Malraux y los ataques al Papa
Para entender el panorama que han generado los ataques al Papa en las últimas semanas, a raíz de los abusos a menores por parte de sacerdotes católicos, y para comprender algunas de sus motivaciones ocultas, resultan verdaderamente esclarecedoras unas palabras de André Malraux.
Con la desolación de la Primera Guerra Mundial todavía en los ojos, Malraux describía así en su obra «La tentación de Occidente» la situación de la cultura europea, que, destronando a Dios, había alcanzado sólo un reino de muerte: «Para destruir a Dios, y después de haberle destruido, el espíritu europeo ha aniquilado todo lo que podía oponerse al hombre: llegado al término de sus esfuerzos, como Rancé ante el cuerpo de su amante, no encuentra más que muerte (...). No existe ningún ideal por el cual podamos sacrificarnos, porque de todos conocemos la mentira, nosotros que no sabemos qué es la verdad. La sombra terrestre que se alarga detrás de los dioses de mármol basta para apartarnos de ellos».
No se trata ahora de discutir los datos de una campaña que, sorprendentemente, pretende identificar en la Iglesia católica la clave de un problema, el del abuso a menores, que afecta a toda la sociedad y en la que los sacerdotes implicados no son más que un ridículo porcentaje en el conjunto de los casos de tan terribles abusos. Las durísimas palabras del Papa en su carta a los católicos de Irlanda, condenando los hechos y una cierta actitud de encubrimiento, bastan para comprender la postura de la Iglesia en este asunto.
La lúcida perspectiva histórica de Malraux nos ayuda a entender la parábola que las acusaciones a la Iglesia pueden describir y a comprender cuál es la verdadera necesidad de Occidente y de nuestra sociedad española en concreto. Hasta ahora la sociedad bienpensante se había conformado con arrinconar de hecho a la Iglesia católica al ámbito de lo «irrelevante». Separados los ámbitos de la razón (sociedad civil y científica, lugar del saber) y de la fe (Iglesia, lugar del creer entendido como «devoción»), la comunidad eclesial es tolerada como un resto del pasado, centrado en unas reglas morales y en unas prácticas piadosas. La Iglesia es respetada como institución benefactora, que lleva a cabo un asistencialismo digno de admiración. Otros incluso la miran con simpatía como guardiana de los valores de Occidente, especialmente frente al inquietante panorama del multiculturalismo. Pero en las últimas décadas, especialmente a partir del pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia ha tenido la osadía de levantar su voz para proponer públicamente una palabra verdadera sobre la naturaleza del hombre y su destino, sobre su felicidad, sobre la recta convivencia entre los hombres. Y esto resulta intolerable.
De modo consciente o inconsciente, los ataques que estos días recibe el Papa parecen mostrar, en palabras de Malraux, que «no existe ningún ideal por el cual podamos sacrificarnos, porque de todos conocemos la mentira». Desenmascarados los últimos ideales del siglo XX con la caída del Muro de Berlín, sólo quedaba un ideal arrinconado, aunque peleón: el de la Iglesia católica, sostenido por figuras moralmente irreprochables como Teresa de Calcuta o el papa Juan Pablo II, o como los misioneros que dan su vida en zonas como Haití... o todos los curas anónimos que, sin publicidad, se dejan la piel en los barrios marginales de las grandes ciudades. Era necesario seguir atacando en su raíz la naturaleza «excepcional» de la Iglesia.
Detrás de los titulares de estos días podríamos leer el siguiente mensaje: lo que hasta ahora se podía considerar una institución admirable, envuelta en una aureola de bondad, no hace sino producir «monstruos» con sus leyes eclesiásticas. Los sacerdotes, con un celibato trasnochado, no son más que «monstruos», que intentan canalizar como pueden una pulsión que su ideal no puede colmar. Estos hechos desenmascararían la mentira del último gran ideal de la humanidad occidental: el ideal cristiano. «La sombra terrestre –el horrendo delito de algunos curas– que se alarga detrás de los dioses de mármol basta para apartarnos de ellos» (Malraux). No pueden vivir así, es imposible. Sólo generan monstruos. La Iglesia no sólo es inútil. Además es nociva. Y volvemos a la visión de las ruinas de Occidente que hacía reflexionar a Malraux.
Derrocado Dios y todo ideal no nos queda más que convivir con nuestra propia maldad. Que, a su vez, genera maldad y violencia. Pero tal vez podría ser éste nuestro punto de partida. En efecto, la gran cuestión de la cultura occidental, y en concreto de nuestra sociedad española, es si hay algo más fuerte que el mal, que el odio, que nuestra mezquindad y que nuestra debilidad. Sinceramente, no encuentro una cuestión más radical. Y ésta es una cuestión que interesa a todos. Porque las personas que en este tiempo arrojan suciedad contra el Papa, y contra la Iglesia católica en general, son las primeras en experimentar, aunque sea inconscientemente, esta necesidad: ¿hay algo más fuerte que mi incapacidad de querer bien a mi mujer, de tratar adecuadamente a mis hijos o de construir relaciones duraderas? Ésta no es sólo la pregunta que se hacen las víctimas de los abusos, que desean salir de una pesadilla tan injustamente inscrita en sus vidas, o la pregunta que se hacen los sacerdotes condenados, hundidos en el océano del remordimiento. Es la misma pregunta que se hacía el eclesiástico mujeriego Rancé, citado por Malraux, ante el cadáver de su amante, la condesa de Montbazon. En estos días de Pascua la Iglesia vuelve a proclamar a los cuatro vientos el acontecimiento histórico que está en su origen: «¡Ha resucitado! ¡El sepulcro está vacío!» Cristo ha roto las cadenas de la muerte, venciendo el límite del tiempo y del espacio. Éste es el anuncio que ha proclamado la Iglesia durante dos mil años y que sigue proponiendo hoy: Cristo está vivo, presente en la vida de su Iglesia, ofreciendo un abrazo que es más fuerte que el mal y que toda nuestra mezquindad. Él ha tenido piedad de nuestra nada. Frente a un anuncio como éste no sirven los prejuicios, de nada vale volver la cabeza, o descalificar de entrada, especialmente si uno alberga un resquicio de humanidad necesitada, consciente del propio límite. Es un anuncio que se propone a la libertad de las personas. Y exige una verificación. Toda la suciedad que se encuentra en la Iglesia (¡incluso si se multiplica!) será un motivo de renovado dolor y deseo de reparación, pero no puede presentarse como excusa ante la necesidad apremiante de verificar una afirmación que interesa a toda la sociedad española: verdaderamente hay algo más fuerte que nuestro mal y el mal de la humanidad entera. La historia de Rancé (inmortalizada en la novela de Chateaubriand) es muy ilustrativa a este respecto. Manchado su traje eclesiástico y provocado por la pregunta radical ante el cadáver de la condesa, se convirtió y llegó a ser el gran reformador de los trapenses. El mal no fue objeción ante el abrazo que Cristo ofrecía a su humanidad dolorida.