Nuestra indestructible compañía
EditorialProponemos el editorial de don Giussani publicado en la primera página del diario Avvenire el 24 de diciembre de 2003
José no se asombró de que su mujer tuviera un niño, sino de que “aquel” niño fuera de “aquella” mujer, María. Era “suyo”, pues había deseado que fuera de María.
Así se cumple algo muy grande: que sin Cristo nada es concebible. Es así: sin la creación no existiría nada, existiría el Ser y nada más. Pero con Cristo el Ser se declara, se manifiesta –comunicarse pertenece a la naturaleza del Ser–; con Él todo existe, hasta la hoja más pequeña de cada álamo, efímera y, sin embargo, existente... Sin la re-creación que llevó a cabo “aquel” nacimiento no existiría la creación. Sin Cristo es imposible la alegría, ya que ésta sería irracional. El deseo de tener alegría, en efecto, forma parte de la naturaleza del hombre cuando éste mira la realidad como algo hecho para él. Por esto es verdadero lo que dice Dante –y yo no dejaré de citarle nunca– cuando escribe: “Todos confusamente un bien seguimos/ donde se aquiete el ánimo, y lo ansiamos;/ y por lograrlo combatimos todos” (Purgatorio, XVII, 127-129). De modo que el deseo describe precisamente la naturaleza del hombre.
Por el tipo de fiesta que es y por la difusión que tiene, la Navidad representa la última frontera, el último paso que puede dar la naturaleza del hombre: reconocer que existe la manifestación del Ser, o si no se dirige hacia la desesperación total, negando que el Verbo de Dios se haya hecho hombre, para terminar así como ese último hombre y esa última mujer a quienes describe Carducci viendo la puesta de sol por última vez sobre un mundo helado.
La re-creación que Cristo lleva a cabo es la verdad de la creación. Al anunciar a Jesús, la Navidad revela el dominio incontrastable del Ser, que se traduce en “victoria”. La victoria consiste en que el hecho que vence a todas las increencias y las dudas de los hombres ¡existe!, ¡vence! Y ese hecho es el anuncio de que ¡Dios se ha hecho hombre!
Nuestro gran Papa ha escrito en su mensaje para la Jornada de la Paz que “cada uno se comprometa a acelerar esta victoria. En el fondo, el corazón de todos anhela esa victoria”. Nosotros repetimos con Juan Pablo II esto mismo, hoy que todo parece despreciarse con el paso del tiempo y quedar arrollado velozmente: lo que se esperaba que pudiera perdurar no dura más que un sonido pasajero, una página de un libro, el deshojar del periódico. Las palabras se disuelven en el aire en breves instantes de emoción –y eso en el caso de que ésta no se haya consumido ya en la desilusión del mismo primer instante–, se vuelven como las palabras de un vídeo, al ser la nada el resultado continuo de su efímero surgir. De hecho, de la nada no puede venir más que la nada.
Para esto se necesitaba Cristo, para remediar este final de todo. Él, que es indestructible, no puede estar marcado de ningún modo por la destrucción. Por eso nuevamente Dante nos empuja hacia adelante, poniendo en nuestros labios las palabras de su Himno a la Virgen que no temen a la nada, ellas sí, porque están dictadas por el Ser: «Aquí eres entre nosotros rostro meridiano/ de caridad, y abajo, entre mortales,/ fuente vivaz de la esperanza» (Paraíso, XXXIII, 10-12).
Freud decía que del hombre no puede venir salvación alguna; ésta sólo puede venir desde fuera del hombre, de otra cosa (esta otra cosa, o es el Ser, y entonces es fuente inagotable, o es el no ser absoluto, y esto es algo sin sentido; decir que “No existe el Ser” es, efectivamente, pura locura, porque es negar lo evidente). Una canción navideña de Adriana Mascagni, que se escucha en muchas parroquias de Italia y de todo el mundo, describe cómo se cumple aquella profecía inconsciente: «Aire de nieve, esta noche, y nadie / tiene tiempo de abrir la puerta y el corazón. / Aire de nieve, esta noche, y alguien / todavía anda dando vueltas, todavía no sabe / donde irá / esta noche a descansar. / Un hombre que golpea / a todas las puertas, / un hombre que pregunta / en todas las casas / si no hay un lugar para ella, / para ella, / para ella que está conmigo. La mujer se inclina / sobre su dolor, / al hijo que nace / dará su calor. / Habrá / un muro, verás, / verás, / verás, alcanzará. El niño que llora / en medio de la paja, / la mujer que reza / y el hombre que mira. / Reinará. / El mundo quién eres, / quién eres, / quién eres no lo sabe. / Aire de nieve, esta noche, y nadie / tiene tiempo de abrir la puerta y el corazón Aire de nieve, esta noche, y en el cielo / se mueve una estrella / que se detendrá / sólo allá, / sobre la casa más lejana». Dios ha abolido esta distancia.
La Navidad llega para asegurar al hombre la alegría: alcanzaremos la felicidad, que es el objetivo de la vida. ¡La alegría está asegurada! Tener certeza de esto es algo necesario para vivir, y esa certeza se da cuando vivimos en compañía (si alguien no tiene compañía, es porque no la pide. Si la pide, se le da). Cristo es la compañía suprema que Dios brinda al hombre. Por eso, ¡felicidades!