Campo de refugiados en Choucha, en la frontera <br>entre Libia y Túnez.

«Refugiados que huyen de Libia»

Pietro Bongiolatti

«Nunca habría imaginado vivir una jornada como ésta». Impresiona oír decir esto a alguien que ha pasado por tantas cosas: la cárcel en Yibuti (África) por acusaciones falsas o el éxodo de los eritreos que huían de la dictadura, hasta llegar a Tripoli el año pasado, donde ha permanecido durante los bombardeos. Sandro De Pretis, misionero italiano, afirma que lo que ha visto estos días era «inimaginable».
En Libia, los refugiados del Cono de África siempre han sido los últimos. Tras perder sus trabajos a causa de la guerra, la única posibilidad de refugio y salvación la encontraron en el obispado, hasta que algunos de ellos decidieron tratar de buscar fortuna en el Túnez post-revolucionario. El misionero trentino les acompañó hasta allí, hasta el campo de Choucha, a pocos kilómetros de la frontera.
Más de cinco mil personas viviendo en un campamento en medio del desierto. La temperatura es mortal. «El ejército ha obligado a los refugiados a construir el campo aquí, pero las condiciones son inhumanas». Mientras Sandro habla, el viento sopla con fuerza, la arena le entra en la boca y seca sus ojos. «La disposición no tiene en cuenta las distintas nacionalidades: hay una mezcla de costamarfileños, nigerianos, senegaleses y eritreos». El 23 de mayo estalló una revuelta contra la política del ACNUR (el organismo de Naciones Unidas que se ocupa de los refugiados) por el trato favorable a los eritreos. «Los refugiados ocuparon las calles», cuenta Sandro. «El comercio de contrabando entre Libia y Túnez, que es de lo que vive esta región, quedó bloqueado. Los militares habrían podido contener la protesta dentro del campo, pero no se movieron. Aunque sabían que la población reaccionaría».
Y así fue. En menos de veinticuatro horas, cientos de personas invadieron Choucha. En pleno día, delante de las “fuerzas del orden”, destrozaron las tiendas, robaron lo poco que quedaba y abrieron fuego. «Todos los días hay alguien de quien, de repente, no se sabe nada. La comunidad internacional calla, la transición aún es demasiado delicada y los periodistas no les quieren».
Ahora los militares limpian la parte del campo que fue presa de las llamas. «De esta forma vuelven a poner a los refugiados en el punto de mira». Por eso, la mitad de ellos se ha ido. Éste no es un lugar seguro y muchos han regresado a Libia.
Sandro se queda. «Son mis hijos, aunque sean mayores que yo. Llevan años viajando y siendo prisioneros, están desesperados. ¿Qué esperanza pueden tener? No tienen elección». Además de él y las dos hermanas que le acompañan, en esta torre de babel africana están también el ACNUR, los militares “de guardia” y Médicos Sin Fronteras. Tienen su propio ambulatorio y curan a los que van hasta allí, pero el juicio del sacerdote italiano es tajante: «Nadie va tienda por tienda a visitar a las personas. Nosotros somos la única presencia real. Y lo único que podemos hacer es precisamente lo más útil: dar esperanza y sostener la fe».