Isabel (a la izquierda) en la universidad, con dos compañeros de trabajo

Moscú. «Alguien estaba pasando… sin que yo me diera cuenta»

Su aventura moscovita ha durado casi diez años. «No partí por buscar algo que me faltara, sino por la certeza de que ya lo tenía todo»
Isabel Almería

«Todo bautizado y bautizada es misión», afirma el Papa. No hay que tener ninguna característica especial o graduarse en la facultad de misioneros para llevar a Cristo al mundo; lo único necesario es abrazar y tratar de vivir, en la cotidianidad, la gracia que hemos recibido en el Bautismo, es decir, esta misericordia infinita de Dios que ha querido hacernos, literalmente, miembros de su Cuerpo. Esta era también la razón que llevó a don Giussani a no contemplar los tradicionales votos para los miembros de la asociación Memores Domini, a la que pertenezco desde el año 2001. «La asociación Memores Domini no comporta la explicitación, en los clásicos “votos”, de la perspectiva de vida con la que uno se compromete. Y esto no por una especie de reticencia, sino porque nos parece que el Bautismo y la Confirmación pueden bastar para fundar una entrega total a Cristo y a la Iglesia, sin que se tenga que recurrir a la característica formal de la vida religiosa que se expresa justamente en los votos. Mi imagen es la de un laico que libremente vive una existencia inmersa por completo en el mundo, con una cabal responsabilidad personal».

Cuando en el verano de 2009, durante los ejercicios espirituales de los Memores Domini se pidió disponibilidad para ir a Moscú, a enseñar español en una universidad ortodoxa, mi corazón no dudó un instante en elevar al Señor la respuesta de Samuel: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Una respuesta que no nacía de un razonamiento, y, mucho menos, de una especial voluntad o inquietud “misionera” por mi parte. Os pongo en antecedentes. En ese momento, yo tenía un trabajo que me encantaba, una bonita experiencia de vida en comunidad, una situación familiar buena y, dentro de lo que cabe, tranquila… en fin, no tenía ninguna gana de dejar esa vida. Por otro lado, nunca me había llamado la atención el trabajo universitario y, de hecho, era algo a lo que había renunciado “por principio” en mi vida profesional. Solo había un punto de inquietud en aquella situación de placentera armonía: la impresión, fuerte, que me acometió ese mismo verano, antes de los ejercicios, de que me estaba “acostumbrando” a todo lo que tenía y el deseo de no perder la imponencia del Misterio.

Con Julián Carrón, durante un encuentro de responsables de CL de los países ex soviéticos

La primera noche de los ejercicios, Julián Carrón empezó diciendo si había alguno de los allí presentes que aún pudiera decir, después de tantos años, que Cristo era lo único –¡lo único!– necesario para ser feliz. Esa pregunta se me clavó como una daga. Yo atribuía a Cristo todo lo que tenía, por supuesto, no habría separado nunca aquellos que yo consideraba dones (la casa, el trabajo, la familia, los amigos) de su Dador, y siempre daba gracias por ellos… pero aquella sensación de costumbre… ¿y si todo eso no estuviera?, ¿ni esa casa, ni ese trabajo, ni esos amigos? Yo, con mi experiencia, en ese momento, sin nada que me sostuviera, ¿podría decir que solo necesitaba a Cristo para ser feliz? Por eso, cuando al día siguiente pidieron la disponibilidad para Moscú, con un aviso al que le faltó escribir mi nombre (pues el perfil que pedían para ese puesto coincidía con el mío y quizá con el de una o dos personas más de las más de 1.500 que nos encontrábamos allí) yo no pude dejar de sentir la voz del Señor que, como a Pedro, dos mil años después, me decía: «Isa, ¿me amas? ¿Puedes decir aún que yo soy lo único que necesitas?». Y yo, con la experiencia de aquellos años, llena de errores, de debilidad, de pecado y, ante todo, de certeza en Su amor, no pude más que contestar como el apóstol: «Sí, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».

Así empezó esta aventura moscovita, que ha durado casi diez años –desde septiembre de 2009 hasta mayo de 2019– y a la que partí no por buscar algo que me faltara, sino por la certeza de que ya lo tenía todo.
Han sido años preciosos y muy intensos. Hechos, como la vida, a partes iguales de dolor y de alegría, de sacrificio y de esperanza, de riesgo y de certezas. Me resulta muy difícil condensar en unas pocas líneas todo lo que he recibido de esta experiencia, todo lo que he aprendido y que no quiero perder. Intentaré resumirlo en los dos aspectos que, para mí, han sido fundamentales en mi camino de fe durante estos años y que me han permitido adentrarme, un poco más, en el conocimiento del Misterio de Cristo.

Visita a un monasterio ortodoxo, durante unas vacaciones de la comunidad de CL de Moscú

El primero ha sido el encuentro con la fe y la tradición ortodoxa, con este «otro pulmón de la Iglesia», por usar la expresión de san Juan Pablo II, y descubrir en ella no un antagonista o, ni siquiera, un pariente lejano, sino realmente una experiencia común, de fraternidad real –herida, muy herida, pero intacta en sus raíces y en su esencia salvífica– viviendo la cual, verdaderamente, se puede «volver a respirar con dos pulmones». Recuerdo que, cuando empezaba a trabajar en la universidad San Tijon (una universidad nacida de una fraternidad de sacerdotes ortodoxos, como una obra de caridad después de la caída del comunismo y que ahora cuenta con nueve facultades de estudios humanísticos) una amiga italiana, que ya trabajaba allí, me dijo que, para ella, ese trabajo era como la oportunidad de poner un poco de bálsamo en la herida del costado de Cristo. Esa frase se me imprimió en el corazón y ha sido la pauta del trabajo de todos estos años. La sorpresa ha sido poder vivir la unidad dentro de la herida, hacer una experiencia de compañía profunda, desde la fe, con amigos, compañeros, alumnos ortodoxos que me han testimoniado la cercanía de Cristo y han sido para mí ese mismo bálsamo. Una experiencia de unidad que se ha dado en muchas ocasiones y que he podido experimentar y disfrutar en toda la amplitud de la Iglesia, ya sea entre los amigos católicos y ortodoxos como también en lo referente a la vivencia de las distintas realidades eclesiales (CL, Camino Neocatecumental, Focolares, Opus Dei, Compañía de Jesús…). Realmente he podido tocar toda la amplitud y profundidad del Cuerpo de Cristo. Probablemente esta unidad entre las Iglesias tardará muchos años en hacerse visible oficialmente, no se dará, ciertamente, a un nivel jerárquico en las próximas décadas, porque hay aún muchas pretensiones, muchos prejuicios, muchas heridas históricas y, sobre todo, mucha política y, hasta que no aprendamos a dar al César lo que es del César, no daremos a Dios tampoco lo que es Suyo. Pero yo he aprendido, he vivido, he pregustado esta unidad verdadera, que nace solo de Él y de lo que el Bautismo hace con nosotros, cuando dejamos que sus efectos nos definan.

En San Petersburgo, con alumnos de la Universidad San Tijon y la Católica de Milán

El segundo aspecto ha sido el descubrimiento de que la misión es, ante todo, para uno mismo, pues coincide con ese viaje a lo más profundo de tu ser, porque solo cuando encuentras a Cristo «que vive en ti», puedes llevarlo al mundo. Antes de partir, una amiga me había regalado una tarjeta con una frase de don Giussani, que había dicho a una persona que se iba de misión: «Tú vas allí a vivir tu relación con Cristo y basta». Esta frase ha estado en todo momento visible en mi habitación, como también, en la puerta, han estado las palabras que Moisés dirige al Señor: «Si Tú no vienes conmigo, no me muevo de aquí», de modo que no podía salir de mi habitación sin leerlas. Puedo decir que estos años han sido el modo de emprender este viaje hacia el conocimiento de mí misma para poder iniciar a liberarme de mí misma. Porque en esta travesía he tenido que vérmelas con todo aquello que llevamos dentro y nunca queremos mirar, la debilidad, la inutilidad, el propio mal, la impaciencia, la mentira de la propia imagen, la mezquindad más absoluta. No, no estoy exagerando. He visto cada una de estas cosas salir a la luz en grandes y pequeños ejemplos (que no voy a enumerar), pero todo ello era necesario, como decía Mounier («es necesario sufrir para que la verdad no cristalice en doctrina»). Y la verdad, la verdad de mí misma, es la que proclama san Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte», porque solo en este punto de encuentro con la propia impotencia, nace pura y simple –cargada de un dulce dolor– la conciencia de que mi nada es redimida y salvada por su Todo, de que basta reconocer mi necesidad de Él para volver a sentir su abrazo. Recuerdo un momento que supuso un antes y un después en este camino. Estaba pasando una mala temporada, marcada por algunas heridas causadas en relaciones muy queridas; me sentía un poco abandonada y, quizá, traicionada. Por otro lado, el trabajo me estaba pesando y me repetía que lo que yo hacía allí lo podía hacer cualquier otro sitio –nada de especial–. El idioma también me daba quebraderos de cabeza y, dentro de la vida de la comunidad, me sentía también bastante fría y apática… en fin, que no veía por ningún lado lo que nosotros pensamos que son los “frutos de la misión”. En ese estado caí un día de rodillas y, mientras rezaba, me di cuenta de que toda aquella circunstancia era privilegiada para mí. Era el Señor que, como amado celoso, me decía: «Isa, no voy a dejar que te aferres a nada que no sea Yo. Ni a la amistad, ni al éxito laboral o “misionero”. A nada. Solo te falto yo». Percibir esto me llenó de una paz y de una ternura inmensas y fue el inicio de una liberación que me permitió después –y sigue haciéndolo ahora– disfrutar cada vez más de todo lo que me encontraba, de las personas, del trabajo, de todo. Porque había empezado a soltar el lastre que nos impide normalmente este gozo, el lastre del propio “yo”, de la manía de ser el centro de la vida y de no darle espacio a Él, que es el único que puede, realmente, amar todo lo que somos.

Encuentro en la Biblioteca del Espíritu con (por la izquierda) Jean François Thiry, el padre Aleksei Uminskij, Tania Koneva, Javier Prades e Isabel Almería

Cuando se llega a esta conciencia de sí mismo, se es misionero, porque la certeza de ser amado, de participar de Amor, se refleja en la cara, en los actos, incluso en los más cotidianos y aparentemente pequeños. Diez años dan para mucho y a mí se me ha dado ver mucho. He sido testigo de grandes milagros, de vidas tocadas por la mano del Señor; con los amigos de la comunidad de CL y otros hemos hecho grandes cosas, eventos culturales (exposiciones para el Meeting de Rímini, y por distintos lugares de Rusia), acuerdos académicos (entre universidades ortodoxas y católicas, también con colegios), reuniones con gente de distintos países donde he asistido a escenas de perdón y reconciliación para otros impensables –entre rusos y ucranianos– y un largo etc. Pero, aunque parezca sorprendente, no son estas cosas –grandes, preciosas, llenas de significado– lo que más me conmueve; lo que me he traído grabado a fuego han sido las palabras y las reacciones de algunas personas que, antes de volverme a España, me han manifestado de distintas maneras que su vida se había visto “tocada” por nuestra relación en estos años. Y me conmueve precisamente porque no eran personas con las que yo me había implicado conscientemente, más bien al contrario, nada había en esas relaciones que me indicara que estaba “pasando” algo y, sin embargo, Alguien estaba pasando. A través de mí, en mi hacer más cotidiano… y sin que yo me diera cuenta. Basta nuestro sí, en lo que hacemos, allí donde estemos, para que Él pase y cambie el corazón. Y, como me decía hace tiempo un amigo, «nosotros no tenemos ni idea de las dimensiones de nuestro “sí”».