Vigilia de oración por el Sínodo sobre la familia con el Santo Padre Francisco
«La familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe» (27 septiembre 2015).
Estas palabras del papa Francisco en Filadelfia nos ofrecen el motivo de nuestro encuentro de esta tarde: dar gracias a Dios, que sigue generando familias, como demuestra nuestra presencia aquí esta tarde, y pedir que siga bendiciendo a nuestras familias.
¿De dónde le viene este optimismo? De la certeza de la fidelidad del Señor a su Iglesia, su familia. De este modo, nos sugiere también a dónde debemos dirigir nuestra mirada, en dónde tenemos que poner nuestra esperanza.
¿Cómo podemos alcanzar cada vez más esta certeza? Viviendo hasta el fondo el motivo por el que un hombre y una mujer se casan. Como nos recuerda la encíclica Deus caritas est: en «el amor entre el hombre y la mujer, […] se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor» (2).
Es la experiencia que testimonia Giacomo Leopardi en su himno Aspasia: «Rayo divino pareció a mi mente / tu belleza, mujer». El poeta percibe la belleza de la mujer como un «rayo divino», como la presencia de la divinidad. A través de su belleza, es Dios mismo el que llama a la puerta del hombre.
La belleza de la mujer es en realidad «rayo divino», signo que remite más allá. Por eso, si no encuentran aquello a lo que remite el signo, el lugar en donde puede hallar cumplimiento la promesa que el otro ha suscitado, los esposos están condenados a consumirse en una pretensión de la cual no consiguen librarse, y su deseo de infinito está destinado a quedar insatisfecho.
Cristo, la Belleza hecha carne, «pone su propia persona en el centro de la afectividad y de la libertad del hombre», en «el corazón de los mismos sentimientos naturales, se sitúa con pleno derecho como su verdadera raíz» (don Giussani). Solo Él puede cumplir la promesa que el otro suscita en nosotros. Nuestras familias podrán alcanzar su plenitud, perdonarse mutuamente, afrontar todos los desafíos, abrirse a los demás, si Le acogen en casa.
De este modo podremos testimoniar a todos la belleza de nuestras familias, el bien que representan para todos, mostrando que Cristo hace posible amar sin esperar nada a cambio, porque «todo para mí Tú fuiste y eres» (Ada Negri).