Don Claudio Burgio y Monsef

Claudio Burgio. «Monsef, la fuga y la espera»

La integración, los jóvenes, las preguntas sobre uno mismo. Y un problema «radicalmente educativo». El sacerdote milanés cuenta su camino desde que dos de "sus" chavales se unieron al Isis (de Huellas de marzo)
Alessandra Stoppa

Han pasado ya dos años desde que Monsef y Tarik huyeron a Siria para unirse al Isis. Hasta entonces vivían en la comunidad Kayrós del padre Claudio Burgio, que acoge a chavales con una historia complicada. Llegaron de Marruecos siendo unos chavales, una noche salieron en autobús, con veinte años, y enseguida se hicieron irreconocibles en las fotos publicadas en Facebook con las ametralladoras en la mano: los yihadistas más jóvenes que han salido de Italia rumbo al autodenominado Estado Islámico.

A partir de entonces, empezaron las investigaciones, las entrevistas y la atención de los periódicos, en los que Burgio se ha visto acusado de excesiva ingenuidad. Para él han sido dos años de preguntas y de camino. Aquel 17 de enero de 2015 «mi vida como cura y educador se interrumpió, como suspendida dentro de un drama para el que no tengo explicaciones plausibles». Lo escribe en su libro In viaggio verso Allah (De viaje hacia Alá), que representa una larga carta a Monsef, el chaval con el que su relación era más intensa y más atormentada, un joven con un pasado duro, que decía de sí mismo: «he tenido unos padres, pero no un padre y una madre». El libro relata los casi cinco años de convivencia, la rabia, los diálogos, las confidencias, las drogas, los meses de cárcel, el volver a empezar juntos de nuevo. Luego los silencios, y el shock de la fuga. Hasta el dolor más oscuro, la noticia de la muerte de Tarik tras pocos meses como combatiente.

En la carta a Monsef, que hoy tiene una orden internacional de búsqueda y captura, Burgio escribe: «¿Por qué? Es la pregunta que me acompaña desde que te has ido. No solo tiene que ver con el misterio de tu vida, sino también con el sentido de mi existencia». Así es como él se ha dejado sacudir, cuestionar, pero sobre todo sigue acogiendo a los chavales que le llegan. Una decisión que da cierto vértigo. En el mensaje por la reciente Jornada mundial del migrante, el Papa decía: «Tener dudas y temores no es un pecado. El pecado es dejar que los miedos determinen nuestras respuestas. El pecado es renunciar al encuentro con el otro». En esta comunidad a las afueras de Milán –donde actualmente hay unos cincuenta chavales, más de la mitad musulmanes– nos ha contado el camino que emprendió desde aquel último mensaje que Monsef le envío durante la fuga: «Ciao Burgio. Cuídate y pide a Alá que te indique su buen camino y que nos guie hacia él en su luz inshallah el paraíso...».

¿Por qué pide perdón en el libro?
Por haber vivido con ellos tanto tiempo sin llegar a conocerles de verdad. Por mi impotencia educativa. Sin embargo, uno no se puede detener en el dolor, en la incomprensión, en el sentido de fracaso y de amenaza. Su partida es para mí una provocación crucial, una “llamada más”. Toda la realidad lo es, acontece y te hace abrir los ojos. Su elección me llama y me corrige, y me ha provocado muchas preguntas.

¿Preguntas sobre la educación?
Sí. He aprendido que educar es en primer lugar “sacar” lo religioso. Si pienso en Monsef, entiendo que le hemos propuesto siempre una formación de orden práctico, cuando él necesitaba saber quién era. Su compromiso con lo absoluto era evidente, luego se perdió, hasta rechazar todo lo que había recibido, todo lo que tenía a su alrededor. Y llegó a una postura nihilista y destructiva, que de religioso no tenía nada.

Pero usted le acompañó, han compartido mucho.
A pesar de haber compartido muchos aspectos de su vida, la mía no ha sido una escucha real. Me he dado cuenta de esto solo después. Estaba cerrado en una no comprensión, en mi “razón”. Y en un cristianismo a menudo convencional. También tuvimos debates dogmáticos, pero sin conocernos. Monsef era un adolescente en una búsqueda continua de un padre. Es un tema muy occidental, pero él manifestó a gritos esta necesidad de pertenecer. El Isis es capaz de fascinar a muchos porque expresa un modelo de identidad y de pertenencia muy potente. Por eso, estoy convencido de que el verdadero problema –más allá de todo tipo de análisis– es esencial y radicalmente educativo.

Dice que hoy en día no hay un choque de civilización y de culturas, sino de incivilización y de inculturas, un vacío que se convierte en afirmación intransigente de uno mismo.
Sí, el fundamentalismo nace de un analfabetismo religioso, que en esta época es muy evidente. Ahora estoy aprendiendo a entender junto con los chavales que acojo el significado profundo de lo que viven, de los rituales y de los gestos, como el Ramadán, que a menudo se reducen a algo formal. A partir de un proceso de deculturación, de pérdida de cultura y de lenguaje (saber las palabras para expresarse), es donde empieza la deshumanización de la persona. Esto conlleva, incluso entre nosotros cristianos, mucha dureza, causada por el miedo y la sensación de superioridad. Lo veo incluso cuando voy con los chicos musulmanes a las parroquias; a veces me encuentro con prejuicios.

«¿Cuál es, en último término, de forma decisiva, el valor de mi cristianismo? ¿Cuál es la diferencia? La vida eterna, es decir, una vida como resucitados que empieza ya aquí»

¿Qué es lo que entiende por analfabetismo religioso?
Lo que también me ha caracterizado a mí con respecto al islam: no conocer, teniendo la arrogancia de creer conocer. He entendido que el diálogo interreligioso –que por supuesto no tiene que llegar a visiones sincréticas, inútiles y peligrosas– nace solo de una escucha real del otro, que se logra a través de una vida en común, un “encuentro” que se hace cotidiano. Sin embargo, no es una yuxtaposición de culturas, por lo tanto no basta vivir juntos, es necesario dejar espacio y tiempo para compartir. Creo que ya no es posible vivir en una monocultura, no podemos eludir el conocimiento, porque el extranjero ya es una presencia entre nosotros. Yo me he equivocado al vivir un punto de vista cristalizado, como si tuviese que enseñar sin estar sinceramente dispuesto a aprender. La fe –lo he vuelto a descubrir de forma impactante– es un camino, nunca es algo fijo, que he alcanzado totalmente. Lo que ha ocurrido es que he tenido ocasión de volver a despertarme, como hombre y como ministro de la Iglesia, de un cristianismo a menudo apagado y rutinario.

También pide disculpas a Monsef por no haber rezado nunca juntos.
Sí, nunca lo hicimos. Tal vez habríamos dado a Dios la posibilidad de crear algo nuevo entre nosotros.

En su opinión, ¿qué le animó a irse?
Estaba “saturado” de Occidente, como les pasa a muchos de los jóvenes que llegan aquí. Creo que, cuando se dio cuenta, quiso dar un cambio de rumbo radical, buscando su pertenencia originaria: una narración pseudorreligiosa muy fuerte, que le rescatase de una realización meramente material. Una gran exigencia de redención. Y creo que es importante tener en cuenta que esto no tiene que ver solo con los chavales extranjeros, sino también con los jóvenes de aquí. ¿Hasta cuándo se dejarán atraer por una satisfacción inmediata, contentándose con una vida sin grandes ideales? Es una época que yo llamo del “yo mínimo”. Domina la idea de que es suficiente con cualquier satisfacción pero, en realidad, debajo de las cenizas, el fuego del deseo sigue ardiendo. ¿Dónde encontrará cumplimiento? Esta es la pregunta que sigue abierta con los chavales a los que acompaño.

¿Qué más cosas ha aprendido?
En la relación con Monsef me ha sorprendido su reclamo a la dimensión de la vida después de la muerte, hasta en su último mensaje. Está claro que ya con un trasfondo desviado, propio de la visión de este grupo armado, pero para mí, al insistir en el Paraíso, ha vuelto a poner sobre la mesa el tema escatológico, que tal vez es el menos predicado: ¿a qué estamos llamados?

¿Este redescubrimiento del Paraíso cómo le cambia a usted?
Me he dado cuenta de que no estoy preparado para morir. Pero hay algo más. La eternidad de Dios no es solo la vida después de la muerte, es un vivir hoy como personas resucitadas. Personas llenas, que apoyan su fe únicamente en Él y a partir de esta perspectiva afrontan toda la realidad. Si el cristianismo se reduce a una ética o a la retórica de la caridad, como soy yo quien corro el riesgo, no necesito a Dios para hacer lo que hago. Monsef me ha obligado a preguntarme: ¿cuál es, en último término, de forma decisiva, el valor de mi cristianismo? ¿Cuál es la diferencia? La vida eterna, es decir, una vida como resucitados que empieza ya aquí. No es suficiente lo que “hago”, es necesario un sentido para vivir en plenitud lo que soy y lo que hago. Y he vuelto a descubrir también el martirio cristiano.

¿Por qué?
Era otro tema escondido en mi vida. Siempre he mirado a nuestros mártires como un gran ideal, pero el problema es entender cuál es la verdadera fuerza del martirio. Un hombre cree en Dios y ama en plenitud hasta tal punto que no tiene que construirse un refugio para estar a salvo. Esto es algo de otro mundo, que invita a la reflexión, sobre todo en nuestros días.

¿Se refiere al terrorismo?
Aunque el tema de la seguridad es más legítimo que nunca, no basta para desarrollar una cultura de la cercanía. Hoy en día pedimos protección e inmunidad y ambas son fundamentales pero, junto a la idea de immunitas, tenemos que redescubrir la idea de communitas. Comunidad también quiere decir arriesgarse. He entendido que la inseguridad nace del miedo a dar la vida. Buscamos falsas salidas de emergencia para no abandonarnos totalmente a Dios.

¿Por eso decidió no dejar de acoger?
Me lo he preguntado muchas veces. ¿Sigo adelante? ¿Tengo la valentía, sobre todo con los chavales musulmanes? ¿Cuánto nos arriesgamos? Ha habido señales y ocasiones, decisiones que tomar. Al principio, al no sentirme a la altura de una situación tan complicada, seguía confiando en un criterio de valoración puramente humano, acostumbrado a apoyarme en mí mismo, en mis capacidades. De hecho, si no fuera posible una mirada de fe, lo habría dejado. Seguir es decidir confiar en Dios, aceptar el desafío de este fracaso. Mi fe se ha reforzado, por lo menos se muestra bajo una nueva luz.

Un año después de la partida de estos chavales, el entonces arzobispo de Milán, Angelo Scola, le dijo: «Prudentia est auriga virtutum», y le recordó que hay una medida dentro de las cosas. ¿Qué significó aquello para usted?
De entrada, tomé su invitación a la prudencia como un reclamo a “parar”. Sin embargo, luego nació en mí la exigencia de entender hasta el fondo qué es lo que me estaba diciendo. De ahí nació una búsqueda. Crees saber lo que es la prudencia, la has estudiado... En cambio, vuelves a descubrir la idea potente de esta virtud, que es el discernimiento: mirar la realidad con los ojos de Dios. Es un don de quien es manso al Espíritu Santo y se deja guiar. Se me pide sobre todo este camino. No sé adónde me llevará, qué formas tomará, pero se trata de considerar la realidad como la mejor maestra de vida, porque pasan cosas que te purifican. Esta es la llamada más potente: no pararme delante de la prueba, porque dentro hay una posibilidad para mí, para encontrar una manera de vivir más cristiana.

«La espera para mí es fundamental. No soy Dios, por lo tanto espero que Dios venga. Y que venga a través de lo que me ocurre. Es fundamental dejarse interrogar por la realidad, que te ofrece el sentido de lo que eres y de lo que haces»

¿Cómo tener la certeza de que incluso de una historia equivocada nace una historia de salvación o que la relación con Monsef, como usted escribe, «es para siempre»?
Ya se ven los signos. Mi cambio es un signo. Incluso un hecho tan doloroso me permite crecer, no quedarme en una visión cristalizada de mi vida. Y sobre todo, confío en que no puedo verlo todo. El camino se abre delante de mí. Estoy en esta espera.

Usted escribe que la santidad de una persona se mide por la espera: «No es fácil esperar porque cuesta abandonarnos totalmente a la gracia de Dios».
Sí, la espera para mí es fundamental. No soy Dios, por lo tanto espero que Dios venga. Y que venga a través de lo que me ocurre. Es fundamental dejarse interrogar por la realidad, que te ofrece el sentido de lo que eres y de lo que haces. Se puede ser cura y olvidarse del logos, es decir del sentido y de la dignidad del ser consagrado. Y también de su “precio”. La fe nunca sale barata, lleva dentro un sacrificio que llena la vida pero que también implica sufrimiento. De hecho la cruz tiene una consistencia crucial, es imprescindible para que lo que vives sea verdadero. De lo contrario, la vida se vuelve cómoda y no fascina ni a ti ni a nadie.

¿Se ha sentido traicionado por estos chavales?
Estoy aprendiendo que el amor no se impone nunca y no rechaza a quien lo rechaza. Sobre todo, el amor verdadero deja espacio al engaño. Tiene esta garantía. No vive la traición como un obstáculo, sino que la acoge para realizarse aún más. En el culmen de su vida, encima de la cruz, Jesús perdona. Este es el rostro más completo del amor, en el sentido más pleno que yo haya conocido nunca.

Usted afirma que «no existen chavales malos», que «cada persona es un misterio que solo pide ser amado». En el fondo, ¿por esto le acusan de ser un ingenuo?
Ingenuidad es una palabra que ha salido muchas veces en estos dos años, incluso en las investigaciones. Hay cosas de las cuales solo te das cuentas después, por una falta de adhesión a una realidad falaz. Luego existe la ingenuidad verdadera, la evangélica: el realismo de quien cree obstinadamente en el bien. Y esto supone también arriesgarse. Estoy convencido de que cada persona es un bien originario y que, de forma misteriosa, este bien se expresa. Quizás cambie la vida de otros, cambie a los demás. Del mismo modo en que la historia de Monsef me ayuda a mí y a la comunidad... No sé qué le pasará a Monsef, si este bien emergerá para él en esta vida. Si no, nos veremos después. Como dijo él.