Sólo Él es
Palabra entre nosotrosApuntes de una meditación a lo largo del Via Crucis
Oración introductoria
El Espíritu que generó a Dios hombre, que le hizo capaz de morir por nosotros y que le resucitó por su poder de entre los muertos, obre también en nosotros tales maravillas, arranque de nosotros la curiosidad con la que estamos aquí, curiosidad que sólo nos hace recordar los hechos que sucedieron entonces, imaginarlos sin comprenderlos, sin penetrar en ellos, sin permitir que su significado real nos provoque personalmente. Por eso recitamos con todo nuestro corazón: Gloria.
Primera estación
Jesús es condenado a muerte
Nos contamos entre los asesinos de Cristo, como todos los demás, pero lo somos de un modo absolutamente concreto, como concreta es su relación con nosotros. Sin embargo esta Presencia permanece inexorable en nuestra vida porque nuestra vida le pertenece.
El Señor, en su misericordia, nos ha elegido, nos ha perdonado, nos ha abrazado una y otra vez. Ha cargado con todos nuestros pecados, hemos sido ya perdonados. Él tiene que manifestarse. ¿Cómo? A través de mi corazón que le acoge, que le reconoce. Es algo sencillo, pero no existe nada más divino en el mundo, más milagroso, es decir, nada que anticipe más la evidencia última y eterna.
Segunda estación
Jesús carga con la cruz
«Tú caminas con nosotros por el desierto». Esta frase es verdadera. No nos saca del desierto de nuestra vida, sino que nos habla dentro de este desierto, y su palabra es pan que nos sacia, roca sobre la que construir. Éste es el dolor de tu cruz: has venido a caminar junto a nosotros y te dejamos solo. Que nuestros ojos y nuestro corazón se conmuevan haciendo memoria de tu presencia sacrificada, de tu caminar por el desierto.
Él abrazó la cruz voluntariamente. ¿Quién de entre nosotros está dispuesto a aceptar un sacrificio semejante?
Tercera estación
Jesús cae por primera vez
El delito es que el hombre se traicione a sí mismo, que traicione a aquello de lo que está hecho, es decir, a sí mismo; el delito es traicionarse a sí mismo. El pecado. ¡Qué estrepitosa gravedad asume entonces esta palabra: pecado! Esta palabra sólo se entiende si se tiene en cuenta su origen, su raíz: el olvido de ti, Padre.
Confiarse a Él quiere decir seguirle, aceptar la ley del seguimiento. Puede parecer sacrificio pero es para la alegría. Nos conviene el camino en el que el sacrificio es condición para llegar a ser maduros, grandes. Nuestra conciencia se hará más profunda, se nos dará al Consolador. La salvación es don —no es fruto de nuestra búsqueda, de nuestro esfuerzo— y tiene un nombre: Cristo.
Cuarta estación
Jesús se encuentra con su madre
El primer significado de la mirada de la Madre al Hijo es su identificación con él. ¡Quién habría creído que el Creador, para que nosotros viviésemos la relación con todas las cosas, debía perderlas para después recuperarlas! Su Madre lo creyó enseguida.
Señora, haznos participar de la conciencia con la que tú mirabas a tu Hijo morir solo, solo, en la cruz. Mirabas a tu Hijo caminar con los hombres por quienes vino a morir, solo.
Quinta estación
Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz
Hay un hecho imponente como una montaña, un hecho que es previo y que tu camino debe atravesar: Dios nos ha amado primero. Ninguno de nosotros puede arrancar este hecho de la trama de su existencia: has sido llamado. Dios nos ha escogido, somos propiedad particular de Dios, nuestra vida le pertenece.
Sexta estación
La Verónica limpia el rostro de Jesús
El sacrificio no tiene ni belleza ni atractivo alguno en su apariencia. El sacrificio es Cristo que padece y muere. Él es el significado de nuestra vida, por eso ha de influir en el presente, porque lo que no se ama en el presente no se ama, y lo que en el presente no se afirma, no se afirma tampoco. «Tu nombre nació de lo que tu vista fijó» (Juan Pablo II). La ley de la existencia es el amor, porque el amor es afirmar a otro con la propia acción. Toda la vida está en función de algo más grande, está en función de Dios. Toda nuestra vida está en función de ti, Cristo.
«Busco tu rostro». «Busco tu rostro» está en la esencia del tiempo, «Busco tu rostro» está en la esencia del corazón, «Busco tu rostro» está en la naturaleza de la razón.
Séptima estación
Jesús cae por segunda vez
En cada impulso de sacrificio que, impuesto por la vocación, secundamos, si estamos atentos, nos descubriremos redentores, reconstructores de ciudades destruidas, redentores con Cristo. Entonces nuestra acción se dilata por completo, se abre con la presencia de Cristo, con el corazón de Cristo; nuestra vida personal rompe los horizontes y se abre al Infinito, un Infinito que, como la luz del sol, penetra hasta los tugurios y los lugares oscuros, renovándolo todo.
Tenemos que colaborar con aquello por lo que Cristo murió. «Vocación quiere decir que se nos llama precisamente a esto, a que se haga inevitable para nosotros la participación en la acción por la que Cristo murió para redimir, para salvar a los hombres. Ya no podremos mirar a la cara a las personas que nos encontremos por la calle sin sentirnos acuciados por un deseo urgente de salvarlas. A uno mismo le salva esta urgencia.
Octava estación
Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
No se puede mirar a Cristo si no es desde la conciencia de ser pecador. Que somos pecadores no llega a ser un juicio si no brota de mirar el rostro de Aquel a quien hemos entristecido. En cambio, nuestros días están dominados por la distracción; por eso el corazón permanece árido y nuestro quehacer está lleno de pretensiones.
Novena estación
Jesús cae por tercera vez
«El señor ha querido postrarle en el dolor». Dios es positividad, Dios es el Ser; todo lo que no acaba en esta palabra —Ser— no existe, no es verdadero, no es real. Todo acaba en esta palabra, a través del sacrificio. En el sacrificio todo se hace verdadero, incluido tú mismo y tu propia vida.
Décima estación
Jesús es despojado de sus vestiduras
Tenemos que aceptar decir «no» a la inmediatez con la que las cosas se nos presentan y nos solicitan y adherirnos al camino misterioso de Dios que nos invita a seguir su palabra, a seguir su revelación, el modo con el que Él mismo ha venido a salvarnos, a liberarnos. Aceptó la cruz para liberarnos de la fascinación de la nada, para liberarnos de la fascinación de las apariencias, de lo efímero.
Undécima estación
Jesús, clavado en la cruz
Cristo en la cruz es el pecado condenado por el Padre. La cruz de Cristo es la explosión de la conciencia del mal. Entramos en relación con Cristo por la conciencia que tenemos de pecado. En la ausencia de la conciencia de pecado y en la conciencia falsa de pecado se actúa en nosotros la caída sin fin, pues el remordimiento, el escepticismo no son conciencia de pecado. Quien tiene conciencia del propio pecado tiene también conciencia de la liberación.
Duodécima estación
Jesús muere en la cruz
No podemos olvidar a qué precio hemos sido salvados, día a día. El sacrificio no es una objeción, ni la derrota humana es una objeción; son, más bien, la raíz de la resurrección, la posibilidad de una vida verdadera.
El acontecimiento que sucede aquí y ahora, si es —antes que ninguna otra cosa— un hecho, un hecho que no se puede reducir a nada, que no se puede censurar, que ya no se puede eliminar, si es sobre todo un hecho, es un hecho para ti, algo que debe interesarte por encima de todo. ¡Es un hecho para ti! ¡Para ti, para mí, para mí! «Para ti» es la voz que brota del corazón del Crucificado. «Para mí» es el eco que brota en mi corazón, en mi conciencia.
Todo se precipitaría en la muerte sin esta voz, sin esta presencia.
Decimotercera estación
Bajan a Jesús de la cruz y lo entregan a su madre
Todo el mundo juzga el dolor como un castigo. Se piensa que el hombre al que le asalta el dolor se ve obligado a la renuncia, al sacrificio, como si Dios le golpeara y humillara. Todos excepto María. ¡Qué transparente fue para su corazón, crucificado con el de Cristo, que el castigo que nos da la salvación, que exalta la vida, había caído sobre Él, y por eso Dios lo exaltó y le dio el nombre sobre todo nombre!
Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum ut sibi complaciam. En esto radica la gran ley moral. De aquí brota la verdadera ley moral, de la que nace toda moral: complacer a aquel hombre crucificado, complacer al misterio de Dios que se ha hecho hombre y fue crucificado por mí, y que resucitó para que yo fuese liberado.
Decimocuarta estación
El cuerpo de Jesús es puesto en el sepulcro
El umbral de la verdad del sacrificio es la petición: «Dios mío, date prisa en socorrerme». Con esta petición comienza a moverse la piedra de la tumba de nuestras acciones vacías. La resurrección parte de este aspecto de impotencia infinita que es el mendigar, del reconocimiento supremo de que sólo Dios es poderoso y de nuestro agradecimiento profundo porque Él, que ha iniciado nuestra existencia, quiere llevarla a su cumplimiento. No existe nada que exprese mejor la capacidad de comunicación universal, católica, ecuménica, que un corazón regenerado por el «sí» a Cristo, por la esperanza en Él, por la que cada uno de nosotros vuelve a emprender cotidianamente la búsqueda, el deseo, la petición, el sacrificio de la pureza. Viviendo siempre una paz en la mortificación que se reaviva sin cesar.
Oración final
Contempla, Dios omnipotente, a la humanidad extenuada por su debilidad mortal y haz que recupere la vida por la pasión de tu único Hijo. Él es Dios y vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.