Protagonistas de nuestra historia
La inminencia de las elecciones ha puesto en evidencia una cruda realidad: en el país de las oportunidades, mientras los más dotados de recursos prosperan, otros muchos luchan por sobrevivir. Nuestro país se apoya en la convicción de que el trabajo duro y la iniciativa personal garantizan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hoy esa promesa parece fallar.
La renta de campesinos, comerciantes y profesionales del tercer sector es insuficiente para asegurar una vida digna. Los jubilados, después de años de duro trabajo, no pueden permitirse la cuota a cargo del paciente para acceder a los tratamientos médicos. Las familias donde ambos padres trabajan a jornada completa cargan con una deuda enorme para que sus hijos puedan estudiar. Un país construido con el esfuerzo de los inmigrantes teme y desprecia la última oleada de los que llegan de fuera. Demasiados jóvenes acaban en prisión en vez de estar en clase, a menudo por delitos sin violencia.
Muchos explican la situación actual como una crisis de la clase política dirigente, pero el problema es mucho más profundo.
Vivimos una etapa en que los americanos han dejado de tener un papel activo en la vida civil. Mientras que en 1975 más del 60% de los ciudadanos leía los periódicos y participaba en las iniciativas cívicas, desde 2005 las cifras se han reducido a la mitad. Nuestra acción política se reduce a expresar una opinión en Facebook o, como forma más activa, a votar. Parece haberse perdido el deseo, antaño profundamente arraigado, de ser protagonistas del proceso político que históricamente ha distinguido a la democracia americana. La apatía que caracteriza nuestra época no tiene su origen en la vida política ni se limita al ámbito de la política. Nace de una fuente totalmente distinta. Estamos ante una crisis de la persona. Nos parece suficiente mirar y comentar, al amparo de nuestras seguridades, dejando que la historia siga su curso.
Sin embargo, así negamos el deseo profundamente humano de ser actores responsables, formar parte de algo más grande e implicarnos con la realidad social, lo que está precisamente en el centro de cualquier construcción democrática. La política es una expresión de esta necesidad tan urgente de responder a los retos de la actualidad local, nacional y global, y de crear las condiciones necesarias para que la gente viva libremente y con dignidad.
Por esta razón, el compromiso político no debería limitarse a una participación en el proceso electoral. Como decía Alexis de Tocqueville, «limitar el ejercicio de la libertad individual al voto, como único medio de compromiso político, causará paulatinamente la pérdida de la facultad de pensar, de sentir y de obrar», paralizando así nuestro crecimiento personal. Implicarnos con la vida social y política en formas como las asociaciones de barrio, las iniciativas de reforma escolar, las asambleas ciudadanas, los centros culturales o las organizaciones benéficas de matriz religiosa constituye una oportunidad privilegiada, no un hobby para los que tienen sentido cívico.
Nosotros solos no podemos mantener vivo este deseo de ser actores responsables, protagonistas. Necesitamos lugares que nos pongan delante quiénes somos realmente y qué deseamos, que alimenten nuestra esperanza. En nuestro país, las instituciones religiosas desarrollan una labor fundamental porque a ellas se confía la educación de la conciencia de las personas y de sus responsabilidades públicas.
Como el Papa Francisco nos recordó en su discurso al Congreso, «el reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la historia de los Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío exigen poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos en sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de conciencia». Cooperación y responsabilidad pública no nos piden renunciar a nuestros valores. El diálogo, el principal instrumento que tenemos para relacionarnos con los demás, requiere que yo proponga al otro aquello por lo que vivo y que al mismo tiempo escuche con curiosidad y afecto cómo el otro busca la verdad. Con la intención de distanciarnos de la mentalidad del "resignarse a no estar de acuerdo", tratamos de promover una cultura del encuentro, donde haya un diálogo sincero sobre lo más significativo de nuestra vida. Estas relaciones harán emerger inevitablemente profundas características comunes y profundas diferencias. Sin embargo, sin el coraje de tomar en consideración ambos aspectos, no seremos capaces de decir o construir algo valioso.
Estamos llamados a ser protagonistas de nuestra historia, testimoniándonos mutuamente lo que tenemos como más querido y sosteniéndonos en la búsqueda de la felicidad. Esto es lo que un país libre y democrático necesita. De otro modo acabaremos siendo presa de la tiranía del que grita más fuerte. Este es el espíritu del pueblo americano que queremos recuperar y desarrollar. En noviembre votaremos por el candidato que refleje más nuestros deseos auténticos, pero después del voto nada habrá terminado. Hay mucho por hacer.