Nunca decir basta
Los testimonios sobre la figura de Javier Echevarría que se están publicando estos días, tras su fallecimiento el pasado lunes, ponen de relieve diversos aspectos de una vida larga de servicio a la Iglesia y a la sociedad. Como rector de una universidad de la que monseñor Echevarría fue gran canciller durante 22 años, puedo aportar mi vivencia como testigo —y agradecido beneficiario— de esa tarea de gobierno universitario.
Echevarría fue un universitario vocacional, enamorado de la institución, como lo fueron sus predecesores, el beato Álvaro del Portillo y San Josemaría Escrivá. Cuando tenía ocasión de informarle de lo que podían considerarse algunos logros o éxitos, siempre se comportaba del mismo modo: con agradecimiento afectuoso, pero sin el menor atisbo de complacencia. Y me animaba a contemplar los grandes horizontes de trabajo todavía pendientes para una universidad como la nuestra, de apenas seis décadas de vida. Una ilusionante magnanimidad en los objetivos, tan propia del genuino espíritu universitario, informaba toda su labor como gran canciller. “Nunca decir basta” es una expresión que pude oír varias veces de sus labios.
Esa exigencia continua, que se hacía amable gracias a su talante cariñoso y a un sentido del humor vivaz —muy madrileño, me atrevería a decir—, tenía como fundamento su pasión por la búsqueda de la verdad, en todos los ámbitos del saber. De ahí su impulso constante a las iniciativas que contribuyeran a desarrollar una investigación científica rigurosa, más allá de atajos, sin plegarse a las modas intelectuales, orientada solo al avance de la ciencia, y, en definitiva, al progreso de la humanidad. Como declaró en cierta ocasión, “afirmar que la universidad está para servir a la verdad supone optar por una revolución lenta, pero que es, en definitiva, la única eficaz y profunda”.
En la mente de Echevarría, esa tarea investigadora debía ser el reverso imprescindible de la formación de los estudiantes. Sobre esta misión educativa, me solía ofrecer un consejo tan sencillo como comprometedor: que queráis mucho a los alumnos. No era, desde luego, una invitación a encapsularlos en una burbuja de mimos. Más bien, se trataba de poner en un contexto más hondo y enriquecedor la exigencia propia de los quehaceres universitarios, ese ayuntamiento de maestros y escolares, que reclama naturalmente un clima de benevolencia mutua para desarrollar toda su potencialidad. De hecho, nos insistía con frecuencia en la idea de que los universitarios no podían acomodarse en el empleo utilitarista de los saberes aprendidos, sino que —en coherencia con la identidad cristiana de nuestra institución— debíamos ayudarles a tomar consciencia de su responsabilidad social, de forma que pusieran esos conocimientos al servicio del bien común. De acuerdo con sus palabras, “lejos de ofrecerles un refugio protector, reductivo, la universidad ha de contribuir a templar el ánimo de los jóvenes, para que se lancen con valentía a revitalizar una sociedad más libre, creativa y solidaria”.
Otro rasgo importante de su visión de la universidad tiene que ver con la interdisciplinariedad. De ahí que le alegrara especialmente que el entonces cardenal Ratzinger destacase ese aspecto de la Universidad de Navarra tras su estancia en 1998, con motivo de su doctorado honoris causa. En la tradición del humanismo cristiano, consideraba fundamental el diálogo entre las ciencias, sobre todo para abordar algunos de los desafíos más complejos de la sociedad actual. Fruto de ese interés, impulsó la creación del Instituto Cultura y Sociedad, un centro de investigación que desde 2010 aglutina a investigadores de diversas ciencias en torno a temas como la pobreza, la globalización o la familia.
Pero su reacción serena tras los dos últimos atentados terroristas sufridos por la Universidad en 2002 y 2008 fue quizá la huella más perdurable que humanamente me dejó. Veía en la sinrazón de ese odio violento una ignorancia que nos llamaba a vencer “sembrando paz y alegría”; e intentando cumplir cada día mejor nuestra misión formativa, para contribuir así a una convivencia social justa y respetuosa. Un reto permanente para los universitarios de todos los tiempos.