Una amistad que reclama al otro la presencia de Cristo
El Pontificio Consejo para los Laicos, mediante decreto del 11 de febrero de 1982, fiesta de la Virgen de Lourdes, aprobó la «Fraternidad de Comunión y Liberación». L'Osservatore Romano, con ocasión del XV aniversario del reconocimiento, ha publicado una reflexión de don Giussani que plasma la conciencia madura de la Fraternidad
1. El signo que esclarece la vida es un acontecimiento en el cual la persona es aferrada en su totalidad. En la vida de cada uno de nosotros se ha dado ese momento, ese signo, ese acontecimiento en el que todo se esclarece. Y aunque la vida inevita¬blemente no se mantenga en la clari¬dad de aquel inicio, ese resplandor ya no podrá eludirse por sus efectos. ¿De qué forma? ¿Qué rostro tiene, qué cuerpo tiene el Señor que nos acompaña en la vida? llene el rostro y el cuerpo misterioso de la Comunidad de los hermanos.
El decimoquinto aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación me sorprende más gozo¬samente agradecido al Espíritu del Señor que nos ha acompañado en estos años sosteniendo nuestra obe¬diencia —aún dentro de límites y traiciones y, por tanto, de humillacio¬nes— en un método de vida cristiana que la Iglesia no sólo no ha condena¬do, sino que ha aprobado. Como diciendo: «Este es un camino por el que podéis ir». Es lo que Pablo VI me dijo la última vez que le vi, el 23 de marzo de 1975: «Ánimo, este es el camino: ¡siga adelante así!». Sin sen¬tir la espalda apoyada en estas pala¬bras, no se puede caminar en la his¬toria junto a otros hermanos hom¬bres.
¡En efecto, es el Destino, Jesús de Nazareth Hijo de Dios, el único que puede llevar a mejor la vida de cada día! Y lo hace alcanzándonos a través de un encuentro humano, por el cual el Destino encarnado actúa en la persona con la libertad de su Espíritu misterioso (que al hombre se le presenta como inexplicable y casual). De este modo, lo que has encontrado, lo que de algún modo te ha tocado y te ha interesado, te llama a responder. Se trata, por consiguien¬te, de una llamada o, por usar la expresión de la Iglesia, de una «voca¬ción». Por eso la Fraternidad de Comunión y Liberación es percibida como «signo que aclara la vida».
2. El que ha sido atraído por esta intuición, por esta palabra, por este acento distinto, por esta con¬cepción distinta en cuanto a forma comunicativa y pedagógica; quien, del modo que sea, ha sido alcan¬zado por esta experiencia, debe comprometerse, en primer lugar, con la gran tarea del reclamo recí¬proco a la memoria de Cristo: «Aquel que está entre nosotros», ahora, aquí, como dijo hace años un chaval del primer curso de la Universidad Católica, al comienzo de una intervención en una asam¬blea. Es la gran tarea de reclamar¬nos unos a oíros a reconocer una Presencia. Porque Memoria signi¬fica reconocer una presencia.
3. Este es el don propio del Espíritu, que se convierte no sólo en recono¬cimiento de esta Presencia, sino tam¬bién en moralidad generadora de un pueblo, en cuanto crea un deber de obe¬diencia a la realidad que cada uno de nosotros ha encontrado como “signo” para su vida. San Pablo definió así el mérito de Jesús hombre: «Obediente hasta la muerte». Obediencia.
4. Se llama «Fraternidad», en la ter¬minología de nuestro movimien¬to, a aquella amistad que siente como tarea propia el reclamar al otro la presencia de Cristo. La Fraternidad se compone de personas que se reco¬nocen amigas y que se reúnen perió¬dicamente, para vivir el reclamo a la memoria de Cristo presente y para ayudarse a desarrollar una conciencia de ello cargada de razones.
Gente que antes era extraña se hace amiga, personas que tienen hijos, padres, hombres y mujeres, llegan a ser amigos íntimos, y se ven, poco a poco, abiertos a un afecto cuya pro-fundidad antes desconocían. Porque el mayor afecto es la pasión por el destino y la verdad propia y del otro, por la belleza, Splendor Veritatis —esplendor de la verdad—, como escribe el Papa Juan Pablo II en su Encíclica.
5. De ahí nace el espectáculo de núcleos de un pueblo, de una sociedad distinta, definida por un clima distinto, el mismo del que habla san Pablo cuando afirma: «Estimad a los demás más que a vosotros mis¬mos». Un clima, pues, en el que se hace posible una estima recíproca. La humildad que nace de ahí es la carac¬terística fundamental (¡tan distinta del orgullo o de la presunción!) de quien quiere conocer a Cristo. Siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís que escribía en su «Carta a un ministro» (del culto): «Ama a aquellos que te tratan así, y no les exijas algo distinto de lo que el Señor te diere». Como a ti te da lo que te da, y no se puede pretender más de ti, del mismo modo no pretendas de los otros más de lo que pueden dar. Y después lo reafirma con la frase más impresionante: «Ámalos en esto» —ámalos en lo que el Señor les con¬cede hacer— «y no pretendas que sean mejores cristianos», no preten¬das que sean como tú quieres, es decir, según un proyecto tuyo.
Por eso, cada uno de nosotros, alcanzado por la gran Presencia, está llamado a ser reconstructor de casas derruidas. Lo que Jesús hizo repercu¬te también donde yo estoy, donde tú estás cada día. Cada uno de nosotros es, cada día —únicamente por adhe¬rirse con sinceridad—, la bondad de Jesús, su voluntad de bien para con el hombre que vive en estos tiempos tris¬tes y oscuros: «Vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor» (Mc 6, 34).