom, por todas partes se construye algo. Cada rincón tiene su edificio, garaje o negocio en construcción. Los plazos para terminarlos son eternos y en muchas de estas construcciones acampan en malas condiciones miles de refugiados. Entre polvo, clavos, hachas y una buena dosis de indiferencia.

Los refugiados cristianos que huyen del Isis vienen de todos los pueblos y ciudades que resuenan en la cabeza de todos como un mantra: Qaraqosh, Mosul, Bartella, Bashika, Tel Eskef, Tel Keyf, Al Qosh...

La capital del Kurdistán les acoge como puede, dejándoles que ocupen los lugares de la iglesia local. Los centros de Mar Shimon, Mar Elia y St.Joseph están llenos de familias desplazadas que se instalaron allí hace ya cuatro meses. Una de esas familias es la de Haidi.

Haidi tiene una larga melena gris recogida en una coleta deshecha y una mirada llena de dolor. Sus profundas ojeras hunden sus ojos y mejillas.«Los daesh (término despectivo con el que se refieren a los milicianos del Isis, ndr) llegaron a Qaraqosh de repente. Mi familia y yo ni siquiera nos dimos cuenta», nos cuenta sentada en un camastro que las hermanas dominicas encontraron para ella y su marido, ciego.

Viven en una sala que comparten con decenas de familias. Les acompañan cuatro hijos de 23, 13, 11 y nueve años. «Falta Cristina –susurra Haidi–. Todos los días le pido a Dios que me la traiga de vuelta a casa». Rompe a llorar, se cubre el rostro. Su marido calla. Luego vuelve a hablar y yo me doy cuenta de por qué tiene esas ojeras. «Mi marido es ciego y yo no veo la televisión. Cuando los daesh llegaron la gente huyó del pueblo pero nosotros nos enteramos de lo que estaba pasando con unos días de retraso. Cuando los daesh entraron en nuestra casa eran las diez de la mañana. Nos marchamos de prisa, pero en el puesto de control nos detuvieron». Porque todos los cristianos deben pagar para poder abandonar la ciudad.

Haidi y su marido no tenían dinero, trataron de explicar por qué: cinco hijos, él con discapacidad, no podían pagar esa vergonzosa tasa. Pero el Isis no acepta. Un miliciano fija su mirada en la niña más pequeña, que llora. Se la arranca a Haidi de los brazos y se la lleva. Desde entonces no sabe nada de ella. «Cristina solo tiene tres años y tres meses, no puede estar sin nosotros». Le pregunto si no han tenido ninguna noticia y ella señala con la cabeza a su hijo mayor, que está sentado en un rincón. El joven, de 23 años, ha podido contactar con algunos milicianos. Pero quizá por añadir más dolor al dolor, por burlarse de él o por simple maldad, lo único que le han dicho es que la pequeña está viva y sigue llorando, llamando a mamá y a papá. «No consigo estar en paz, tengo miedo por ella. Porque si tiene miedo llora, y si llora igual la matan para hacerla callar. ¡Dios mío, que vuelva a casa! ¡Dios mío, devuélvemela!».
El marido sigue callado. Un amigo nos cuenta que ambos se reprochan no haber detenido a losdaesh. En esas ojeras, en esas lágrimas está toda la impotencia humana de no poder preservar del dolor a aquellos que más amamos. Vuelven a mi mente esos salmos antiguos que resuenan en mi cabeza como esas poesías que aprendíamos de pequeños: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré». Esta es la esperanza de Haidi.

A su lado, un hombre gesticula, se acerca. Nos cuenta que el pasado 6 de agosto, cuando huía, resultó herido en los enfrentamientos entre el Isis y los peshmerga. Se levanta la camisa y nos muestra el proyectil, que sigue allí, encastrado, en un tórax lleno de quemaduras y heridas. La operación para extraerlo cuesta dos mil dólares y no los tiene. A pesar de todo, tanto él como la familia de Haidi dan gracias por una cosa: «Estamos vivos. Dios nos ha mantenido con vida».
La situación de los refugiados es muy complicada, pero aquí todos rezan, se reparten las tareas para que mantener limpio y ordenado este lugar en el que conviven. Aunque no haya agua corriente ni luz, aunque todos estén deseando poder marcharse de allí y volver a casa, a su trabajo, a la normalidad. Mientras tanto, esperan aquí. Dando gracias por la ayuda que les llega, y siguen repitiendo una sola cosa: «Estamos aquí, existimos, estamos vivos. No nos dejéis solos».