Michelin. El empresario humanista
En Francia le llamaban “el emperador de los neumáticos”, sobre todo en los años de expansión, cuando elevó la empresa familiar al rango de líder mundial absoluto del sector. Pero la imagen imperial en realidad decía bien poco de François Michelin, que acaba de morir a los 89 años de edad, dejando un gran vacío en un país que no siempre comprendió las decisiones de este capitán de la industria.
No era para nada un “emperador”. Bien lo sabían sus fieles colaboradores, que le observaban a diario en su cuartel general de Clermont-Ferrand en Auvernia, en el centro del hexágono francés, rodeado de antiguos volcanes ya apagados. La región más aislada y menos transitable de Francia, la última en términos de movilidad. Y sin embargo, en aquel macizo central habitado por gente de montaña acostumbrada a inviernos muy rigurosos, es donde François quiso siempre que permaneciera la empresa. Enfrentándose así a los consejeros que intentaban convencerle para que allanara el cerco como los demás “líderes industriales” de la región. Esos de los rascacielos brillantes en el barrio parisino de la Défense, la city francesa, para demostrar simbólicamente al país, a sus políticos y al mundo el status de una elite económica y financiera superior e intocable. En resumen, distinta de la gente ordinaria.
De aquellas pompas verticales de poder, con su proverbial carácter reservado, siempre quiso François Michelin mantener las distancias. Porque en su ética, hacer empresa y dar trabajo no era una cuestión de altura y narcisismo, sino ante todo de profundidad, de arraigo y coherencia con los valores cristianos de los que tanto le gustaba hablar. “No hay empleado o jefe, en la fábrica uno depende del otro, y todos juntos dependemos de otros factores, de la materia prima sobre todo”, dijo hace unos años en el Meeting de Rímini. “¿Quién ha dicho que un empresario da él solo las órdenes? También las recibe. Es más, si no hay órdenes de los clientes la empresa cierra”.
Suspensa entre el dirigismo político y el elitismo social tradicionales y de lejana matriz napoleónica, y la penetración en las fábricas de la utopía marxista, la Francia de los años 70 y la de Miterrand de los años 80 tuvo que hacer sus cuentas con esta especie de modelo atípico y excepcional. Un hombre que ni siquiera en su región de origen aceptó nunca ser homenajeado. Los observadores más ideológicos intentaron atacarle durante mucho tiempo, acusándolo de ser un capitán de industria “conservador” y “paternalista”. Acusaciones que se deslizaban como gotas de rocío en una rueda que gira con una dirección muy precisa. Porque el rumbo de su camino Michelin lo tenía decidido ya en su fuero interno.
Ahora, “visionario” es el adjetivo más recurrente al recordarle en un país que ha terminado por admitir que el capitán supo ver más allá que los demás, no solo en el ámbito de las soluciones tecnológicas. A propósito de esto, le encantaba contar tal como sucedió el cambio de marcha. “El hombre que nos permitió hacer el descubrimiento más prodigioso, el neumático radial en 1945, fue contratado inicialmente como tipógrafo, pero el jefe de personal se dio cuenta de que tenía otros talentos, sobre todo una gran imaginación”. ¿En cuántas otras empresas ese potencial de creatividad había sido comprendido y cultivado así? Para Michelin, “cada uno de nosotros desea ser tratado como una persona”, es decir, de un modo abierto y no según esquemas preestablecidos.
Desde Clermont-Ferrand, que sigue siendo hoy un rocoso baluarte del cristianismo francés, nacen hoy las guías de carreteras y gastronómicas más importantes. Porque para mirar a lo lejos, incluso de noche, como señalaba el empresario, no bastan faros potentes: “Hace falta una luz capaz de iluminar todos los aspectos de la vida y del trabajo que hacemos. Esa luz es el Evangelio”. En estas horas, esta certeza parece ser la herencia fundamental de un personaje “profundamente humano y animado por una fe ardiente”, tal como lo ha recordado el mismísimo presidente socialista François Hollande.