Llanto por Mosul
Hace exactamente un año, las campanas dejaron de sonar en la ciudad iraquí de Mosul, que albergaba en su seno algunas de las iglesias más antiguas de la cristiandad, y una antiquísima comunidad que desde el siglo VII celebraba la liturgia caldea. La bandera negra del Daesh comenzaba a ondear en las azoteas de una metrópoli de casi dos millones de habitantes, la tercera de todo el país. Los yihadistas no tuvieron que hacer mucho gasto para poner en fuga a unas tropas iraquíes muy superiores en armamento y número, pero desmoralizadas, sin horizonte ideal ni liderazgo. La política sectaria del chií Al Maliki había descoyuntado el frágil equilibrio entre las comunidades que conforman el país, generando una fractura entre chiíes y suníes que ha sido aprovechada por la efervescencia odiosa pero eficaz del Daesh.
La noche del 15 al 16 de junio, los aproximadamente 15.000 cristianos que habían permanecido en sus casas pese a toda la violencia acumulada durante los últimos años, recibieron un ultimátum frío y cortante: debían elegir entre convertirse al islam, pagar el impuesto señalado para los infieles (yizhia) o abandonar definitivamente la ciudad. En caso contrario serían decapitados. Ni uno solo renegó de su fe. Así comenzó un éxodo que merece entrar en los libros de historia, con miles de familias que, apenas con lo puesto, abandonaron la llanura de Nínive para dirigirse hacia la región del Kurdistán, el único puerto que les ofrecía una mínima seguridad para conservar a un tiempo la vida y la fe, no la una sin la otra.
El drama, es cierto, no concierne sólo a los cristianos, aunque ellos hayan sido, desde la nefasta invasión norteamericana de 2003, como la barra candente que se golpea sin piedad entre el yunque y el martillo. Los yazidíes y los chiíes, minoritarios en la región de Mosul, sufrieron también el odio absurdo pero preciso del Daesh. También ellos se encaminaron hacia el Kurdistán, dejando una ciudad oscura y amarga, dominada por el terror las veinticuatro horas. Los testimonios que llegan sobre la vida cotidiana regida por los matarifes provocan escalofrío. Así se ha consumado la primera limpieza étnica y religiosa del siglo XXI, ante los ojos atónitos de una comunidad internacional torpe y lenta para entender y para actuar.
Porque aunque no seamos expertos en estrategia militar, resulta llamativo que la formidable maquinaria de guerra de la coalición liderada por los Estados Unidos apenas haya hecho mella en la fortaleza del Daesh, bien es cierto que los yihadistas cultivan un diabólico culto a la muerte. La guerra soterrada entre suníes (comandados por Arabia Saudí) y chiíes (liderados por Irán) desangra el mundo musulmán y debilita la concertación contra el pretendido Califato. Iraq no es ya, por desgracia, una nación unida, sino un conjunto de territorios yuxtapuestos. De hecho las acometidas contra el Daesh las llevan a cabo milicias chiíes de obediencia iraní, que suscitan en la población de la llanura de Nínive tanto rechazo (o quizás más) que los propios yihadistas.
Con razón ha dicho un veterano de la guerra de Afganistán, el ex general Stanley McChrystal, que falta una estrategia política para derrotar al Daesh. Son las palabras de un militar que conoce el paño. Pero mucho más completa y articulada es la formulación del indomable Patriarca de los Caldeos, Louis Sako, quien ha dicho que sin una reconciliación nacional que permita la unidad de todas las comunidades de Iraq, será imposible derrotar al yihadismo. Cuando se cumple un año del hundimiento de la querida ciudad de Mosul en la niebla sucia que la envenena, el Patriarca Sako se ha dirigido a los miles de cristianos refugiados en el Kurdistán para desearles un pronto retorno a sus casas, recordándoles que aquella “es la tierra de nuestros padres y de nuestros abuelos, es parte de nuestra historia y de nuestras memorias”.
Resistente a cualquier desesperanza, Sako insiste en el valor histórico de la reconciliación, que implica que los gobernantes y los líderes religiosos de las diversas comunidades acuerden un plan bien preciso para alcanzar la paz, estabilidad y prosperidad de la nación. Un plan que debe proteger a todos, para que no muera “ni un solo ciudadano iraquí a causa de su religión o de la doctrina confesada, a causa de su lengua o de su pertenencia”. Quizás parezca un sueño, pero no hay alternativa posible a lo que propone el Patriarca caldeo, el único que hoy, en Iraq, habla con el horizonte de una nación unida en la mente y el corazón.
Mientras tanto, los miles de cristianos asentados en el Kurdistán se debaten entre el justo deseo de volver a su tierra y el sueño de emigrar a Occidente, donde asegurar una vida mejor para sus hijos. En Mosul las cruces han sido abatidas y las iglesias profanadas, mientras la antigua alegría ha sido borrada de sus calles. No demasiado lejos, en Erbil, los cristianos celebran la eucaristía, trabajan y enseñan a los niños. A veces, incluso, hacen fiesta. Saben que acá o allá, su fe es el único tesoro que no puede serles arrebatado. Y con ese tesoro afrontan el drama que aún no se ha cerrado, ni para ellos ni para nosotros.