Galletas para EncuentroMadrid (2ª parte)

Carla Vilallonga

Le pregunto a mi antiguo profesor qué incidencia está teniendo la Casa de la Almudena a nivel social. «Estoy seguro de que esto va a abrir un horizonte en la política de menores en Madrid», dice. Y es que otro de los objetivos de este lugar, aparte del acompañamiento a madres solteras con dificultades, es el acogimiento a menores que por las razones que sean necesitan vivir fuera de su casa durante un tiempo. Los tres matrimonios que protagonizan esta historia (al menos, los primeros protagonistas) tienen experiencia de haber acogido. Por ejemplo, Estrella y Eduardo tienen 7 hijos, siendo uno de ellos acogido y padeciendo otro, adoptado, síndrome de Down. La abuela también vive con ellos. En estos momentos, además, en su casa vive una mujer rumana de etnia gitana con su hijo. ¿Por qué? ¿De dónde sacan las fuerzas para llevar esto adelante? ¿Quién lo saca adelante?

La actual política de acogimiento en la Comunidad de Madrid apenas contempla en la práctica el acogimiento temporal, sólo el permanente. «A nosotros nos importa mucho la relación con la familia biológica: vernos con ellos, ayudarnos mutuamente. Compartir la maternidad y/o la paternidad durante el tiempo que sea necesario»

Juan cuenta que, en lo político, también está siendo bonito. Es el caso de la relación que ha nacido con la delegada del Área de Gobierno de Familia y Servicios Sociales del Ayuntamiento de Madrid. Una noche estuvo cenando con ellos en la Casa, junto con algunos jóvenes menores en riesgo de exclusión social que tienen relación con uno de los coordinadores del Centro del día, Fernando Morán. Éste les acompaña en su día a día en el Centro Hispano-Dominicano de Madrid gestionado por la ONG CESAL. Tras contar los menores su experiencia personal, su historia, durante la cena, la delegada se marchó conmovida, porque no pensaba que algo así podía existir.

Algo que me fascina de Juan es su espontaneidad, su naturalidad. De repente me dice que tiene un grupo de Whatsapp con las otras dos familias, y que por ahí se comunican tanto para comentar algo que es urgente como para proponer planes. «La otra noche Teresa y yo les invitamos a ver una película; al principio uno de los matrimonios contestó que se apuntaba, pero cuando se enteraron de que era con subtítulos, se rajaron». ¿Cómo pueden tener tiempo para ver una película? Otra cosa que no me ha dejado indiferente, y que debería haber mencionado al comienzo, es la serenidad con la que Juan me ha recibido en su casa, su no tener prisa por que yo me fuera. Es la misma serenidad que me ha sorprendido en su mujer y en Juan Ramón.

También en Estrella, que ha aparecido después con un niño pequeño, el hijo de la mujer rumana. «Tenemos que ver qué hacemos con la madre», expresa, «porque no tiene trabajo». Ante mí está aconteciendo un milagro: un sábado por la tarde, mientras en el cuarto de al lado están haciendo galletas, esta mujer está inquieta por la mujer a la que está dando cobijo, está preocupada por su destino. Reflejo de un amor. ¿De qué amor? Entre las frases seguidas que salen de su boca, en un momento dado, como la cosa más natural, Estrella dice: «ésta es una casa abierta al mundo». Y yo me pregunto por qué. De dónde nace esto. Esta conciencia.

Ya han pasado dos horas y se está haciendo tarde. Juan me lleva a la cocina para que me pueda despedir de Teresa, las amigas que le están ayudando esta tarde y las madres solteras que quedan. Les doy dos besos a cada una. Teresa me pide perdón por no poder hacerme demasiado caso. Y yo me maravillo por ver que esta mujer, que tiene toda la legitimidad del mundo para no hacerme ningún caso por el modo de vida que lleva, tiene, sin embargo, una atención por las cosas y las personas que ojalá tuviera yo. Las galletas están quedando preciosas: decoradas con colores distintos, cada una está hecha con un cuidado especial. Vuelve mi apetito. En un cuartito más al fondo hay tres niñas que están ordenando y etiquetando las galletas ya hechas. Me acerco. «¿Quieres que te regalemos una galleta, y nos dices si está buena y si se pueden vender en EncuentroMadrid?», me pregunta Teresa. Se me ilumina la cara: «¡Claro que sí!». Les pido a las niñas que elijan ellas la que quieran para mí, y me dan una con forma de flor, bañada en rosa. Les pregunto si van a comer de las galletas que están haciendo. «¡No! ¡Son para venderlas!», me contestan muy serias. Y me conmuevo, porque se ve que el modo de mirar de esta Casa también llega a estas niñas de nueve años. Como me llega a mí. Sin ninguna excusa para quedarme más tiempo, cojo mi abrigo, que antes Juan ha colgado en el perchero, y voy hacia la puerta. Juan se pasa cinco minutos explicándome cómo volver hacia Madrid centro.

Ahora, ya en mi casa, no puedo dejar de sorprenderme al pensar que he estado en casa de un matrimonio al que conocí por separado, a dos personas que me llamaron la atención desde que las conocí. A dos personas que conocí en la universidad, a ella una sola vez, a él unas cuantas más. El profesor que no se separaba de su pipa, que, ahora me acuerdo, el día de mi cumpleaños me invitó a una coca-cola en la cafetería de la Facultad. Y la mujer que me enfadó tanto como me fascinó cuando me dijo – por cómo lo hizo – que en el cristianismo había encontrado la respuesta al sentido de su vida, de la vida, que durante tanto tiempo había buscado.
Esta vez no me he ido enfadada, pero sí igual de provocada que cuando hablé con Teresa por primera vez. Pero, sobre todo, me he ido agradecida. Agradecida por poder ver que hay lugares en el mundo en los que en lugar de la pereza, vence la tensión sana por crecer (llevando, por ejemplo, a un director de colegio a estar un sábado por la tarde preparando cruasanes para unos bachilleres que se han colado en su casa en vez de estar tirado en el sofá, o al mismo Juan a recibirme a mí); en lugar de la desesperación por algo que no funciona, se ve qué se puede hacer… Y por haber visto que un lugar así cambia todo aquello que toca, a los vecinos, a las parroquias, a los voluntarios, a la política misma. Y, en última instancia, agradecida porque lo que he visto hoy me ha tocado a mí y me interroga.