San Esteban o de la amistad de Cristo
Palabra entre nosotrosHomilía de Luigi Giussani para la fiesta de san Esteban
Desio, 26 de diciembre de 1944
Veni Sancte Spiritus.
Veni per Mariam.Las vestiduras sagradas que llevan hoy los ministros del altar no tienen el candor que tenían las de ayer. Son rojas: símbolo de sangre. Junto a la dulcísima contemplación de un Dios niño confortado por el amor de la Madre, ¡qué contraste produce la visión de Esteban muriendo entre el estallido de las piedras, cubierto de sangre! ¡Con qué espanto pasa nuestro pensamiento del canto de los ángeles y de los rostros afectuosos de los pastores a las figuras aullantes y enardecidas de odio de quienes lapidaron a Esteban!
Pero la combinación de ambas visiones está llena de significado. En el fulgor de luz que rodea la cabaña de Belén se dibuja majestuosa la figura de la Cruz.
San Esteban fue el primero que sacrificó su vida para seguir al Maestro Divino. La fiesta de su martirio unida a la de la Santa Navidad cuyo pensamiento completa, nos dan una lección de sacrificio. El martirio de Esteban nos ofrece una ayuda para vivir esa lección de sacrificio. Su martirio nos deja ver sus preciosos frutos.
No comprenderemos el significado auténtico de la Navidad, si no sentimos vivamente que Dios se hizo hombre para salvarnos: y para salvarnos debía sacrificarse. El Niño que estos días contemplamos con todo nuestro afecto y reconocimiento de creyentes, lleva impreso en la frente el plan de toda su vida y una admonición para nuestra alma absorta: «Yo he nacido para morir por ti». Cuando nuestra madre de pequeños nos enseñaba a realizar cada día de la novena de Navidad un pequeño sacrificio como una flor para que el Niño Jesús estuviera más cómodo sobre el heno áspero y la paja no le hiciera sufrir - Él que moriría en la Cruz por nuestro amor -, sin saberlo, captaba de forma ingenua pero real el verdadero sentido del nacimiento de Dios en el mundo: un profundo sacrificio.
Pensémoslo. El Infinito que es Dios se encerró en un diminuto cuerpo de niño. Él, que ha creado todo lo que existe, se humilló para nacer como un pobre hijo de hombre. Él, el Eterno, Bellísimo, Incorruptible, ha asumido nuestra mísera carne, que nos pesa con todas sus exigencias, sus enfermedades, su condena a morir y a disolverse. Él, a cuya señal todas las criaturas se mueven como un canto inmenso en su honor, tratado con la misma indiferencia con la que miramos a las personas desconocidas que nos cruzamos por la calle. Él, que estableció con maravillosa sabiduría todas las leyes del universo y que conoce hasta el más ínfimo pensamiento que brota en nuestro corazón en la oscuridad silenciosa de la noche, fue tratado como un loco. Él, la justicia verdadera, fue condenado injustamente. Él, la vida misma, en quien toda vida hunde las raíces de su existencia, muerto en el patíbulo de los esclavos. Él, el Amor, cuya mirada transformaba una vida entera, cuya palabra consolaba una vida entera y que sanaba con el sólo roce de su vestido, ajusticiado como un asesino.
La historia del Niño de Nazaret es una historia de dolor y es como un largo camino por el que todos los hombres sin distinción deben andar. Pero hay quien lo recorre blasfemando; hay quien lo recorre sacudiendo la cabeza incrédulo y sin convicción; hay quien lo recorre como un largo lamento, aturdido, sin comprender la meta divina; hay, finalmente, quien lo recorre con religiosa resignación: pero el verdadero mártir, es decir, el testigo de Jesucristo - como Esteban - es aquel que al menos se esfuerza en recorrerlo con amor. La vida del hombre está llena de fatigas, renuncias y dolores. Sin embargo, el hombre está apegado a su vida terrena con un instinto formidable. Sobre ella fabrica el hombre todos sus sueños; en ella pone todas sus esperanzas; por ella gasta todas sus fuerzas. Para conservar su vida terrena renunciaría con gusto a la certeza de una vida feliz en el más allá; se esfuerza en extremo para calmar el dolor y reducir las penas que sufre y, con un profundo instinto egoísta, trata de quitarse de encima las cargas que le tocan endosándoselas a quienes lo rodean, trata de servirse de los demás, se desinteresa con diligencia de la necesidad y de las penas del prójimo. Según esta mentalidad, quien está enfermo es considerado una carga; quien es pobre, un desgraciado; quien llora, un infeliz; cualquier ser débil e impotente, es algo despreciable; toda alma mansa, un oprobio; todo individuo poco cotizado por la sociedad, un fracasado. Así se empieza a aborrecer lo que nos cuesta, sentimos náusea del deber que nos impone un esfuerzo, asoma el odio al sacrificio.
Llegados a este punto y por contraste, san Esteban se alza entre el cúmulo de piedras arrojadas para recordarnos una página del Evangelio. Un día Jesús se aventuró a decir claramente a sus discípulos que dentro de poco sería crucificado. Pedro le tomó por el brazo y se puso a recriminarle por hablar así. Jesús, dirigiendo severo la mirada hacia los discípulos dijo con una voz que debió dejar bastante mal al pobre Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (cf. Mc 8,33). ¡Quítate de mi vista, Satanás! La distinción entre Cristo y el anticristo, entre el cristiano y el no cristiano estriba precisamente en esta valoración del sacrificio y de la vida. El sacrificio tiene una función redentora porque es el camino que Cristo ha recorrido para salvarnos y que cada cual debe seguir para alcanzar su verdadero hogar. El sacrificio tiene una función educadora, porque nos impide albergar la ilusión de que la vida terrena debe durar eternamente; nos impide cambiar la mísera vía del peregrino por la luminosa felicidad eterna de la patria. «¡Quítate de mi vista, Satanás!» respondió Cristo a Pedro; y elevando después la voz para que le oyera la muchedumbre que le seguía, dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?» (cf. Mc 8, 34-37). ¡Cómo debió sentir este pensamiento san Esteban cuando fue expulsado de la sinagoga y empujado por las callejuelas obstruidas por los puestos de los ropavejeros hasta el Palacio del Sumo Sacerdote para ser condenado a muerte!
Lecciones de sacrificio las de la Navidad y san Esteban, ¿pero cómo poder vivirlas? Nos lo indica el mismo san Esteban con su apasionada entrega al Señor Jesús. Se podría expresar así: «No hay que sentirse solos». Cuando dos esposos fieles se sienten cerca el uno del otro, cuando los padres se sienten cerca de sus hijos y los hijos junto a sus padres, ¿acaso no se multiplica su fuerza ante el sacrificio? Cuando los amigos de verdad se sienten solidarios y unidos por un Ideal, ¿acaso no se acrecienta sin medida su fuerza ante cualquier obstáculo? Hermanos, esposo, padre, madre, hijo y amigo, no son más que una expresión sensible de Cristo bendito, el invisible pero verdadero esposo, padre, madre, hijo y amigo, siempre despierto a nuestro lado con un afecto infinitamente atento para sostenernos con su fuerza divina. Pero es preciso “creerle”. Y creer no es sólo dar fe a sus palabras, sino adherirnos a Su Persona, sentir Su Persona siempre presente, señor de cualquier actividad de la vida, de toda relación social y hasta de todo pensamiento y sentimiento interior. Debemos poder afirmar que en la vida juzgaríamos o actuaríamos de forma completamente distinta si Nuestro Señor no existiera, porque Él es cada día nuestro Maestro personal. «Me llamáis “Maestro” y decís bien, porque lo soy» (cf. Jn 13,13). Esta fe profunda en la presencia viviente de Nuestro Señor Jesucristo hizo de Esteban el primer mártir: ahí está, erguido, con los brazos levantados mientras la granizada de piedras le cae encima furibunda: y «lo lapidaron mientras él oraba diciendo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”» (cf. Hch 7,59).
La fiesta de hoy nos sugiere una última reflexión. «Nosotros lo hemos dejado todo, Señor, y te hemos seguido» (cf. Mt 19,27), le espetó una vez Pedro a Jesús. Y casi parecía querer añadir: «¿Qué nos darás?». Jesús respondió a la pregunta implícita: «El ciento por uno en esta vida y la vida venidera» (cf. Mt 19,29). El ciento por uno en esta vida. Se trata también de una gloria terrena, y así, después de tantos siglos, todavía millones de hombres en todo el mundo rinden su homenaje a san Esteban y su alabanza se eleva como una magnífica catedral, hecha de admiración, gloria y amor, entusiasmo, y veneración. Pero el fruto del sacrificio aceptado sobre la tierra es, sobre todo, la paz. El bien del exilio es la paz, como el bien de la patria es la felicidad. Hablo, amigos, de la paz interior, sin la cual nada se puede gozar completamente; de la paz interior, porque la externa es necesaria en cuanto que sin ella es arduo mantener la paz del espíritu. Nosotros hoy lo experimentamos bien. Me refiero a la paz verdadera, la que importa y es la seguridad de toda conciencia que trata de hacer la voluntad de Dios. La paz verdadera, la que importa, es la tranquilidad profunda que cada uno de nosotros siente, pero que es casi imposible de hacer entender a quien no la experimenta; la que nos deja en el suplicio, el dolor, el ansia y la fatiga, pero que siembra en el fondo del alma, una resignación fiel, una esperanza silenciosa y cierta. La paz verdadera, la que importa, es una paciencia llena de bondad y comprensión hacia los demás, nuestros hermanos todos y tan míseros como yo. Aquí está Esteban; golpeado de muerte, cae de rodillas con un último grito lleno de paz: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (cf. Hch 7,60).
Que Jesús Niño, por intercesión de la Virgen, nos dé, como a su primer mártir, fuerza sobrehumana para seguirlo por el camino de la Cruz, que es la ley de toda vida, que es la ley de todo amor verdadero, que es - más aún en estos tiempos - la ley de la verdadera amistad con Cristo. Él dará fuerza a sus pobres hermanos los hombres, cuyos días desgraciados hacen tocar con la mano que no estamos hechos de barro.
A nosotros, que debemos sufrir y no queremos; que lloramos y vertemos nuestras lágrimas con amargura impotente; que somos despojados y martirizados, y nos rebelamos con instinto de fieras heridas contra los rudos desgarros; nosotros que debemos morir y huimos de la muerte con espanto y horror. Que nos conceda sufrir en paz, llorar en paz, sentirnos martirizados en paz, morir en paz.
En su visión del Apocalipsis san Juan vio delante del trono de Cristo, el Cordero, una inmensa multitud de personas vestidas de blanco, con una palma entre las manos. Preguntó quiénes eran: «Estos son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero [en la cruz y en el dolor]. Por eso están ante el trono de Dios dándole culto día y noche en su templo. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol, ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos» (cf. Ap 7,14-17). Et absperget Deus omnem lacrimam ex oculis eorum. ¡Qué misterio tan maravilloso! Hermanos, en nuestro dolor, recordemos la visión de san Juan, y confortémonos con el dulcísimo pensamiento de que «Dios enjugará todas las lágrimas de nuestros ojos».