Mensaje para la XXXIV peregrinación a Czestochowa
Queridos amigos,
Este es el drama del hombre: desear algo que no puede darse por sí mismo, porque nuestra necesidad no guarda proporción con lo que podemos hacer o generar con nuestras fuerzas. Nuestra necesidad no la decidimos nosotros, sino que nos la encontramos en nuestro interior como experiencia de una «desproporción estructural» –dice don Giussani– que hace de nosotros deseo de infinito, de totalidad. Podemos tener una conciencia mayor o menor de que esta es la cuestión, pero es imposible que el deseo de totalidad no esté presente en todo lo que hacemos. Por eso decimos con Cesare Pavese que «lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud» (El oficio de vivir).
Si con todo lo que generamos y hacemos no somos capaces de responder a este deseo, la única posibilidad es que la respuesta venga de fuera de nosotros. Si el hombre no se abre a algo distinto, su vida no puede cumplirse. Pero, ¿cómo puede darse esta apertura, si muchas veces piensa que se pierde a sí mismo si se abre a otro? Únicamente si experimenta un atractivo tal (pensemos en el amor) que le permita abrir su propio “fortín”. El hombre solo puede abrirse ante el atractivo de una presencia que es tan potente que le permite vencer la tentación de cerrarse en su círculo. El Misterio ha entrado en la historia para esto: para ejercer un atractivo tal que le permita al hombre la relación con una presencia que le abre –digamos–, que le impide quedarse detrás de la barricada, a la defensiva, para abrirse a algo que cumple su vida.
Nosotros vamos a Czestochowa para pedir que esta Presencia sea tan real en nuestra vida que nos permita abrirnos a su atractivo. Porque es inevitable que cada uno, si no encuentra a este Otro, trate de cumplir su propia vida con sus quehaceres, pues el deseo permanece en cualquier caso, como gigante «en solitario campo» (G. Leopardi, «El pensamiento dominante»). Aquí radica la pretensión de Jesús –no en el sentido de que quiera imponer algo, sino porque encierra una promesa–: la vida del hombre solo puede cumplirse si deja entrar en ella Su presencia. Pero, ¿quién está dispuesto a esto? Como vemos en el Evangelio, ante una pretensión como esta surgieron muchas resistencias, hasta tal punto que casi todos la rechazaron. Se necesita un amor para reconocerlo, pues es un problema de afecto. El problema de la vida no es el éxito, sino un amor. Es crucial comprender esto desde dentro de la propia experiencia.
La peregrinación es un momento privilegiado para que cada uno, por la dinámica misma del gesto, por el cansancio, por el esfuerzo, por la dureza del camino, se dé cuenta más fácilmente de la naturaleza de su necesidad, le sea más fácil tomar conciencia de su persona y, por tanto, pedir algo a Otro.
«Mi vida es mía, irreductiblemente mía» («Movimiento, “regla” de libertad», 1978), decía don Giussani, y nada hay tan serio como la vida, porque está en juego la felicidad, es decir, la razón para vivir. Ir a Czestochowa a pedir esta conciencia que se nos ha dado desde el primer momento en que hemos tenido una experiencia seria de la vida, que nos ha hecho caer en la cuenta de nuestro deseo de ser felices, y pedir que no decaiga este deseo es lo más urgente en este momento.
Os pido que caminéis hacia la Virgen de Czestochowa añadiendo esta intención a las que ya lleváis: que el movimiento de Comunión y Liberación, en el sesenta aniversario de su inicio, permanezca fiel al carisma recibido, porque hemos visto con nuestros propios ojos la fecundidad del carisma, la hemos visto encarnada en don Giussani, que nos ha fascinado a todos.
Solo podremos ofrecer la contribución que nos llama a dar el papa Francisco –llevar a Cristo a las periferias de la existencia, a los lugares en los que se desarrolla la vida de todos– si somos los primeros en ser testigos del carisma ahora, de un cristianismo vivido con este atractivo.