Caracas

Caracas. Vivir sin anestesias

Rafael describe la Venezuela del agua racionada, de la pobreza y la pandemia. «Quería apagar todo, ocultarme del mundo en el dolor de la nada». Pero algo resiste dentro de él. Un deseo, una llama

La forma más dolorosa de la pérdida es cuando sabes que es para siempre. Cuando te das cuenta de qué pasó, de que se fue, te arrepientes de tanto, te molestas tanto con el mundo que parece seguir como si nada mientras tú sientes que todo se viene abajo. ¿Podré resistir este dolor? Sé que no quiero, ¿pero puedo? He perdido tanto, no quiero buscarle un sentido a esto.
Lo que más me molesta es que tengo ganas de seguir viviendo. ¿Acaso no veo todo lo que ya no tengo? ¿Cómo se puede vivir así?
Pero ahí está una llama que quiere más, que busca más, que está emocionada por el futuro, por lo que puede venir. Quiero tomar de ella, pero estoy cansado, tengo miedo de que me lo quiten todo.

Pero Tú insistes, tocas a mi puerta una y otra vez, te escucho. Te has vuelto para siempre y aunque camine en el duelo, en la oscuridad, no hay desesperanza porque estás llamándome, incansable, para siempre.

Todos los días convivo con el miedo, la crisis del país ha ido en caída libre desde que se acentuó el coronavirus, todo parece estar en colapso y la sensación me aplasta. Mis padres salen a trabajar todos los días cruzando la ciudad en un transporte público colapsado, que no cumple con ninguna medida sanitaria. Después de más de un año de solo recibir agua una vez a la semana el servicio empeora y debo caminar kilómetros cargando tobos para poder hacer las cosas más básicas en casa. Empresas grandes se van de Venezuela y dejan a millones sin ventanas al mundo, cada vez más incomunicados. Todos los días llegan las punzadas de miedo a que todo deje de funcionar, que se acabe lo más básico, que nos enfermemos en un país con un escaso sistema de salud, que todo se convierta en nada.

A veces siento que la realidad me está mordiendo, que abrir los ojos en las mañanas solo traerá un nuevo mensaje de algo que se acabó. Esos días no quiero pararme, quiero quedarme ahí sin enterarme de nada, estoy agotado.

Debo confesar que después de un rato me molesto, me doy cuenta de que hay algo en mí, que no soy exactamente yo, que quiere seguir, que le emociona el futuro, que sigue soñando, que me sigue llamando hacia algo más grande que lo que estoy viviendo. Al principio era una sensación que me tranquilizaba, había un lugar donde no llegaba la tristeza, la ansiedad, la nada, luego tuve que salir a caminar a buscar agua, a continuar sobreviviendo. Pero me molestaba con esta fuerza que me arrancaba de la tristeza y la rabia que yo creía que merecía sentir.

Esos días hacía Escuela de comunidad predispuesto a las respuestas, no quería que creer en Él fuera una excusa para no ver lo que está pasando en el país, no quería decir: «vamos, hay que seguir», como si esto no fuera una injusticia. Al salir de cada encuentro con los amigos del movimiento notaba que esa predisposición era infundada, nadie me pedía que fuera fuerte, nadie decía que había que seguir sin importar qué, todos estaban interesados en mirar a la cara lo que estaba pasando, aunque muchas veces nos encontrábamos abatidos entre tantas noticias crueles. «¿Dónde está Dios en esto?», decía alguien en una Escuela, y la pregunta me hizo darme cuenta de que no lo veía a Él mientras cargaba agua hasta mi casa. Qué absurdo me sentí al darme cuenta de eso.

Con esto en mente, leía el primer capítulo del libro Un brillo en los ojos y esta frase de Edgar Morin me impactó: «Comprendí que la raíz del error y la ilusión es ocultar los hechos que nos molestan, anestesiarlos y borrarlos de nuestra mente». Era justo lo que me estaba pasando, quería apagar todo, ocultarme del mundo, no tener que buscar nuevas maneras de sobrevivir, quería sumergirme en la rabia, en el dolor de la nada y sentía que tenía todo el derecho de hacerlo.

Ahora noto que solo ver el pedazo de la realidad que duele puede anestesiarme, me hacía no ver que después de tantos años me siento a la mesa con mis padres a hablar con libertad sobre lo que pensamos, mi familia nunca ha sido la más comunicativa y ahora en medio del colapso nos encontramos más unidos que nunca, siendo más nosotros mismos. Tratando de darle respuesta a la vida, las conversaciones comenzaron a ser sobre nuestra vocación, sueños y esperanzas, cosa que nunca había pasado antes.

Aún me duele mucho mi país y el miedo llega con cada nueva noticia, pero ahora entiendo cómo el dolor también puede adormecerme hasta el punto de no encontrar a Dios en el momento que más lo necesito. Sin embargo, con solo prestar atención noto que hay algo por lo que vale la pena seguir y que para tenerlo no tengo que dejar de ver el mundo, más bien tengo que verlo de frente con todos sus matices, si Él está en todo quiere decir que no estará solo donde yo necesito que esté, eso sería la reducción de la relación que me hace parar de la cama.
Rafael, Caracas (Venezuela)