Una clara visión de fe ante el budismo más valioso
Palabra entre nosotrosApuntes de la conferencia de Luigi Giussani celebrada en el marco de la semana cultural dedicada a Italia, organizada por el Centro Cultural Internacional de Nagoya (Japón), 27 de junio de 1987
Canto inicial: “Povera voce”
Me siento muy honrado de estar entre vosotros, que representáis a uno de los pueblos más grandes, activos y delicados del mundo.
Tengo que pediros perdón a vosotros y a los responsables del «Centro Internacional» pues he aceptado venir aquí a hablaros, aunque no conozco todavía bien vuestra historia ni sé hablar japonés, pero acepté y, por tanto, vamos a comenzar.
Esperando en vuestra humanidad, confío los pensamientos y los sentimientos que me apremian a una traducción que puede resultar difícil, y siento no poder establecer un diálogo directo con vosotros. Espero que todo esto no impida esa comunicación humana que amigablemente me dais la oportunidad de mantener con vosotros, os lo agradezco de corazón.
Quiero también daros las gracias por la sorpresa que ha supuesto el coro, porque lo que acaba de cantar es el primer canto que mis amigos del movimiento crearon hace más de treinta años, y resume toda la pasión que mueve nuestra actividad: ayudar a todos los hombres con los que nos encontramos a conocer la bondad de la vida, a tener un sentido en la vida. Nuestra voz canta con un porqué, nuestra vida tiene un sentido.
Hoy no quisiera hacer un discurso, sino dar testimonio de esto.
Por mucho que nuestros orígenes sean extraños desde el punto de vista geográfico e también histórico, ninguna lejanía ni diversidad puede establecer entre nosotros una extrañeza total porque todos somos hombres.
Por la común existencia humana hay entre nosotros una unidad. La expresión “existencia humana” implica el conocimiento y el juicio, un uso y un goce de la realidad y del mundo, pero sobre todo un destino común. De nuevo prefiero no leer, sino expresar lo que siento en mi corazón porque estoy muy conmovido por vuestra humanidad. Lo primero que impresiona mirando el cielo y la tierra, mirando todo, es que ningún hombre está aislado. No se puede concebir la existencia como soledad; se puede concebir una cosa en soledad, pero no se puede concebir la existencia de esa cosa como sola y aislada del resto.
De lo poco que sé de vuestra historia cultural, esto me parece uno de vuestros valores más destacados. Me refiero a esa armonía total, a esa unidad entre todas las cosas que permite que todo pueda vivir. Es uno de los aspectos más agudos de la sensibilidad de vuestra estirpe. Como se demuestra en esta poesía de Baciò: «La fragancia de un árbol en flor desconocido embarga mi alma».
Es difícil encontrar una expresión más perfecta del nexo entre todas las cosas, aunque sean desconocidas. Sin embargo, dicha armonía grande y total, dicha unidad entre todas las cosas tiene un sentido misterioso para mi vida. Yo no sé qué significa todo este mar para la gota que soy yo. La tradición espiritual en la que me crié me ha enseñado que dicha armonía grande y misteriosa tiene una voz. Este es el punto más importante del pensamiento humano, porque la relación entre dicha armonía total y yo es mi destino. La totalidad, la armonía tiene una voz. ¿Cuál es esta voz? Es una voz igual para mí, para un japonés, para el hombre de hace veinte mil años y para el hombre dentro de un millón de siglos. Es la misma voz.
Una mujer que trae un hijo al mundo le da una estructura por la que se reconoce que es un hombre. Todo hombre que nace del vientre de una mujer tiene un rostro interior, una estructura interior igual. Por esto me he encontrado a gusto por la gentileza de la azafata Anarita de Tokio, y en el “Centro Internacional” de Nagoya. Por esto puedo hablar con vosotros, me atrevo a ello.
La voz del universo, de ese todo del cual nosotros somos una pequeña, infinitésima parte, esta voz es el corazón del hombre.
Mirando las estrellas o el mar, enamorándose de una mujer, mirando con ternura a sus hijos, tratando esforzadamente de conocer la naturaleza y de usarla, el hombre de todos los tiempos, de todas las razas, busca la felicidad: lo que es verdadero, lo que es justo, lo que es bello. Nuestros filósofos antiguos se referían a ello diciendo: «Busca el ser». Todo lo que el hombre ve en el universo, en la realidad, suscita en él el deseo de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la felicidad. Ésta es la voz que el universo, la totalidad, suscita: se llama “corazón” del hombre.
Entonces la gran alternativa cultural y existencial que se plantea es clara: o esta voz carece de sentido, de realidad, y el corazón del hombre no es real, o todo tiene sentido porque existe el corazón del hombre. Nuestra voz canta por un porqué y nuestra lucha, si se puede llamar así, existe para despertar y sostener en los hombres el sentido de la positividad última de la vida y del corazón. El hombre, conscientemente o no, vive en virtud de esta relación última, de este destino último de felicidad. El hombre puede sostener el cansancio diario porque tiene este sentimiento último de una justicia real. Sin esta hipótesis, sería injusto haber nacido o tener hijos. Hablando de esto con la gente de mi tierra que considera a la mujer más religiosa que el hombre, yo pienso que esto es en principio justo porque la mujer tiene como tarea la maternidad. Sin la hipótesis, sin la perspectiva de una justicia feliz, sería injusto traer hijos al mundo, porque ¿quién puede saber los sufrimientos que su hijo padecerá en la vida? Precisamente por afirmar su feminidad, su estructura de madre, la mujer instintivamente lo percibe, lo intuye más. Yo considero que después el hombre desarrolla más que la mujer esta intuición. Pero resulta evidente para todos que no se puede concebir la vida consciente si no es en función de un valor, es decir, si no está en función de un destino para la propia existencia, para el propio corazón, para los propios deseos. Porque todo lo demás está subordinado a la felicidad que desea el corazón; porque el matrimonio puede ser acertado, afortunado, pero tiene su final, e incluso el mejor enamoramiento, el más bello, puede acabar en un aburrimiento terrible o incluso en una desilusión, en un final lleno de desilusión. Incluso los más grandes sentimientos, hasta los sentimientos más placenteros, pueden terminar en la banalidad o en el cinismo. ¿Y quién no conoce la tristeza de la precariedad del bien del pueblo, del bien de la patria? Y como todo está pendiente de lo imprevisible y aquello a lo que pertenecemos es un gran enigma, nos refugiamos en el trabajo para no tener demasiado tiempo para pensar.
Pero un hombre puede preguntar: «¿Por qué trabajo?», y la respuesta será de tipo social. «Pero ¿y yo, y mi corazón?». Por esto, la persona a la que yo venero, Jesús, decía: «¿De qué te sirve ganar todo lo que quieres si después pierdes el sentido de ti mismo?», o «¿Qué dará el hombre a cambio de sí mismo?». Por esto yo creo que lo más grande en nuestra vida son los valores. Pero, ¿qué es un valor? Un valor es el nexo, la relación que hay entre mi persona comprometida en la vida en una acción y su destino. La dignidad de la vida radica en la relación que tienen las cosas que hago con el destino (como quiera que sea concebido). Esto tiene dos ventajas. En primer lugar es útil para el equilibrio de la sociedad, porque es el sentimiento de la unidad entre todos, y, en segundo lugar, no contrapone la sociedad a la persona, en un olvido de ésta, en un agotamiento de la propia persona.
Creo que no hay nada de lo que deba dar testimonio con más fuerza en toda mi educación que este sentimiento inagotable, este sentimiento irreductible de mi yo, de mi persona. Cuanto más grande sea la dignidad de este sentimiento de mí mismo más trataré de servir a los demás, a la sociedad. Pero toda la vida de la sociedad está en función de la persona; es para mí, para que yo camine hacia mi destino. La sociedad es un destino efímero en el tiempo de la historia, mientras que yo soy relación con el infinito, con lo eterno, con el todo. Se llama persona, una gran palabra de mi tradición, no al hombre definido en abstracto como lo hacían Marx o Feuerbach, sino al hombre en el cual late el corazón que su madre le ha dado. Creo que toda la emoción y conmoción que siento por mi tradición cristiana se debe a que me ha permitido descubrir el valor del hombre, del individuo, valor en el que reside la raíz y el fundamento de la paz social, de la paz entre todos. Permitidme un recuerdo: la primera vez que fui a América del Sur, hace veinticinco años, llegué en un gran barco. Recorrí mil kilómetros hacia el interior del Amazonas, en la región llamada Macapá, que está formada por bosques impenetrables. No hay caminos, es necesario desplazarse en barca o bien atravesar pantanos inmensos. Entonces había en aquel territorio unas setenta mil personas, y muchos se llamaban “jeringueros”, porque vivían en la selva virgen extrayendo caucho del árbol del caucho. Pasaban meses y meses solos, en peligro de muerte continuo. Nunca vi sonreír a un Caboclo - se llaman también Caboclos -, nunca vi sonreír a ninguno de ellos. Había allí un grupo de sacerdotes amigos míos que se repartían el territorio de modo que cada cierto tiempo, entre veinte y cuarenta días, cada uno recorría un trozo de territorio para llegar hasta el jeringuero más lejano. Una tarde, uno de ellos tenía que ir a un lugar terrible donde siempre acecha el peligro de la muerte y me dijo: «Ven conmigo», y yo, espontáneamente, le dije: «Voy». Llegamos al anochecer al comienzo de los pantanos, mi amigo se calzó unas botas altas y me dijo sonriendo: «Ahora detente y regresa». Yo me detuve. Recordaré toda mi vida aquella tarde cuando el sol se puso en diez minutos sobre el ecuador (en diez minutos se pasa de pleno día a la oscuridad), y vi a aquel hombre alto, grande, que se alejaba y de vez en cuando, en la penumbra, se volvía y me saludaba sonriendo. Y yo estaba allí, firme, mirándole mientras me decía a mí mismo: «Este hombre arriesga su vida por encontrarse con un solo hombre al que quizá no vuelva a ver nunca más». Arriesgaba su vida por un hombre. Comprendí en aquel instante lo que es el cristianismo: una pasión por el hombre, un amor al hombre. No al hombre de los filósofos liberales marxistas, producto de su cabeza, sino al hombre que eres tú, que soy yo. Y así como el significado de la naturaleza no puedo ser yo que soy tan pequeño y efímero, el significado de toda la naturaleza es mi relación con el infinito, mi relación con el misterio que hace todas las cosas. Pero querría ahora decir algunas cosas para avanzar hacia el final de mi testimonio. Un autor de vuestra literatura dice: «Si todavía tengo que permanecer en este mundo atormentado, que sólo la luna sea mi amiga, la que resplandece sobre mi tristeza cuando todos mis amigos se han ido». Porque todo se va, y no basta decir: «Es así», porque el corazón del hombre exige que no sea así. La razón es una conciencia de la realidad conforme a todos matices de la realidad, y si es algo real la muerte de los amigos y de uno mismo, igualmente real es en nosotros la exigencia de la felicidad y de la permanencia. Dice un poeta noruego, el premio Nobel Pär Lagerkvist, en una poesía: «No hay nadie que oiga la voz implorante en las tinieblas, pero entonces, ¿por qué existe la voz?». Como la negación deja intacta la realidad de la pregunta, la respuesta negativa no es adecuada a la realidad; la realidad desborda, es más grande. Y la realidad de mi corazón y la razón, para mantenerse tales, deben aceptar esto. No se puede identificar la razón con una depresión del ánimo que dice: «Ah, no hay nada más». Porque esto es psicosis, patología. Ciertamente hay que tener el valor de afirmar toda la naturaleza como se manifiesta en el corazón, ciertamente en un corazón educado, reclamado, pero lo veremos dentro de poco. ¿Qué ayuda más a comprender el corazón que tengo, mi corazón de hombre? Perdonad: el presente, ¿de qué está cargado? El presente es como una nada. La riqueza del presente viene del pasado, se llama tradición. El culto de los antepasados es una de las expresiones más grandes, más potentes de la humanidad. He leído algunos pasajes de vuestra literatura antiquísima y leo también pasajes antiguos y nuevos de toda la literatura mundial. Hay una ventaja en leer todo esto. Es como si escribieran para mí, pues la tradición ilumina los deseos del corazón. Pero ahora me apremia decir: la ruptura con la tradición, la ruptura con el pasado es la ruptura con el propio corazón. ¿A quién sirve? ¿Quién tiene interés en romper con el pasado y por tanto en arrancar la memoria? Hay un grandísimo escritor, el mayor escritor de hoy día, Solzenicyn. En todas sus grandes novelas afirma una idea fundamental. Habla del pueblo ruso y dice textualmente: «Se ha vuelto un pueblo sin memoria». Un pueblo que haya perdido la memoria es un pueblo vacío en el que no hay comunicación entre sus miembros, y por esto Solzenicyn habla de «generaciones mudas». Recuerdo cuando estuve en Praga por primera vez hace diez años. Fui a comer al mejor restaurante de la ciudad, que estaba en el Castillo, el gran Castillo de Praga. Éramos sólo tres. A las ocho en punto entraron centenares de jóvenes, chicas y chicos, que llenaron todas las mesas de cuatro en cuatro. Pidieron jarras de cerveza. El local cerraba a las once. Nos daba vergüenza hablar, porque los jóvenes que durante tres horas estuvieron allí, frente a las jarras de cerveza, no habían dicho nada, no hablaban entre ellos. La riqueza del presente: la gran memoria. ¿Quién tiene interés en borrarla? Porque para afrontar el presente hace falta un criterio, y un criterio te llega de la sabiduría del pasado; si no, ¿cómo se llama? Se llama reacción, instintividad: se reacciona, se es instintivo en las respuestas y nada más. ¿A quién le interesa que el hombre actúe por instinto, por reacción y no a la luz de una hipótesis sabia? Se llama poder, es el poder. El poder es algo grande si está para servir. ¿Para servir a quién? A la gente, a las personas. Pero cuando el poder actúa para afirmar una ideología y un concepto propio de las cosas, entonces tiene necesidad de que la gente sea lo más instintiva posible, lo más reactiva posible. ¿Por qué? Porque a través de los instrumentos de influencia, es decir, a través de los medios de comunicación y de la enseñanza obligatoria hace llegar su ideología. Y esta esclavitud o alienación - entre nosotros se llama así - crea un ideal de vida “cómodo”. Creen que hacen así un favor a los jóvenes; la juventud lo consiente, pero se vuelve desesperada y violenta, porque el hombre está hecho para la armonía total. Pero, ¿cómo conseguir esta relación, cómo vivir esta armonía total, si es tan misteriosa que parece contradictoria? Porque esta voz del hombre que es su corazón es frágil y contradictoria. Creo, por propia experiencia, que nada corresponde más al alma, no sólo a la del joven, sino también a la del hombre que vive, que concebir la vida como un camino. Un camino razonable, humano, tiene dos factores claros. Primero: la certeza de la positividad final de la vida, porque la naturaleza habla de ella. Sin esta positividad sería justa la violencia del poder, provisional o no, y el cinismo de la vida práctica, es decir, la falta de humanidad. Y segundo: que yo no he alcanzado todavía este destino cierto. Aunque no lo conozco, sin embargo tiendo a él como puedo, tratando de adherirme a las sugerencias buenas de mi existencia y perdonándome continuamente los errores que cometo mil veces al día. Una certeza es una tensión indomable: esto es la moralidad. ¿Cómo se denomina esta tensión moral hacia la certeza, hacia la positividad cierta pero desconocida y a esta bien conocida fragilidad que sin embargo no se deja nunca derribar? Se llama petición, se llama mendigar, mendigar al destino, sea quien sea, porque tengo que usar una palabra adecuada para dirigirme a esta totalidad, y la palabra más grande que tengo es “tú”: tú, destino, quien quiera que seas, yo te invoco, yo te llamo. La petición es la expresión racional suprema. Nosotros los cristianos la llamamos oración, pero la esencia de aquello que llamamos oración es la petición de que el Misterio venga. ¿Qué puede ayudarme a sostener, a hacer prevalecer la petición sobre el escepticismo característico de la instintividad y de la reactividad? Los instintivos y los reactivos son escépticos. El escéptico no se compromete con la vida, se compromete con lo que siente. El que concibe la vida como petición del Misterio, como petición al Misterio para que venga, al destino para que venga, entonces se compromete con todo, incluso con el detalle pequeño. Por esto Jesús decía: «Tiene un valor eterno incluso una palabra dicha en broma». Y decía también que tiene un valor eterno hasta la más pequeña flor del campo. Pero, ¿quién me ayudará a hacer de mi vida una petición al Misterio en vez de desilusionarme, de dejarme desilusionar en el escepticismo más perverso y cómodo? Sólo conozco una respuesta: una compañía. Una compañía de personas que sientan esto y se ayuden. Ésta es la única y verdadera amistad. Estar juntos ante el destino. Éste debería ser el significado de la relación entre el hombre y de la mujer: no el enamoramiento ilusorio con el que sueñan los jóvenes y en el que identifican algo tan grande, sino el compartir el mismo camino hacia el destino común, rescatándose del sueño, ayudándose a salir de la distracción, no dejándose sofocar por la mezquindad o la vileza. El mundo es como una penumbra: si uno vuelve la espalda a la luz dice: «Todo está negro». Si uno vuelve la espalda a la oscuridad, dice: «Estamos en el comienzo de la luz». Esto es la vida, el mundo. Es una decisión o una opción de la libertad ponerse de espaldas a la luz o abrirse a ella. Pero no da lo mismo la elección. Uno no puede elegir lo que quiere, porque una de las dos elecciones es irracional e injusta. La penumbra quiere decir que la luz existe. No se puede decir: «No hay claridad y por tanto todo es tinieblas». Para quien ha sentido por un instante el deseo de la alegría es un delito decir que el mundo es negativo. El instante de alegría es como una fuente de petición al infinito. La compañía te sostiene en esto. La compañía es una condición esencial para que la persona sea ella misma. La compañía es como la tierra en la que la semilla se convierte en una planta. La compañía no sustituye, sino que hace posible. Por esto el poder que odia, que tiene miedo de la tradición sabia, es un poder que tiene siempre miedo de aquellos que se unen en compañía para caminar hacia el destino. Perdonadme, pero esa voz del universo, de toda la realidad de la que he hablado, aparece, se deja oír en el corazón del hombre, en mi tradición, es decir, desde mi pasado, y me ha alcanzado la noticia de que se ha hecho un hombre, de modo que existe esta Presencia que es compañía del corazón. Que la totalidad, el misterio de la totalidad se haya hecho uno como yo y me acompañe, y que el corazón se apoye en él, debo admitir, debo reconocer que es algo grande y conmovedor. Puede parecer fruto de la imaginación o bien la hipótesis más grande a tener en cuenta. Disculpad este último testimonio, pero no importa el camino con tal de que sea un camino recorrido juntos con sinceridad de corazón. Y gracias por todo.
Doy las gracias sobre todo a mi colega y ahora amigo, que ha hecho el esfuerzo de traducir todo. Pero sobre todo estoy conmovido y lleno de admiración por el señor Presidente y por los dirigentes del “Centro Internacional”, porque nunca he encontrado una apertura tan grande.
Una clara visión de fe ante el budismo más valioso
JapónApuntes de la conferencia de Luigi Giussani que se celebró el 27 de junio de 1987 en el marco de la semana cultural dedicada a Italia, organizada por el Centro cultural internacional de Nagoya (Japón). (“Palabra entre nosotros” publicado en Huellas, nº 5 1999)
Me siento muy honrado de estar entre vosotros, que representáis a uno de los pueblos más grandes, activos y delicados del mundo. (...)
Quiero también daros las gracias por la sorpresa que ha supuesto el coro, porque lo que acaba de cantar (Povera voce, ndr.) es el primer canto que mis amigos del movimiento crearon hace más de treinta años, y resume toda la pasión que mueve nuestra actividad: ayudar a todos los hombres con los que nos encontramos a conocer la bondad de la vida, a tener un sentido en la vida. Nuestra voz canta con un porqué, nuestra vida tiene un sentido.
Hoy no quisiera hacer un discurso, sino dar testimonio de esto.
Por mucho que nuestros orígenes sean extraños desde el punto de vista geográfico e histórico, ninguna lejanía ni diversidad puede establecer entre nosotros una extrañeza total, ya que todos somos hombres.
Hay entre nosotros una unidad por nuestra común existencia humana. La expresión “existencia humana” implica el conocimiento y el juicio, un uso y un disfrute de la realidad y del mundo, pero sobre todo un destino común. De nuevo prefiero no leer, sino expresar lo que siento en mi corazón, porque estoy muy conmovido por vuestra humanidad. Lo primero que impresiona al mirar el cielo y la tierra, al mirar todo, es que ningún hombre está aislado. No se puede concebir la existencia como soledad; se puede concebir una cosa en soledad, pero no se puede concebir la existencia de esa cosa como sola y aislada del resto.
De lo poco que sé de vuestra historia cultural, esto me parece uno de vuestros valores más destacados. Me refiero a esa armonía total, a esa unidad entre todas las cosas que permite que todo pueda vivir. Es uno de los aspectos más agudos de la sensibilidad de vuestra estirpe. Como se demuestra en esta poesía de Baciò: «La fragancia de un árbol desconocido en flor embarga mi alma».
Es difícil encontrar una expresión más perfecta del nexo entre todas las cosas, aunque sean desconocidas. Pero esta armonía grande y total, esta unidad entre todas las cosas tiene un sentido misterioso para mi vida. Yo no sé qué significa todo este mar para la gota que soy yo. La tradición espiritual en la que me crié me ha enseñado que dicha armonía grande y misteriosa tiene una voz. Este es el punto más importante del pensamiento humano, porque la relación entre dicha armonía total y yo es mi destino. La totalidad, la armonía, tiene una voz. ¿Cuál es esta voz? Es una voz igual para mí, para un japonés, para el hombre de hace veinte mil años y para el hombre de dentro de un millón de siglos. Es la misma voz. (...)
Al mirar las estrellas o el mar, al enamorarse de una mujer, al mirar con ternura a sus hijos, al tratar esforzadamente de conocer la naturaleza y de usarla, el hombre de todos los tiempos, de todas las razas, busca la felicidad, aquello que es verdadero, justo y bello. Nuestros filósofos antiguos se referían a ello diciendo: «Busca el ser». Todo lo que el hombre ve en el universo, en la realidad, suscita en él el deseo de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la felicidad. Esta es la voz que suscita el universo, la totalidad: se llama “corazón” del hombre.
Entonces la gran alternativa cultural y existencial que se plantea es clara: o esta voz carece de sentido, de realidad, y el corazón del hombre no es real, o todo tiene sentido porque existe el corazón del hombre. Nuestra voz canta por un porqué y nuestra lucha, si se puede llamar así, existe para despertar y sostener en los hombres el sentido de la positividad última de la vida y del corazón. El hombre, conscientemente o no, vive en virtud de esta relación última, de este destino último de felicidad.