Sin amargura, bajo un cielo limpio
Ha sido una derrota política. La derecha se ha asustado, teme perder votos y ha metido en el cajón el cambio de la ley del aborto. La ley que no verá la luz era una buena ley. Gallardón, uno de los mejores políticos que tiene España, se ha ido a casa.
En estas páginas, líderes sociales y políticos que se habían comprometido seriamente con el cambio han confesado su amargura. Es lógico. La nueva ley hubiera tenido la legitimidad de una amplia mayoría parlamentaria y de la doctrina constitucional. Hubiera ayudado a defender mejor la vida. Es lógico sentir un cierto grado de frustración y desencanto hacia el partido en el Gobierno. Menos comprensibles son otras reacciones que siguen soñando en un imposible partido católico o que lanzan anatemas en todas direcciones.
La frustración y el desencanto constituyen una buena invitación para ir hasta el fondo de lo que ha sucedido. Tiempo habrá de sacar las consecuencias políticas de la decisión del Gobierno.
Pero el fracaso no es el único factor ni quizás siquiera el más determinante. Este cambio ha sido apoyado en la calle, en las universidades y en los ámbitos de trabajo por un amplio movimiento social que no se identifica con el PP –en algunos casos con graves riesgos personales–. Ese movimiento social, lejos de adoptar una posición ideológica, ha ido al encuentro de la persona para afrontar desde el terreno de la experiencia las razones que permiten no considerar un embarazo indeseado como un obstáculo para la felicidad. La fecundidad de esa forma de presencia ha sido evidente y ha indicado un camino para el futuro. Se han roto barreras y muchas mujeres se han sentido acompañadas. Esa es la batalla decisiva, la batalla por lo humano. La política es importante, muy importante, pero siempre será subsidiaria y estará en función del cambio que se produce desde abajo.
La frustración se disipa cuando se mira con un poco de más atención. Es evidente que ni en España ni en Europa existe un sujeto político que se comprometa en la defensa de lo que a todas luces es uno de los valores esenciales de la tradición occidental. No hay sujeto político porque no hay sujeto social consistente.
Se ha cumplido la profecía que hacía Guardini en los años 50. En la inmediata postguerra se produjo un gran optimismo porque se pensaba que los grandes valores compartidos por la Ilustración laica y el cristianismo, las evidencias de la ley natural las llamarían algunos, estaban en pie por sí mismas. Algunos todavía siguen viviendo de esa ilusión. Pero 65 años después está claro que se ha cerrado un período. “Estas ambigüedades cesarán –decía Guardini en “El ocaso de la Edad Moderna”–. Los valores cristianos se considerarán sentimentalismos y la atmósfera será purificada. Estará llena de hostilidad y de le peligro, pero limpia y abierta”. La izquierda y la derecha europea coinciden en la deconstrucción de lo humano.
Bajo esa atmósfera “limpia y abierta” de la que hablaba Guardini se pone de manifiesto la situación del tiempo presente. Lo humano no ha desaparecido, el corazón sigue latiendo, pero oscurecido. Por eso no puede ser despertado desde arriba, gracias a un proyecto. Es necesario un encuentro, persona a persona. Parece poco, se antoja un método “ahistórico” pero es el más histórico de todos, el que hace posible una transformación real. No sirven las organizaciones ni las instituciones si no están en función del yo, de la persona (que es siempre en comunidad). La persona es la única instancia que genera novedad auténtica.
La mentalidad ya no es cristiana y los valores que nacieron del cristianismo han dejado de ser evidentes. Es necesario volver al comienzo. Vivir de la certeza de algunas pocas grandes cosas recuperadas en la experiencia: el valor concreto de la fe, la posibilidad de encuentro con cualquiera, la importancia del otro. Lo que en ningún caso significa renunciar a una presencia social ni una vuelta a los cuarteles de invierno. Por el contrario se trata de hacer de esa presencia algo sistemático, no circunscrita solo a ciertas cuestiones.
Bajo este nuevo cielo limpio la aventura de descubrir cómo renace lo humano se vuelve más interesante. Ninguna nostalgia, ningún resquemor contra nadie, ninguna acritud. El dulce gusto de seguir construyendo nos espera.