«Un nuevo inicio»
Apuntes de la intervención de Julián Carrón en el Consejo Nacional de Comunión y Liberación tras su nombramiento como presidente de la Fraternidad de CL. Milán, 19 de marzo de 2005
El 19 de marzo de 2005 se reunió en Milán La Diaconía Central de la Fraternidad de Comunión y Liberación para proceder al nombramiento de su nuevo presidente, sucesor de don Luigi Giussani (fallecido el pasado día 22 de febrero de 2005). En dicho encuentro participaron todos los miembros de la Diaconía, 27 presentes y 2 representados con delegación de voto. La elección se celebró mediante voto secreto y la mesa electoral fue presidida por el recién nombrado obispo, Monseñor Luigi Negri. Resultó elegido por unanimidad, con un solo voto en blanco, don Julián Carrón, con quien don Giussani había querido compartir su responsabilidad de guía de todo el movimiento de Comunión y Liberación, desde hace ya más de un año, llamándolo desde España, para lo cual contó con la plena autorización del arzobispo de Madrid, el cardenal Antonio María Rouco Varela. Proponemos los apuntes de la intervención de Julián Carrón al comienzo del Consejo.
«El Verbo se hizo carne y habita entre nosotros». El rezo del Angelus que acabamos de hacer evoca el inicio siempre presente de una historia que nos alcanza y nos implica también hoy. Es Él, ¡realmente Él!, Cristo, quien ha entrado en nuestra historia con esta novedad arrolladora que nos arrastra también hoy. Es a este Cristo a quien hoy quiero decir, profundamente conmovido, «gracias», porque sin Él la vida sería plana, algo realmente feo, no tendría horizonte alguno. Gracias a Él ha entrado en nuestra vida una intensidad humana, una plenitud de la vida, ante la cual no podemos dejar de asombrarnos.
Esta historia nos ha alcanzado –es el primer pensamiento que he tenido hoy– a través de la querida persona de don Giussani. No hubiéramos podido –yo por lo menos, no sé vosotros– decir «Cristo» con intensidad humana, sin él, sin el encuentro con él, sin vernos arrastrados en esta “vorágine” que hoy adquiere todo su alcance, sin experimentar esa preferencia que el Señor ha suscitado en mí y en todos nosotros. Don Giussani nos ha arrastrado a todos juntos con él, haciéndonos experimentar de modo real quién es Cristo: ha sido él, él mismo, en la convivencia con él, compartiendo la vida con él, ha sido a través de él como Cristo ha conmovido hasta la médula nuestra vida aportándole una intensidad que nunca hubiéramos imaginado.
Por tanto, en un momento tan decisivo para nuestra historia, no podemos empezar –no sería justo, no expresaría nuestro corazón– sin dar conmovidos las gracias a don Giussani por su «sí», por su testimonio de vida que nos ha arrastrado a todos con él.
Nuestra experiencia no ha sido nunca la de participar en una asociación; hemos participado de su fiebre de vida; huyendo de todo formalismo, hemos participado de este torbellino de caridad con el que Cristo nos ha alcanzado. Cuanto más va haciéndose uno consciente de su propio límite y de su nada, menos puede dejar de conmoverse ante ello. Por tanto, pedimos a don Giussani que siga arrastrándonos con él, ahora que ya el tiempo y el espacio no le limitan, ahora que participa de la soberanía de Cristo que ya hemos empezado a experimentar. Ahora actúa –lo vemos todos los días– más que nunca. Podemos afrontar este momento con tranquilidad, seguros, sin miedos ni temores, no porque seamos buenos, no porque nos sintamos a la altura, sino por la certeza de que él no nos abandonará nunca, como jamás nos ha “soltado” a ninguno de nosotros –uno por uno– a lo largo de todos estos años. Cada uno de nosotros sabe hoy mejor que nadie hasta qué punto es verdad que dio su vida –toda la vida– por nosotros, hasta el último instante.
En todo este misterio se injerta mi pobre “yo”, desde que don Giussani ejerció su responsabilidad ante Dios llamándome a Milán. Hacía años que lo deseaba (todos lo sabéis, él mismo lo contó el año pasado, la última vez que estuvo aquí en el Consejo Nacional. Yo no estaba esa vez). Yo pensaba –como alguno de vosotros me dijo– que había empezado a pensarlo hace cinco años. Pero fue antes, porque en el verano de 1997, al final de los Ejercicios de los Novicios, don Giussani dijo ante todos: «Señor, haz que pueda decirles a todos que me alegraría muchísimo si Carrón asumiera la función que yo tengo». Se me había olvidado, como siempre, y habéis sido vosotros quienes me lo habéis recordado. Esto significa que hacía mucho que lo estaba considerando.
Al igual que me había olvidado de esto, me había olvidado de muchas más cosas, pues creía que nunca sucedería. Poner a todo el mundo de acuerdo, también a mi cardenal, era francamente difícil, como dijo al Grupo Adulto hace unos meses. Mientras tanto, yo no me preocupaba demasiado porque pensaba que nunca se conseguiría. Pero cuando Giussani escribió al Papa –como ya os conté– pidiéndoselo a él, empecé a considerar la posibilidad de que se lograra.
Si os lo cuento es porque todos estos detalles circunstanciales, a través de los cuales el Misterio lleva a cabo su designio, han marcado para mí la forma en la que el Misterio ha actuado, porque poner a todos de acuerdo es obra sólo del Espíritu Santo. Por lo tanto, he tenido que decidir no sólo ante algo secundario (como cambiar de país de residencia o asumir un cargo) sino ante el Misterio que me llamaba a través de aquellas circunstancias. Durante todos estos meses, yo he sido consciente de responder al Misterio presente respondiendo a don Giussani que me invitaba a venir aquí. De otro modo no hubieran existido razones adecuadas para adherirme.
Os digo esto porque lo que me ha sucedido a mí os pasa ahora a vosotros. Estamos ante un hecho misterioso que hoy adquiere toda su dimensión tras lo que dolorosamente hemos vivido juntos, la enfermedad y la muerte de don Giussani. El agravamiento de su enfermedad y su muerte nos han hecho experimentar su paternidad: todos, arrastrados por el afecto hacia él, hemos sido realmente generados como hijos y hemos tenido que rendirnos a ese designio misterioso que culminaba en él. Yo he sido testigo privilegiado de su enfermedad en estos últimos meses, en los cuales, instante tras instante, teníamos que rendirnos ante el modo como el Misterio lo llevaba a plenitud. Hemos tenido que aprender a obedecer al Misterio en la forma concreta en la que Él ha cumplido la vida de don Giussani, y lo hemos hecho colmados de conmoción por lo que nos ligaba a él. Así, nos ha generado como hijos del Padre, que tenía este designio sobre él y sobre nosotros. Y esto lo han reconocido todos, incluso los que no pertenecen al movimiento. ¡Cuántos se nos han acercado para darnos las condolencias por la muerte de don Giussani, conscientes de que nosotros habíamos perdido a nuestro padre! También ellos reconocían su paternidad para con nosotros. Junto con el dolor por el desgarro, hemos tenido también la experiencia de su permanencia, nunca tan poderosa como ahora.
Lo ha dispuesto todo para ayudarnos a vivir este momento, tal como un padre deja todo a punto para ayudar a sus hijos. Releyendo el texto No hay mayor sacrificio que dar la vida por la obra de Otro se entiende que quería prepararnos para este trance.
«Dar la vida por la obra de Otro; este “otro”, históricamente, fenoménicamente, en cuanto apariencia, es una determinada persona, soy yo –decía don Giussani–. Pero nada más ser pronunciada, la palabra “yo” se esfuma, se pierde en la lejanía; porque el factor histórico que puede describirse, fotografiarse, indicarse por su nombre y apellido, está destinado a desaparecer del escenario en el que comienza una historia. Por eso, este es un momento en el que es esencial tomar conciencia de la gravísima responsabilidad que tiene cada uno, como urgencia, lealtad y fidelidad. Es el momento de que cada uno asuma su responsabilidad con el carisma». ¿Qué es el carisma? «La esencia de nuestro carisma puede resumirse en tres cosas: ante todo, el anuncio de que Dios se ha hecho hombre, el estupor y el entusiasmo por esto; segundo, que este hombre está presente en un signo de concordia, de comunión, de unidad de un pueblo; tercero, que sólo en Dios hecho hombre y, por consiguiente, sólo en Su presencia y –de algún modo– en la forma de Su presencia, puede el hombre ser hombre y la humanidad ser humana; de ahí nacen la moralidad y la misión».
Ante la tentación, siempre al acecho por nuestra fragilidad y nuestro mal, de reducirlo, de paralizarlo, para evitar «reducirlo, hacer de él una lectura parcial, acentuar ciertos aspectos menoscabando otros (convirtiéndolo así en algo monstruoso), plegarlo al propio gusto vital o al propio cálculo, abandonarlo por negligencia, testarudez o superficialidad o dejar que revista acentos en los que nuestra persona se encuentre más a sus anchas, más a su gusto, y le cueste menos esfuerzo, hace falta –nos decía– que nos comparemos con el carisma, pues confrontarse con el carisma es la mayor preocupación que se debe tener desde el punto de vista del método, la práctica, la moral y la pedagogía a seguir. De otro modo, el carisma se convierte en pretexto y motivo para hacer lo que uno quiere; encubre y respalda algo que queremos nosotros; debemos hacer que la comparación con el carisma, como corrección y continuo resucitar del ideal, llegue a ser un comportamiento normal. Tenemos que hacer de esa comparación un hábito, habitus, una virtud. Esta es nuestra virtud: comparar todo con el carisma original».
Para que esto sea posible hace falta un último paso: «Llegados a este punto vuelve lo efímero, porque Dios se sirve de lo efímero. Retorna la importancia de lo efímero que, hoy por hoy, es la comparación en última instancia con esa persona determinada con la que todo ha comenzado. Yo puedo desaparecer, pero los textos que dejo y la continuidad ininterrumpida –si Dios quiere– de las personas indicadas como punto de referencia, como interpretación verdadera de lo que ha sucedido en mí, quedan como instrumento para corregir y suscitar de nuevo; se convierten en el instrumento de la moralidad. La línea de personas indicadas como referencia es lo más vivo del presente, porque un texto puede también interpretarse; es difícil interpretarlo mal, pero puede ser interpretado. Dar la vida por la obra de Otro implica siempre la existencia de un nexo entre la palabra “Otro” y algo histórico, concreto, tangible, sensible, que puede describirse y fotografiarse, con nombre y apellidos. Sin esto se impone nuestro orgullo, este “sí” efímero, pero efímero en el peor sentido del término. Hablar de carisma sin historicidad es no hablar de un carisma católico».
Releer sólo esto produce escalofrío, porque ahora podemos comprender verdaderamente el alcance de lo que nos dijo hace años. El carisma mismo dejó dicho cómo permanece: los textos y el punto de referencia. Por lo tanto, la elección de hoy1 es la primera ocasión que se nos ofrece para manifestar nuestra filiación: con esta votación os habéis demostrado hijos, porque habéis seguido lo que don Giussani indicó como punto de referencia. Y esto es un buen inicio para la permanencia de nuestra historia. Nuestra obediencia es una promesa, porque todo depende de la obediencia a Aquél que nos ha engendrado a través de don Giussani, Aquél que nos genera y continuará generándonos siempre. Imposible no recordar las palabras de san Pablo a los Romanos: «Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos» (cf. Rom 5, 19). De la obediencia nació una historia, de la desobediencia nació otra; ya desde el comienzo fue siempre así, un acto de desobediencia o uno de obediencia: Adán y Cristo. Por eso, la gracia de obedecer que se nos ha concedido hoy –¡siempre está la libertad por medio!– es un signo bueno, una gran promesa para todos nosotros. Todo nuestro programa, lo que nos espera, consiste en que lo que hemos realizado hoy con esta votación coincida con nosotros mismos, se convierta en habitus, hasta que nuestro existir coincida con nuestro ser. Porque con esta votación no se acaba todo para luego seguir todo igual que antes. No han variado simplemente unos detalles: ha habido un cambio.
En ese retiro de 1997 al que me refería antes, don Giussani comentaba la frase de san Juan: «Os conviene que yo me vaya». Decía. «Cuando carnalmente, visiblemente, hay un cambio, cuando sensiblemente cambia un amigo con el que hemos recorrido un tramo de camino, más aún, que ha recogido toda nuestra fatiga tras la confianza de los comienzos, esto se convierte en una razón negativa para nuestra vocación y pensamos: “¿Seremos entonces menos ayudados? ¿Estaremos menos seguros? ¿Iremos a menos?”. Cuando viene a menos la realidad contingente que Cristo ha usado para entrar en nuestra vida nos entra miedo. Al faltar la persona por la cual nos hemos adherido a la vocación y que nos ha acompañado, nos da miedo, temor». Y él, siguiendo a Jesús, decía: «Pero, os conviene que esto suceda. Cuando perdemos el apego a la modalidad con la que la verdad se nos comunica, cuando asumimos, por tanto, con libertad esta pérdida del modo en que se nos han dicho las cosas, entonces la verdad de la cosa empieza a emerger con claridad». Entonces, ¿se supera en un determinado momento la carnalidad, su contingencia histórica? ¡No! Continuaba, en efecto, don Giussani: «Cristo nos alcanza, el Misterio nos alcanza a través de hechos sencillísimos, a través de una humanidad, de una realidad humana, pero no depende de quien es capaz de hablar bien o de quien os fiáis, no depende de quien tiene un determinado modo de ser, no depende de esto la seguridad en la que os apoyáis para caminar: depende de Jesús. Habéis entrado en una relación directa con el misterio de Jesús, que gobierna la historia a través de las existencias que Él aferra».
Por tanto, la relación con Jesús se juega en el seguimiento de este punto contingente. No se trata de rellenar el organigrama: ¡lo que está en juego es la relación con Cristo, es nuestra vida! Al igual que yo, todos estamos ante el Misterio en esta circunstancia tan efímera; y todos tenemos los instrumentos necesarios para vivir la moralidad –como leía antes–, que implica el punto de referencia ante el cual se mueve nuestra libertad. Este es el recorrido de la vida que nos espera, porque el método sacramental es siempre el mismo: seguir a uno que el Misterio aferra de manera tan evidentemente misteriosa, pues es el permanecer de lo mismo en una modalidad histórica nueva y no la reproducción de lo que había antes: las formas expresivas han cambiado, yo soy yo, con toda mi realidad efímera, y esto supone realmente, en un cierto sentido, un nuevo inicio.
Tenemos delante la aventura de conocernos y hacernos compañía en el camino hacia el Destino. Yo quiero caminar con vosotros hacia el Destino; no me interesa otra cosa. No me interesa el organigrama, me interesa caminar hacia el Destino, hacia Cristo, porque sólo Él es capaz de hacerme experimentar una intensidad de vida que ninguna organización puede darme. Y me interesa tener relaciones verdaderas, leales, no formales, para conocer a Cristo. No me interesa otra cosa, no logra interesarme, aunque pueda ceder por mi mal, pero aquello a lo que debo rendirme como conciencia y como juicio, por la experiencia que tengo, es que no hay nada que interese a mi vida como Cristo. Os invito a una relación así.
Casualmente, ayer cayó en mis manos un texto que me encanta, porque indica con precisión cuál es nuestra tarea: «Ha llegado el momento –decía don Giussani en 1991– en el que el afecto entre nosotros cobra un peso específico inmediatamente más grande que incluso una lucidez dogmática, la intensidad de un pensamiento teológico o la energía para guiar. El afecto que es necesario que nos tengamos mutuamente tiene una sola urgencia: la oración, el afecto a Cristo. Ha llegado el momento en el que el movimiento camina exclusivamente en virtud del amor a Cristo que cada uno de nosotros tiene y que cada uno suplica al Espíritu poder tener».
«El movimiento camina exclusivamente en virtud del amor a Cristo»: este es nuestro programa, no hay más. Este es el desafío que tenemos delante: el movimiento camina exclusivamente en virtud del «sí» a Cristo de cada uno de nosotros, de nuestro afecto a Cristo. Si esto crece supone la esperanza para nosotros y para el mundo, para la humanidad entera, porque seguiremos al igual que don Giussani haciendo presente a Cristo en el mundo, mostrando quién es no como una palabra sino como una experiencia.
«Toda la concepción moral de Jesús –escribe en la Escuela de comunidad– se basa, como si fuera su ley dinámica, en la fuerza unitiva que es consecuencia de la preferencia, de una elección». Toda la moralidad se juega allí. Por ello, dándonos este punto de referencia –esta preferencia y esta fuerza unitiva– Dios nos da el instrumento para la moralidad. Ante el método de Dios «el problema de los hombres es el de resistir a Su lógica». Y a nosotros, que somos pecadores como todos, nos pasa lo mismo. Por tanto es necesario pedir al Misterio, como concluía don Giussani en el Retiro de los Novicios de los Memores Domini: «Pedid a Dios que os conceda ser fieles también a la contingencia de la que se sirve la compañía de Cristo para entrar en nuestra vida y, a través de nosotros, en el mundo». Pidamos esta sencillez de adhesión que está en el origen de la unidad. Porque es Dios –como estudiamos en la Escuela de comunidad– el que reúne a los suyos; la unidad no es el resultado de nuestro acuerdo, el fruto de nuestro esfuerzo; por tanto, nuestra respuesta a Cristo, el afecto a Cristo es lo que genera unidad.
Confiemos nuestra historia a la Virgen, «fuente viva de esperanza», y pidamos también a don Giussani –a él, que ha amado a cada uno de nosotros y al mundo– que en esta circunstancia histórica, que él mismo definió como de «una soledad brutal», que nos lleven de la mano para nuestro bien y el del mundo.
Un nuevo inicio
La abdicación de Don Juan Carlos sorprendió a la Conferencia Episcopal Española en plena presentación del Mensaje para el Día de la Caridad. El Secretario General, don José María Gil Tamayo, veterano en lides periodísticas, comenzó la rueda de prensa agradeciendo al Rey «su servicio y entrega generosa a nuestro país», y expresando su «confianza en su sucesor, el Príncipe de Asturias».
No eran palabras hechas ni meramente protocolarias. ¡Gracias, muchísimas gracias!, titulaba su artículo el cardenal Antonio Cañizares en La Razón, que como todos los grandes diarios publicó el lunes por la tarde una edición especial. El Prefecto de la Congregación para el Culto Divino calificaba al monarca de «un gran Rey, al que siempre han animado y animan sus profundas convicciones cristianas, que nunca ocultó». Más aún -resalta-, Don Juan Carlos se sentía en la responsabilidad de «custodiar el rico patrimonio de fe cristiana y de cultura que ha impregnado notablemente nuestra historia», según sus propias palabras al visitar, en 2001, la sede de la Conferencia Episcopal.
Con mayor o menor adhesión sentimental, los editoriales de los grandes diarios coincidían el lunes en su alta valoración del reinado de Juan Carlos I, que, con sus luces y sombras, ha dado a España 39 insólitos años de paz y prosperidad. Pero los comentarios de opinión reflejaban también los nubarrones del momento presente. «El Príncipe de Asturias está llamado a reinar e un momento en que se ha producido una clara muestra de desencanto de los españoles con su clase dirigente», escribía Ramón Pérez Maura en ABC. «Desde la legitimidad histórica de la Corona, refrendada por la legitimidad constitucional que a todos concierne, el nuevo Rey tendrá la responsabilidad de ayudar a integrar a aquellos -en general jóvenes- que no se sientan identificados con la España en la que han nacido y crecido».
«La Transición española se ha cerrado definitivamente esta mañana con el anuncio de la abdicación del Rey que la hizo posible», afirmaba en este mismo diario Ignacio Camacho. «No es un cambio de régimen, pero sí un fin de ciclo», en el que «el statu quo constitucional ha hecho crisis en medio de una oleada de desapego que reclama medidas de regeneración urgente». La corrupción o el separatismo -dice Herman Tertsch- son algunos de los grandes males que toca hoy afrontar, mientras -añade Juan Manuel de Prada- un porcentaje considerable de la opinión, «no ya sólo entre la izquierda más rampante, sino también en ciertos sectores desnortados de la derecha», es incapaz de entender «que la institución monárquica es -permítasenos el empleo del término paulino- un katéjon, un obstáculo que impide la emergencia de nuestros peores demonios atávicos».
Afirma un comunicado del movimiento Comunión y Liberación, publicado el martes en Páginas Digital: «Hace treinta y nueve años una generación asumió su responsabilidad dejando atrás viejas divisiones y construyendo una convivencia basada en la consideración de que el otro no es un enemigo a eliminar. Del mismo modo, esta nueva generación está llamada a expresar una voluntad de convivencia real que excluya la dialéctica agresiva y estéril que ha erosionado nuestra democracia en los últimos años. Ésta es una decisión que hoy debemos renovar todos... Los españoles estamos ante un nuevo inicio. Pedimos al Señor de la Historia que conceda a Don Felipe de Borbón y a Doña Letizia la inteligencia, la capacidad de afecto y la responsabilidad necesarias para favorecer una convivencia real entre los españoles. Y que suscite en todos nosotros un deseo de afirmar radicalmente a la otra persona como un bien».