Harold James, profesor de Historia y Relaciones<br>Internacionales en Princeton.

«Europa necesita una red de rescate»

Mattia Ferraresi

Hace dos años, el historiador de origen británico Harold James publicó un ensayo donde afirmaba que la Europa actual solo es una unión monetaria, un proyecto económico sin una clara identidad política o cultural, hijo del divorcio entre los ideales de los padres fundadores de la Unión y los tecnócratas que se han encargado de su ejecución material. El Banco Central Europa fue quien encargó este estudio a James, uno de los principales historiadores económicos del mundo, actualmente profesor de Historia y Relaciones Internacionales en Princeton. Making the European Monetary Union sigue siendo hoy uno de los pocos textos que aborda la cuestión de la unificación monetaria de Europa sin reducirla a términos de pura ciencia económica.
Analiza por qué es ingenuo pensar que se pueden unir pueblos e historias milenarias con solo utilizar una moneda común, posponiendo la cuestión de la unidad política, fiscal, la relación entre la UE y la soberanía de los estados nacionales, sin considerar los límites de poder de los órganos institucionales, el funcionamiento de los partidos, cómo compartir las deudas, el papel del BCE, la capacidad para afrontar eficazmente las crisis. Por citar solo algunas de las cuestiones pendientes de resolver en la UE.
Recuerda también que la tesis de la unión monetaria como fundamento de la unificación política europea no es un producto del siglo XX sino que ya se planteó en tiempos de Napoleón III, que concibió la unión monetaria latina, una idea que acogieron con entusiasmo muchos intelectuales y gobernantes europeos de la época. La Primera Guerra Mundial puso fin al proyecto y al entusiasmo, y volvió a reforzar los vínculos entre moneda e identidad nacional. Un duro golpe para las reflexiones comunitarias sobre Europa.
El razonamiento de James, que durante décadas se ha dedicado a estudiar la historia europea contemporánea y en particular la alemana, va más allá y aborda las grandes preguntas sobre la naturaleza y características del “hombre europeo”. ¿Existe hoy un hombre europeo? ¿Cuál es el rasgo distintivo de su identidad? ¿Cuál es su papel histórico? ¿Qué tipo de estructura política e institucional es más adecuada para representarlo? Si tenemos en cuenta los brotes anti-europeístas que se repiten cíclicamente y que en esta cita electoral adoptan los rostros de Marine Le Pen, Beppe Grillo o Nigel Farage, parece que el hombre europeo y las instituciones llamadas a representarlo no pasan por su momento de mayor esplendor.
Justamente por las turbulencias de la campaña electoral comienza nuestra conversación con James, que nos recibe en su casa de Princeton, a dos pasos del campus, tomando una taza de té. Para dejar claro desde el principio dónde hunde sus raíces.

No sorprende que en tiempos de crisis económica y desempleo preocupante emerjan movimientos antisistema. Sucede siempre y en todas partes, también en Estados Unidos. ¿O hay razones más profundas detrás de esta protesta?
La situación económica es un factor decisivo, pero creo que los movimientos anti-europeístas que vemos en tantos países, y que además son muy diferentes entre sí en cuanto a su origen, objetivo y forma de expresión, son consecuencia de la incapacidad e irrelevancia de los partidos políticos oficiales a nivel europeo.

¿Se refiere a la distancia entre políticos y votantes?
En parte sí, pero también hay un límite ligado a la estructura, que hace muy difícil traducir una propuesta política nacional al nivel europeo. Tomemos los dos partidos mayoritarios. El Partido Socialista se ocupa sustancialmente de elaborar recetas socialdemócratas basadas en la redistribución de la riqueza mediante el sistema de bienestar, cosa que no vale de nada si no hay unión fiscal. Las ideas de los socialistas son muy claras, pero no se pueden realizar. El Partido Popular tiene en cierto modo el problema contrario. Resulta difícil decir qué es lo que propone exactamente. Ha nacido de una variedad de partidos cristiano-moderados, pero el aspecto cristiano ha desaparecido y ahora es el reflejo de las fuerzas centristas nacionales, con el problema de que algunos de esos partidos tienen resultados buenos, como en Alemania, y en otros son un desastre. Otros incluso han desaparecido o han quedado como alternativas marginales, como en el caso de Italia. Cuando se habla con aprensión de los movimientos anti-europeístas habría que decir también que existen y obtienen tanto apoyo por el vacío que hay alrededor.

¿La respuesta a esta situación es un reforzamiento de las instituciones europeas, de modo que el poder de la Unión sea cada vez más efectivo?
Europa, eso hay que tenerlo muy claro, nunca será un poder centralizado, no funcionará como una sola nación, con una unión fiscal perfecta donde se comparten totalmente las deudas de sus miembros. Eso es impensable y creo que tampoco es deseable. Pero un proceso que lleve a una confederación me parece una posibilidad muy razonable.

¿Los Estados Unidos de Europa?
No, creo que el modelo más interesante en este sentido es Suiza, porque contiene en su seno grandes diferencias lingüísticas, culturales, confesionales y económicas pero funciona muy bien, porque es muy flexible y tiene unas reglas muy claras. Pensemos en la política económica: para Suiza sería absurdo tener una política económica rígida a nivel central, porque hay situaciones demasiado distintas dentro del propio país, y por tanto se procede a velocidades distintas pero al mismo tiempo unidos.

Pero se plantea el problema de la identidad. ¿Se puede construir una Europa a velocidades distintas sin tener, como base, una concepción del mundo y del hombre que todos compartan?
Creo que esa identidad existe y que está íntimamente inscrita en el ADN del hombre europeo, aunque tal vez es tan profunda que la mayor parte de los europeos contemporáneos ya no son capaces de decir en qué consiste exactamente. Sin duda, tiene que ver con la tradición cristiana, como bien sabían De Gasperi, Schuman y Adenauer cuando articularon su visión comunitaria. En cierto sentido, para los americanos es mucho más fácil decir dónde se apoya su sentido de pertenencia, porque la Constitución es la síntesis de las aspiraciones e ideales del hombre americano. Aunque luego, cuando les pregunto a los alumnos si se sienten americanos todos responden que sí excepto los de Nueva York, que se sienten ante todo neoyorquinos. Pero la identidad tiene por naturaleza múltiples estratos y facetas, no es un monolito. Europa de hecho nació de una infinidad de tensiones y rivalidades locales.

Hablaba de la visión de los padres fundadores, ¿cree que aún es válida, se puede proponer hoy?
Habría que recuperar las razones ideales, ese es uno de los desafíos, porque la ambiciosa visión de la posguerra inmediata se ha perdido. De hecho, se perdió muy pronto. Ya en los años sesenta se pasó a una idea economicista de Europa, basada en la convergencia de los intereses comerciales de los estados particulares. Cambió el ethos y cada estado empezó a invocar una Europa hecha a su propia imagen, olvidando rápidamente la barbarie y la destrucción que habían dado lugar a la nueva reflexión comunitaria. La propia moneda única, que nació en los años ochenta y noventa, es un proyecto sin una visión real, diría incluso un proyecto negativo en el sentido de que nace para responder al temor de no ser capaces de competir con las potencias emergentes, sobre todo con China. Ellos tenían recursos y unos márgenes de crecimiento enormes, nosotros solo podíamos unir nuestras fuerzas. Parecía razonable entonces ceder la soberanía monetaria para competir, pero todo el resto del proyecto comunitario se quedó aparte, se creó una fractura.

¿Fue en aquel momento donde empezó a decaer el concepto de solidaridad entre los miembros de la Unión?
La solidaridad, que ciertamente era un pilar fundamental de la idea de los fundadores, solo se puede practicar de forma razonable en un esquema federal, donde los estados particulares no dependen estrictamente del poder central. Sin embargo las ayudas se dan en casos excepcionales. Las catástrofes naturales, por ejemplo. Ahora bien, ¿una crisis económica se puede considerar como una catástrofe natural? En cierto sentido sí, porque en una economía global la crisis puede venir del exterior. Los derivados tóxicos de los bancos americanos o las subprime concedidas con una ligereza irresponsable han podido ser determinantes en la crisis de Europa, como bien sabemos.

¿En este caso qué se podría hacer?
La unión bancaria que se está reforzando en estos años es un primer paso. Es necesario evitar que un fallo en un banco genere un contagio inmediato. Además, habría que crear una red de rescate a nivel europeo. La mejor forma de construir Europa, creo yo, es un sistema de bienestar de la Unión, y ahí el modelo sería el “social security” americano, que a nivel federal administra las pensiones y la cobertura sanitaria para la tercera edad y las personas con menos recursos. No hablo de una unificación fiscal completa sino de una red de rescate.

¿Cómo valora las maniobras extraordinarias que el BCE ha hecho en estos años para responder a la crisis? ¿Cree que pueden ayudar a consolidar la Unión a largo plazo?
La posición que el BCE adoptó en 2012, con la decisión de adquirir los títulos de deuda estatal y el recorte de las tasas para sostener el crecimiento, ha sido fundamental. Y ha sido también el momento en que se ha visto la diferencia entre la burocracia de Bruselas y la eficacia del BCE. Toda la crisis se puede leer desde esta perspectiva. En América está el Congreso, polémico e inconcluyente, y la FED, que toma iniciativas. Bernanke y Draghi son claramente los héroes de esta crisis. Draghi ha podido hacer lo que ha hecho porque tenía el apoyo de los gobiernos nacionales, pero también hay que reconocer la labor de quien, con mucho esfuerzo, ha creado puentes entre la posición de Alemania y el BCE. A la larga, creo que habrá que redefinir el papel del BCE, que no deberían funcionar directamente como un prestamista sino que debería encargarse de dinamizar el sector financiero.