Galletas para EncuentroMadrid *

La Casa de la Almudena (primera parte)
Carla Vilallonga

Hace unos años tuve un profesor que fumaba en pipa. Era distinto. Sus clases me gustaban mucho y con ellas él conseguía que a las 4 de la tarde, en lugar de cerrárseme los ojos, me mantuviera atenta, expectante. Más de una vez le enseñé un guión escrito por mí y le pedí que me los corrigiera. Siempre estuvo disponible, siempre cercano. Se llamaba Juan.
Un día me lo encontré yendo de una facultad a otra por el mismo camino que yo. Conversamos. Me contó que él y su mujer iban a vivir en un tiempo junto con otras familias, todos en una casa. Nuestros caminos se separaron y ya no volvimos a hablar sobre ese asunto.
Hace más años todavía, vi un cartel en la universidad que invitaba a una conferencia sobre la existencia de Dios. Me sentí provocada y fui. Allí habló una mujer que también me provocó. Al terminar el acto, me acerqué a ella (yo, que no solía hacer esas cosas, porque me vencía la timidez) y le pregunté por qué estaba tan segura de que Él existía. Ella me contó que había conocido decenas de movimientos, asociaciones, iniciativas – que incluso había llegado a ser una hippie –, pero que nunca antes como ahora algo le había correspondido tanto como lo hacía el cristianismo. Lo dijo de un modo tan verdadero, que creí que me moría de envidia. Touchée, otra vez. No la volví a ver. Se llamaba Teresa.
Hace dos años, exactamente, el 2 de abril de 2011, acudí por vez primera a EncuentroMadrid. Por una serie de circunstancias, estaba allí sin conocer a nadie más que al chico que me había invitado, que estaba traduciendo los encuentros de manera simultánea y estaba encerrado en una cabina.
Me iba a sentar sola para escuchar un encuentro sobre filosofía, cuando veo un rostro familiar: el de Juan, mi profesor de cine. Me alegro de verle y nos sentamos juntos. Más tarde me presentó a su mujer: Teresa. También es profesora.

Hasta hoy no les había vuelto a ver a los dos juntos.

Hoy he estado en su casa.

Para conocerla.

Porque no es una casa como otra cualquiera.

En un recinto de 5000 m2 en el barrio de San Blas, destaca una gran casa. ¿O debería decir cuatro? Llamo al timbre y me abre Juan. Está vestido todo de blanco, como si acabara de pintar un cuarto y se sintiera cómodo con el mono de pintar. Nada más entrar en la casa, aparecen dos chicas de mi edad, más o menos, rodeadas de niños que aparentan no más de 3 años, de media. “Han venido a cuidarlos mientras sus madres hacen galletas para EncuentroMadrid”. Se trata de dos voluntarias. Juan no las conoce personalmente, pero ellas están ahí. Ayudando. Pero, ¿quiénes son esas madres que están haciendo galletas?
Una de las cuatro casas les corresponde a ellas. Ahora mismo son 5 madres solteras de entre 19 y 25 años, de diferentes nacionalidades, que se encuentran en situaciones difíciles y viven allí con sus hijos. En otra de esas casas viven Juan y Teresa, su mujer, y en las otras, dos familias más, que son quienes se han lanzado a esta aventura de construir una Casa para el mundo, en la que ahora mismo hay niños acogidos y viven estas madres que estaban desamparadas. “¿Por qué?”, es la pregunta que me ha acompañado a lo largo de todo el recorrido y hasta ahora.
Mi antiguo profesor de cine me invita a entrar en la cocina. Allí están Teresa, tres amigas suyas y varias de las madres solteras haciendo galletas, que este fin de semana venderán en EncuentroMadrid. “Es una manera de enseñarles a trabajar, de alguna manera, de educarlas”, me dice Juan. Huele tan bien que me muerdo el labio para no pedir una.

Salimos al jardín. Hace frío. Por delante de nosotros pasan los bebés y niños pequeños, y las dos voluntarias tras ellos, jugando, riendo. También me pregunto por qué está cada una de ellas aquí un sábado por la tarde, pudiendo estar en el cine con sus amigos o en cualquier otro lugar.

Juan me lleva a una parte del jardín desde donde se ve la casa entera (pues son cuatro espacios que, no obstante, están unidos entre sí, dando forma a una sola realidad) para explicarme bien en qué consiste cada zona, qué familia vive dónde. Señala un edificio que hay apartado de la casa. “Es un centro de día. En él se dan clases de Java (un programa de ordenador) y de apoyo escolar. Los vecinos han empezado a traer a sus hijos después del colegio.”
La Casa de la Almudena se está haciendo eco en el barrio, donde comienzan a ser percibidos como una presencia amiga en lugar de extraña. “Nos van poniendo rostro”, dice Juan.
Juan me comenta el caso particular de una madre que trae a su niña por la tarde pero que la recoge mucho después de la hora establecida para todos. “Como nos hemos dado cuenta de que esta madre debe de trabajar de noche y de que no siempre puede estar a la salida del cole para recoger a su hija, Belén (una de las mujeres que forma parte de los 3 matrimonios que comenzaron esta iniciativa) va a buscarla todos los días y la trae a casa. “¿Por qué?”, vuelve la pregunta a mí. Con tantas personas en la casa, ¿por qué otra preocupación más? A la vez, uno entiende. Uno entiende que corresponde más al corazón moverse así ante una situación como ésta que ignorarla. Uno comprende, pero no deja de sorprenderse por una gratuidad como ésta.
Pero la Casa de la Almudena no está teniendo un impacto sólo en el barrio, sino en la sociedad civil en general. “El voluntariado es creciente, llegan voluntarios de todos lados.” ¿Un ejemplo? El de una ex alumna con la que Juan suele hablar una vez al año. Un día, le escribe por Whatsapp: “¿Puedo ir a tu casa y hacer voluntariado?”. Otro ejemplo, el de una alumna curiosa que, después de haber visto a su profesor en un medio de comunicación hablando de esta obra, le empezó a hacer preguntas, hasta que terminó, también, ofreciéndose como voluntaria para la Casa. “Llegan, también, muchos donativos pequeños de personas anónimas. Es conmovedor. Es el caso de una señora que donó una suma porque nos había visto en la tele.”

También ha nacido una relación con las iglesias de los alrededores. “Cuando nos instalamos aquí, nos acercamos a Cáritas para preguntarles qué necesidades tenían. Han venido a cenar, y también hay un grupo de salesianos que ha venido a tomar café varias veces. Los esquemas que podían tener sobre nosotros, que hemos llegado de repente al barrio, se les han ido cayendo.”

Mientras hablamos, volvemos a entrar en la casa. De camino hacia la zona de las madres solteras, como de la nada, se escucha un canto: “Si yo me alejara de lo verdadero…”, suena la voz. ¿De dónde vendrá? Sigo a Juan y, de pronto, me veo asomada a un cuarto en el que hay seis jóvenes ensayando una canción. De entre 17 y 18 años, son amigos de algún hijo de alguna de las 3 familias – ¿o de las tres, acaso? No pregunto. Lo que impresiona es que estén ahí. Seis personas además de todas las que ya he visto.
Como de la nada, también, aparece un hombre con una bandeja de cruasanes que huelen a recién hechos. Los deja discretamente en una mesa y sale del cuarto donde están ensayando. Me saluda. Es Juan Ramón, de otro de los matrimonios embarcados en esta aventura. Director del Colegio Internacional Newman. ¿Acaso no tenía bastante con ese puesto de trabajo? El “¿por qué?” se convierte en mi leitmotiv a lo largo de toda la visita. Juan Ramón baja a su casa para luego volver a subir, esta vez con un té para alguno de los adolescentes cantores. ¿Qué le importará que este grupo de 6, que está en la flor de la vida y puede estar bien sin cruasanes y sin bebida, se sienta como en su casa? No sé la respuesta; sólo sé que yo, viendo esto, también me siento como en casa. “¿Quieres algo?”, me pregunta. Podría no haberlo hecho. No tenía por qué hacerlo. Y, sin embargo, lo ha hecho. Le contesto que no, aunque entre las galletas de antes y el olor de los bollos de ahora cada vez se abre más mi apetito.

Continuamos nuestro camino hacia donde viven las madres solteras. Abrimos la puerta. No sabemos quién habrá, si habrá alguien… Escucho la risa de un bebé. Nos adentramos en el salón y vemos de nuevo a las dos voluntarias que han venido a cuidar a los hijos de las 5 mujeres que viven en la Casa. Las madres no están. Algunas siguen en la cocina haciendo galletas, otras se han cansado y han salido a la calle. Una de las voluntarias está ahora pintando con un niño, y la otra está en el sofá con dos bebés, riendo. Es realmente hermoso verla pintar con un niño al que no tendría por qué sentirse unida. ¿Qué le une a él? ¿Por qué está tan contenta un sábado por la tarde con un bebé en una casa alejada del centro de Madrid en la que no se le ha perdido nada? ¿Qué se le ha perdido aquí? ¿Qué ha encontrado? Lo mismo que a mí. Lo mismo que yo.

* Primera parte del artículo, a la que seguirá una segunda parte la próxima semana