Para el bien del pueblo de Dios
El décimo aniversario del fallecimiento del siervo de Dios monseñor Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, coincide este año con los primeros días de la Cuaresma. Su figura de hombre, de cristiano y de sacerdote representa para todos, más allá de la sensibilidad y el juicio personales, un punto objetivo de confrontación. El reconocimiento de Cristo como centro afectivo de la existencia, su fidelidad límpida a la Iglesia y a sus pastores, la facilidad con la que su corazón de niño (childlike heart) se entusiasmaba en el encuentro con el otro, la fascinante capacidad educativa... todos estos factores hacen de este sacerdote una personalidad decisiva para la vida de la Iglesia a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Para muchos millares de mujeres y de hombres de toda edad y condición don Giussani, singular testigo del catolicismo ambrosiano, ha sido pero, sobre todo, sigue siendo padre y maestro. En el encuentro con don Giussani, y con las diferentes formas de vida y las obras nacidas tras las huellas de su carisma, personas de todos los continentes son educadas y sostenidas en el vivir hasta el fondo la gracia del ser cristianos e hijos de la Iglesia. La “amistad” cristiana –ámbito en el que somos engendrados cotidianamente para el seguimiento de Cristo– vive del testimonio: la presencia del testigo, el “tercero que está entre los dos”, favorece el encuentro entre el Resucitado y la libertad del amigo.
En el camino histórico de la Iglesia, enriquecida por los carismas que el Espíritu suscita con la única finalidad de favorecer el amor a la verdad a favor de toda la familia humana, cuando un fundador pasa a la otra orilla se hace urgente la personalización. Nada permanene, y mucho menos puede crecer, sin el compromiso responsable de la libertad con el carisma del que se participa.
De esto fue siempre muy consciente don Giussani. Él nunca cesó de animar a la personalización de la fe a través de una confrontación, decidida y estable, «con el carisma original» (L. Giussani, El mayor sacrificio es dar la propia vida por la obra de Otro n. 3).
Y, sin embargo, la tarea de la personalización, en virtud de la paradoja constitutiva del hombre –es “capaz”, desea el Infinito pero no puede obtenerlo con sus solas fuerzas– pasa inevitablemente a través de la afirmación de san Pablo «yo, pero ya no yo» (cf. Gal 2,20). Don Giussani, dirigiéndose a Cristo, solía traducirla con la expresión «yo soy Tú que me haces». El otro, sobre todo quien tiene en común conmigo al mismo Cristo, revela la constitutiva fisonomía sacramental del hecho cristiano. Pertenecer a Cristo es posible sólo en la pertenencia a la comunidad eclesial.
El aniversario del nacimiento al cielo de don Giussani es una ocasión privilegiada para preguntarse por la autenticidad de nuestra fe en Jesucristo, Evangelio de lo humano. Dar la propia vida por la obra de Otro significa donarla por el propio bien y, sobre todo, por el bien objetivo de la santa Iglesia de Dios y de nuestros hermanos los hombres. Los carismas, en efecto, siempre son donados para el bien de todo el pueblo de Dios. El signo eminente de su verdad se ve en el hecho de que regeneran la Iglesia mucho más allá de los confines asociativos y de las instituciones a los que han dado vida.
También para el hombre postmoderno, que vive bajo el peso de los dolores de parto del inicio del tercer milenio, la esperanza tiene un rostro. Escribía el joven Giussani en 1946: «La esencia de la vida, de las aspiraciones, de la felicidad, es el amor (...) Un Amor infinito, enorme, que ha realizado el disparate de hacerme infinito como Él, a mí, que como ser creado, soy polvo finito».